A orillas del Henares.
1.- INTRODUCCIÓN.
1.3.-
LA MONTAÑA.
El nacimiento de un río literario debe estar en las cercanías de una montaña, con abundancia de bosque que proteja y esconda la fuente inicial. Así quedan unidos el río y la montaña, aunque ésta también tenga protagonismo por sí sola.
“… Geología yacente, sin más huellas / que una nostalgia trémula de aquellas / palmas de Dios palpando su relieve. / Pero algo, Urbión, no duerme en tu nevero, / que entre pañales de tu virgen nieve / sin cesar nace y llora el niño Duero”. (Gerardo Diego, Cumbre de Urbión).
MITOLOGÍA
El dominio que la montaña ejerce sobre el paisaje ha hecho que siempre tuviera un aire mítico y sagrado. Las civilizaciones primitivas sacralizaban sus montañas, pero no se atrevían a escalarlas porque eran lugares terribles y misteriosos. Es raro encontrar en la literatura antigua relatos de humanos subiendo montañas a pesar de la fascinación que originaban, no obstante, la mitología está llena de referencias.
Para los griegos, tanto el mar como las montañas eran ámbitos asombrosos y aterradores, pero, aunque estaban familiarizados con el mar, las montañas estaban más cerca, y, a pesar de que eran desconocidas, sirvieron para explicar fenómenos atmosféricos (relámpagos y truenos), cambios del cielo. Eran nexo entre la tierra y el cielo.
El monte Dindymom en Cícico era sagrado para una primigenia diosa de la fertilidad, Rea, madre de Zeus y esposa de Cronos. El mundo griego estaba rodeado por dos titanes que habían desobedecido a Zeus. Atlas en el oeste sostenía los cielos, sus hombros parecían enormes picos. En el este, en el extremo del mundo eran las montañas del Cáucaso, donde Prometeo estaba encadenado a una roca, soportando diariamente la tortura de un buitre que le mordía el hígado. Más cerca, Parnaso se alzaba sobre Delfos, el Oráculo sagrado para el dios arquero Apolo, y era el hogar de las doce musas, las hijas de Zeus. El monte Nisa en Tracia estaba consagrado al dios del vino Dioniso, que fue criado por las ninfas de las montañas. El monte Cilene en Arcadia fue el lugar de nacimiento de Hermes, el hijo alado de Zeus y Maya, la hija de Atlas, y donde Hermes inventó la lira a partir de un caparazón de tortuga. El monte Ida en Creta era sagrado para Zeus, el rey de los dioses y portador del rayo. Otro monte Ida (en el noroeste de Asia Menor) era famoso por albergar los ríos que regaron la Tróade, donde se encontraba la antigua Troya y donde Afrodita concibió al gran guerrero troyano Eneas.
En la mitología griega, los Oreos eran los dioses de las montañas, descendientes de Gea, la Tierra, hermanos de Urano (Cielo) y Ponto (mar). Eran Atos (Tracia), Etna (Sicilia), Olimpo (Grecia), Parnaso (Delfos), etc. Zeus venció a Tifón en Sicilia, y le tiró encima el monte Etna, que le sujeta haciéndole eternamente prisionero; las llamas y los humos que salen de la montaña testimonian la cólera impotente del monstruo.
La montaña más famosa era el Olimpo, monte “luminoso”, que, como la montaña más alta de Grecia, se adaptaba perfectamente a ser el hogar de los dioses presididos por Zeus. Las nubes a menudo ocultaban la cumbre distante, una cobertura perfecta para las secretas vidas eternas de los dioses. La montaña simbólicamente se elevaba por encima de la ignorancia y el tiempo humanos. Se creía que los dioses salían a través de una puerta de nubes custodiada por las Horae, las diosas de las estaciones.
Los hebreos también relatan alguna experiencia
extraordinaria en la montaña, como la que aparece en Shemot (Éxodo), segundo
libro de la Torá, compuesto durante el segundo milenio a.n.e, que presenta al
profeta Moisés recibiendo de Yahvé el Decálogo, los Diez Mandamientos, en el
monte Sinaí, que era aterrador.
En la India, el monte Mandara representa el origen de la creación. Especial fascinación despertaba Meru, una montaña legendaria al norte de la cordillera del Himalaya, por lo que construyeron montañas artificiales en su imitación.
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El templo MahaBodhi reproduce el monte Meru |
Para los budistas del Tibet occidental, la montaña sagrada Kailas es el trono de los dioses y acuden a contemplarla en peregrinación desde distancias muy largas.
Los antiguos mesopotámicos, egipcios e indígenas americanos construyeron también montañas artificiales (zigurats y pirámides) en un intento de acercarse a lo divino. Los relatos de Oriente Próximo colocan montañas reales como parte central. La epopeya de Gilgamesh, fines del tercer milenio a.n.e., describe al héroe introduciéndose en el ámbito de lo divino, las montañas, y ascendiéndolas en busca de la gloria; junto a su amigo Enkidu experimentaron, durante las ascensiones, visiones trascendentes que indicaban eventos futuros. Las montañas se asociaron con algunos de los dioses más importantes del panteón mesopotámico. Enlil, la deidad principal, controlaba una gran montaña celestial que contenía la tierra y el aire. Un monstruo protegía Mashu, dos picos gemelos donde el sol descendía y ascendía, y dentro de los cuales reinaba una oscuridad infernal. Los bosques de cedros, custodiados por el semidiós Humbaba, originalmente en las laderas de las montañas Zagros, eran sagrados para Ishtar, una diosa de la fertilidad cuyo culto implicaba la prostitución sagrada.
El sintoísmo, “El camino de los dioses”, considera la existencia de kami, espíritus, en todos los fenómenos naturales, muchos asociados a la montaña. El monte Fuji es el escenario de muchos mitos japoneses y Segen-Sama es la diosa más venerada. También es la morada de Junitokotachi, el Señor de la Tierra Eterna. Una leyenda cuenta que, hace mucho tiempo, un anciano encontró a una niña recién nacida en la ladera del Fuji y la llamó Kaguya-hime. Al crecer se transformó en una hermosa mujer que casó con el Emperador. Transcurridos siete años, le dijo a su marido que, como no era mortal, debía regresar el cielo, y, para consolarle, le entregó un espejo con el que siempre podría verla. El Emperador utilizó el espejo para seguirla hasta la cima, pero su amor desengañado hizo que ardiera el espejo y, desde ese día, de la cima siempre sale fuego.
El monte Fuji (femenino) y su vecino, el monte Haku
(masculino) disputaron por su altura. El Buda de la luz Infinita hizo pasar un
tubo desde la cima del monte Haku hasta la cima del monte Fuji. Cuando el agua
se vertió sobre la cima del monte Fuji la diosa se enojó tanto que golpeó a
Haku en la cabeza y le rompió el cráneo en ocho fragmentos (los ocho picos
actuales del monte Haku). Como consecuencia, el monte Fuji es hoy más elevado.
En Japón, Monju-bosatsu, el Bodhisattva, que personifica la sabiduría, tenía su residencia en el monte Wu-t´ai.
Los celtas divinizaron las cimas de las montañas. Los eslavos de Lituania tenían la montaña Laumygartis consagrada a los gnomos protectores de la casa. En el desierto de Atacama hay una serie de volcanes presididos por el Licancabur (en kunza, lengua vernácula, montaña del pueblo), lugar sagrado y fuente de energía vital. Los incas veneraban a la montaña Tatio, cuyo significado es “el viejo que llora”. En las montañas de León está el Bodón, la montaña sagrada del dios Bodo, el dios celta de la guerra.
Los Pirineos siguen mantenido un aura mística. La palabra Pirineo proviene del griego “Pyros”, fuego, y “Neo”, nuevo. Antes de que se formara la cordillera una llanura cubría el territorio. En el valle se encontraba Pyrene, ninfa del bosque, hija del rey Tubal, que compartía espacio con otros seres mitológicos como Gerión, un gigante al que rechazó porque estaba enamorada de Hércules. Gerión, al ser rechazado, incendió el valle matando a Pyrene. Hércules llegó tarde y no pudo salvarla, pero quiso darle sepultura en algún punto entre el valle de Benasque y el de Arán y, piedra a piedra, levantó un mausoleo gigante, la cordillera de los Pirineos, con el Aneto justo encima.
Otra versión dice que, a la muerte de la ninfa, las
nieves se apoderaron de la cordillera, corrió el agua y se extendió el verde,
por lo que muchas personas comenzaron a poblarlo. Uno fue Netú, un gigante
cruel que, con una flecha, asesinó a Atland, descendiente de los antiguos
atlantes que sostenían la tierra sobre sus hombros. Los dioses le lanzaron un
rayo que lo desplomó, siendo sepultado por miles de rocas hasta crear el Aneto.
Un pastor egoísta y solitario no le dio pan a un mendigo
que llevaba días sin comer. Una niebla cubrió el valle y comenzó a nevar. El
pastor perdió su ganado y su casa y, en el lugar, emergió una montaña, Monte
Perdido.
En los Pirineos vivían dioses y gigantes, y otros seres mágicos como Bosnerau, el inventor de la agricultura y la ganadería. Era un ser cubierto de pelo, que vivía alejado de la sociedad, aunque era bueno con los pastores de los pueblos cercanos. Cuando se avecinaba tormenta o aparecían lobos silbaba muy fuerte, avisando del peligro.
La flor de las nieves o “garra de león” también tiene su
leyenda. Una noche, una estrella le confesó a la Luna que tenía envidia de la
Tierra y de los que vivían en ella. La Luna se enfureció y la convirtió en
flor, manteniendo su forma estrellada, que colocó en las cimas de los Pirineos.
La estrella se dio cuenta de su error, pues era muy bella, pero estaba atada a
la tierra y sus únicos acompañantes eran las rocas y el hielo.
HISTORIA
Parece que fue Petrarca el primero que cultivó el
alpinismo con intención contemplativa. Se inspiró en un fragmento de la
Historia de Roma desde su fundación, de Tito Livio, que narraba la subida del
rey Filipo V de Macedonia al monte Haemus. Quiso emular esa ascensión y
convertirla en una narración en forma de epístola dirigida a Dionigi di Borgo
San Sepolcro, el sacerdote que le ayudó a emprender la aventura. En la mochila,
Petrarca llevaba las Confesiones de san Agustín, que Dionigi le había regalado
y que se puso a leer, impresionado, en la cima del monte Ventoso, donde cayó en
profunda meditación.
En 1761 y 1774, Jean-Jacques Rousseau y Johann Wolfgang von Goethe publicaron, respectivamente, dos novelas epistolares: Julia, o la nueva Eloísa y Las desventuras del joven Werther. Ambas están ambientadas en cimas y ambas, herederas de los rasgos más sólidos de la literatura romántica, glorificaron las montañas como escenarios de amores sublimes que solo podían alcanzarse en lugares remotos, lejos de la urbe.
Nietzsche también se sirvió de la montaña en Así habló Zaratustra: “Mientras Zaratustra subía por la ladera de la montaña iba recordando las numerosas caminatas que había realizado desde su juventud, y en las muchas montañas, sierras y cumbres que había escalado”. Al personaje de Nietzsche no le agradaban las llanuras donde podía permanecer tranquilo. Su destino, aseguraba, era siempre un viaje y una ascensión. Y justo allí, en la cima de la montaña y “al borde del abismo”, Zaratustra localizaba al “hombre superior”.
En noviembre de 1901, tres admiradores de Burckhardt y Nietzsche emprendieron
una expedición memorable al monte Urbión. Paul Schimtz, un suizo enamorado de
España y nietzscheano entusiasta, lideró la excursión a los Picos de Urbión.
Los hermanos Baroja, lectores románticos que creían firmemente la teoría del historiador
Burckhardt, según la cual Petrarca sí subió al mont Ventoux, le acompañaron.
Pío empezaba a colaborar en Los Lunes del Imparcial, uno de los
suplementos culturales más prestigiosos del momento con firmas como la de
Miguel Unamuno, Azorín o Ramiro de Maeztu. Emulando la epístola del humanista
italiano, Pío escribió en el periódico un reportaje que narraba la excursión. Y
así como Petrarca llevó consigo un libro de san Agustín y a su hermano
Gherardo, Baroja se llevó un libro de Séneca y a su hermano Ricardo. Todo ello
aderezado con cierto costumbrismo español: “Llevaban una carta de
recomendación para la Guardia Civil de Covaleda, de modo que les acompañó una
pareja de la Benemérita, lo que daba a la expedición un perfil absolutamente
español para especial satisfacción de Schmitz”.
Tras subir al Muchachón y luego al Urbión, los escritores estaban exhaustos.
Llegaron al Raso de Zamplón y allí descansaron y se guarecieron del frío con un
fuego en el que crepitaban algunas ramas que habían ido recogiendo en la
caminata. “Entonces, Baroja sacó su Séneca y lo quemó para cebar el montón
de leña. Tuvo así lugar ‘una alta hoguera religiosa en medio de un bosque de
pinos’, según informa su artículo de Los Lunes del Imparcial del 16
de diciembre de 1901”, concluye Gil Bera.
El amor por las montañas se expandió a lo largo del siglo XX. Influido por una visita a su esposa en el Sanatorio Wald de Davos, Alpes suizos, Thomas Mann escribió La montaña mágica, donde la montaña representa un mundo cerrado en sí mismo, impenetrable.
Los ingleses W. H.
Auden y C. W. B. Isherwood publicaron en 1936 El ascenso al F6, un drama teatral en prosa y verso que narra
la expedición de algunas figuras prominentes de la sociedad inglesa para
alcanzar la cumbre del F6.
A las montañas se
las llamaba “digna sepultura” o a los montes como “homicidas o despiadados”. A
la dureza de la montaña corresponde el mito de Sísifo, astuto y artero,
fundador y rey de Éfira, más tarde conocida como Corinto, hijo de Eolo. Rey
impío, cuyo castigo fue empujar una piedra cuesta arriba por una montaña, pero,
antes de llegar a la cima, volvía a rodar hacia abajo en frustrante y absurdo
proceso, como el absurdo de la vida humana (Camus). Según la teoría solar,
Sísifo es el disco del sol que sale cada mañana y después se hunde bajo el
horizonte.
LITERATURA
Ya San Agustín, en sus Confesiones, opinaba: “Y salen
los hombres a admirar la altura de los montes … y el fácil y copioso curso de
los ríos … y no ponen atención en sí mismos”.
En el siglo XVIII, ese mundo nuevo, la alta montaña, fue
redescubierto y se cargó del valor simbólico de la sensación de lo sublime.
Esta sensación hizo que muchos autores se ocuparan, a partir de entonces, de la montaña en sus escritos. Baltasar Gracián opinaba en El criticón: “La hermosura provechosa de los montes, … En ellos se recogen los tesoros de las nieves, se forjan los metales, se detienen las nubes, se originan las fuentes …”. “Cuanto más crece el carácter montañoso de un lugar, más aumenta su belleza absoluta” (Ruskin), “En un sitio tan señalado como éste, donde la naturaleza es tan grande y vigorosa, todo contribuye a aumentar la sublimidad de las escenas. … Todo es bello. Todo sublime. Todo grande” (Jovellanos en los montes de Asturias). “Sobre las altas montañas (se siente) más ligereza en el cuerpo, más serenidad en el espíritu; las meditaciones adquieren no sé qué carácter grande y sublime, proporcionado a los objetos que nos impresionan” (Rousseau). “Impresión de recogimiento más profunda, más grande, más solemne” (Giner de los Rios en el Guadarrama). Para Unamuno, el cuerpo se limpia y restaura con el aire sutil de las alturas y aumenta el número de glóbulos rojos, pero el alma también se limpia y restaura con el silencio de las cumbres. Y otra gran lección nos da la cumbre, y es enseñarnos a pasarnos sin comodidades. “Allí, a solas con la montaña, volvía mi vista espiritual de las cumbres de aquélla a las cumbres de mi alma, y de las llanuras que a nuestros pies se tendían a las llanuras de mi espíritu. Y era forzosamente un examen de conciencia”.
Escritores de épocas distintas se han sentido fascinados por las cumbres y lo han plasmado en su obra. Dino Buzzati, en Los indómitos de la montaña, confiesa: “Recuerdo la mañana de un lejanísimo septiembre, cuando por primera vez tomé contacto con los famosos Dolomitas. Yo tenía quince años y la montaña se me había metido ya muy dentro, casi como un amor obsesivo”.
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Los
indómitos de la montaña, Dino
Buzzati, Traducción de Amelia Pérez de Villar Gallo Nero, Madrid, 2016, 324 págs. |
La Subida al Monte Carmelo (1578 - 1583) de san
Juan de la Cruz incide en la idea sagrada de llegar a la cumbre: “Toda la
doctrina que entiendo tratar en esta Subida al Monte Carmelo está
incluida en las siguientes canciones, y en ellas se contiene el modo de subir
hasta la cumbre del monte, que es el alto estado de perfección, que aquí
llamamos unión del alma con Dios”, escribe el abulense al comienzo de su
obra. Así pues, se entiende el poema como montaña por la que se asciende y la
cima como éxtasis, como estado de plenitud máxima.
El título inicial de la novela de Rousseau subrayaba la
trascendencia de la montaña: Cartas de dos amantes. Habitantes de una
pequeña ciudad a los pies de los Alpes.
Algunos de los fragmentos de Werther contienen
las más altas dosis de profundidad psicológica y existencial: “Me rodeaban
enormes montañas; tenía delante de mí desfiladeros de gran hondura, donde se
precipitaban torrentes de tempestad; los ríos se deslizaban bajo mis pies; oía
un rugido en los bosques y los montes, agitándose y confundiéndose todas estas
fuerzas enigmáticas en las profundidades terrestres, mientras sobre ella, y
bajo el cielo, revoloteaban las razas infinitas de los seres que lo pueblan todo
de mil maneras diferentes”.
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