jueves, 28 de noviembre de 2019


Las hoces del Duratón.

Esta espectacular zona segoviana, a la que llegamos desde el fondo de la mañana, es el destino de esta salida. Toda el área pivota en torno a la población de Sepúlveda, que fue enclave arévaco en la II Edad del Hierro (ss. V-II a.C., necrópolis de La Picota), conquistado por el cónsul romano Tito Didio, que fundó Los Mercados, quizá la Confluenta de Ptolomeo. Hubo santuarios romanos hasta el s. V en que fue ocupada por los visigodos y desocupada y despoblada en el s. VIII. De este periodo histórico queda la necrópolis visigótica de “Los Mercados” en Duratón. Con posterioridad a la repoblación cristiana, hacemos referencia a la iglesia de San Salvador, en la parte más elevada de la villa, año 1093, lo que la convierte en la más antigua de la provincia.

No llegamos a Sepúlveda y vamos directamente a Duratón. Pasamos junto a un pozo romano, pero nuestro objetivo es la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, cerca de los restos de la ciudad romana de Confluenta, con una necrópolis visigoda del s. VI. Esta iglesia armoniosa y sabia en sus proporciones tiene una nave, planta basilical y galería porticada y tiene similitudes con la de San Salvador. La minuciosa labor del cantero ha arrancado el alma a las piedras de sus capiteles. La fría piedra deja de ser un material para convertirse en algo inmortal. Su restauración puede ser discutible, pero, al menos, se ha liberado su cabecera del retablo barroco que la cubría. Sopla mucho viento, aunque vivificador, y la temperatura ha bajado bastante, pero, a pesar de las previsiones, no llega a llover.

Nuestra segunda parada es Sacromenia que, como toda la zona, aparece en época cristiana a finales del s. X, cuando el conde Fernán González donó el cercano monasterio de Santa María de Cárdaba al monasterio de San Pedro de Arlanza. En el s. XII hubo permisos de pastos para sus rebaños en montes de realengo y concesión de posesiones. Nos desviamos al monasterio de Santa María la Real, abadía cisterciense de los ss. XII-XIII situada en el Coto de San Bernardo. Sus bienes fueron desamortizados y los dueños vendieron en 1925 el claustro, la sala capitular y el refectorio al magnate William Randolph Hearst, que los llevó a los EE.UU. El conjunto es de propiedad privada y visitable algunos días.

La mañana va avanzando, suavizándose la temperatura y animándose el personal. Entramos a ver la iglesia, de transición del románico al gótico. Tiene planta de cruz latina, con un transepto muy marcado y cinco ábsides. La bóveda es de cañón apuntado en el transepto y de crucería en el resto. El crucero no se cierra mediante cimborrio sino con bóveda de crucería. A los pies hay un coro que resta visibilidad desde la entrada. Los capiteles muestran motivos vegetales principalmente. La fachada es sencilla, puerta abocinada con arquivoltas sencillas en arcos de medio punto y un amplio rosetón.

La mañana sigue avanzando y la lluvia no ha aparecido. Volvemos a Sacromenia, pero no vemos la iglesia de Santa Marina, en la que durante la última restauración se descubrieron unas pinturas murales de los ss. XV-XVI en el ábside, ni la iglesia de San Miguel, en una elevación algo lejos del pueblo, sino que cambiamos las piedras por el suculento lechazo.

Confortados por la buena comida (“somos lo que comemos”), ya nadie se acuerda de la amenaza de lluvia. Nos espera nuestra tercera y última etapa, las hoces del Duratón y, en concreto, la ermita de San Frutos. El río Duratón se ha ido adaptando a los accidentes geográficos y a las fallas, encajonándose en la caliza del Mesozoico en una acción combinada, erosiva y kárstica, lo que ha producido una serie de hábitats con diferente vegetación. En el páramo, de clima extremado y suelo pedregoso, hay sabinas, enebros, tomillares y aulagares; pinos resineros en los arenales; comunidades rupícolas –zapatitos de la Virgen, cornicabra, té de roca- en los cortados; bosque de ribera –sauces, fresnos, álamos, olmos, alisos, endrinos, zarzamora- en el fondo del valle.

Desde los miradores se aprecia muy bien todo esto mientras los majestuosos buitres leonados, que nidifican en los cantiles del otro lado del río, nos sobrevuelan cortando el silencio. Ante la indiferencia del mundo natural por las construcciones del arte, la ermita se yergue airosa enfrente, ante el vértigo del abismo.


San Frutos nació en Segovia en el año 642, repartió sus bienes tras la prematura muerte de sus padres y se vino aquí buscando soledad, seguido de sus hermanos menores Valentín y Engracia, viviendo en cuevas. Aquí falleció y fue enterrado. Sobre esta ermita visigótica del s. VII se erigió el Priorato de San Frutos, románico, en el s. XII. Se accede salvando, por un pequeño puente del s. XVIII, la grieta llamada La Cuchillada, abierta, según cuenta la leyenda, por el bastón de San Frutos para detener a los musulmanes. Después hay una gran cruz de hierro que contiene las siete –número de especial relevancia- llaves de Sepúlveda. Unas tumbas antropomorfas anteceden al rotundo ábside de la ermita y a la puerta de acceso.

La iglesia fue consagrada en el año 1100 por el arzobispo de Toledo Bernardo de Sedirac, que conquistaría Alcalá de Henares en el 1118. Al exterior se aprecian, en el ábside o en los canecillos, las reformas del s. XII. Tiene una nave cubierta con bóveda de cañón a la que se accede por una sencilla puerta en el lado norte, encima de la que hay una ventana en arco de medio punto. La eterna vida del arte conservada en monumento y ruinas. En la capilla del ábside a la izquierda del altar mayor hay dos aberturas bajas por las que se accede, agachado, a un espacio con un gran bloque de piedra, quizá el pie del antiguo altar utilizado por San Frutos. La tradición cuenta que los varones que den tres vueltas alrededor de la piedra quedarán libres de padecer hernias, y si dan menos se aliviaran sus dolores.

La visita finaliza con el recuerdo de otros milagros del santo. Además de “La Cuchillada”, son muy conocidos el de “la mujer despeñada” (un marido celoso despeñó a su mujer creyendo que le engañaba, pero fue salvada por San Frutos), de la que hay una lápida con la historia, el de los toros bravos, que le prestaron para transportar piedras en lugar de bueyes, a los que hizo trabajar dócilmente o el del asno que se arrodilló ante una hostia consagrada que le habían ocultado entre la comida como demostración, ante un musulmán que no lo creía, de que contenía el cuerpo de Cristo. Volvemos atravesando el nuboso crepúsculo. La tarde se encamina hacia la noche. El cielo cae en sombras. El día se prepara para morir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario