Las hoces del Duratón.
Esta espectacular zona segoviana, a la que llegamos desde
el fondo de la mañana, es el destino de esta salida. Toda el área pivota en
torno a la población de Sepúlveda,
que fue enclave arévaco en la II Edad del Hierro (ss. V-II a.C., necrópolis de
La Picota), conquistado por el cónsul romano Tito Didio, que fundó Los
Mercados, quizá la Confluenta de Ptolomeo. Hubo santuarios romanos hasta el s.
V en que fue ocupada por los visigodos y desocupada y despoblada en el s. VIII.
De este periodo histórico queda la necrópolis visigótica de “Los Mercados” en
Duratón. Con posterioridad a la repoblación cristiana, hacemos referencia a la
iglesia de San Salvador, en la parte más elevada de la villa, año 1093, lo que
la convierte en la más antigua de la provincia.
No llegamos a Sepúlveda y vamos directamente a Duratón. Pasamos junto a un pozo
romano, pero nuestro objetivo es la iglesia
de Nuestra Señora de la Asunción, cerca de los restos de la ciudad romana
de Confluenta, con una necrópolis
visigoda del s. VI. Esta iglesia armoniosa y sabia en sus proporciones tiene
una nave, planta basilical y galería porticada y tiene similitudes con la de
San Salvador. La minuciosa labor del cantero ha arrancado el alma a las piedras
de sus capiteles. La fría piedra deja de ser un material para convertirse en
algo inmortal. Su restauración puede ser discutible, pero, al menos, se ha
liberado su cabecera del retablo barroco que la cubría. Sopla mucho viento,
aunque vivificador, y la temperatura ha bajado bastante, pero, a pesar de las
previsiones, no llega a llover.
Nuestra segunda
parada es Sacromenia que, como toda
la zona, aparece en época cristiana a finales del s. X, cuando el conde Fernán
González donó el cercano monasterio de Santa María de Cárdaba al monasterio de
San Pedro de Arlanza. En el s. XII hubo permisos de pastos para sus rebaños en
montes de realengo y concesión de posesiones. Nos desviamos al monasterio de
Santa María la Real, abadía cisterciense de los ss. XII-XIII situada en el Coto
de San Bernardo. Sus bienes fueron desamortizados y los dueños vendieron en
1925 el claustro, la sala capitular y el refectorio al magnate William Randolph
Hearst, que los llevó a los EE.UU. El conjunto es de propiedad privada y
visitable algunos días.
La mañana va
avanzando, suavizándose la temperatura y animándose el personal. Entramos a ver
la iglesia, de transición del románico al gótico. Tiene planta de cruz latina,
con un transepto muy marcado y cinco ábsides. La bóveda es de cañón apuntado en
el transepto y de crucería en el resto. El crucero no se cierra mediante
cimborrio sino con bóveda de crucería. A los pies hay un coro que resta
visibilidad desde la entrada. Los capiteles muestran motivos vegetales
principalmente. La fachada es sencilla, puerta abocinada con arquivoltas
sencillas en arcos de medio punto y un amplio rosetón.
La mañana sigue avanzando y la lluvia no ha aparecido.
Volvemos a Sacromenia, pero no vemos la iglesia de Santa Marina, en la que
durante la última restauración se descubrieron unas pinturas murales de los ss.
XV-XVI en el ábside, ni la iglesia de San Miguel, en una elevación algo lejos
del pueblo, sino que cambiamos las piedras por el suculento lechazo.
Confortados por la buena comida (“somos lo que comemos”),
ya nadie se acuerda de la amenaza de lluvia. Nos espera nuestra tercera y
última etapa, las hoces del Duratón y, en concreto, la ermita de San Frutos. El
río Duratón se ha ido adaptando a los accidentes geográficos y a las fallas,
encajonándose en la caliza del Mesozoico en una acción combinada, erosiva y
kárstica, lo que ha producido una serie de hábitats con diferente vegetación.
En el páramo, de clima extremado y suelo pedregoso, hay sabinas, enebros,
tomillares y aulagares; pinos resineros en los arenales; comunidades rupícolas
–zapatitos de la Virgen, cornicabra, té de roca- en los cortados; bosque de
ribera –sauces, fresnos, álamos, olmos, alisos, endrinos, zarzamora- en el
fondo del valle.
Desde los miradores se aprecia muy bien todo esto
mientras los majestuosos buitres leonados, que nidifican en los cantiles del
otro lado del río, nos sobrevuelan cortando el silencio. Ante la indiferencia
del mundo natural por las construcciones del arte, la ermita se yergue airosa
enfrente, ante el vértigo del abismo.
San Frutos nació en Segovia en el año 642, repartió sus
bienes tras la prematura muerte de sus padres y se vino aquí buscando soledad,
seguido de sus hermanos menores Valentín y Engracia, viviendo en cuevas. Aquí
falleció y fue enterrado. Sobre esta ermita visigótica del s. VII se erigió el
Priorato de San Frutos, románico, en el s. XII. Se accede salvando, por un
pequeño puente del s. XVIII, la grieta llamada La Cuchillada, abierta, según
cuenta la leyenda, por el bastón de San Frutos para detener a los musulmanes.
Después hay una gran cruz de hierro que contiene las siete –número de especial
relevancia- llaves de Sepúlveda. Unas tumbas antropomorfas anteceden al rotundo
ábside de la ermita y a la puerta de acceso.
La iglesia fue consagrada en el año 1100 por el arzobispo
de Toledo Bernardo de Sedirac, que conquistaría Alcalá de Henares en el 1118.
Al exterior se aprecian, en el ábside o en los canecillos, las reformas del s.
XII. Tiene una nave cubierta con bóveda de cañón a la que se accede por una
sencilla puerta en el lado norte, encima de la que hay una ventana en arco de
medio punto. La eterna vida del arte conservada en monumento y ruinas. En la
capilla del ábside a la izquierda del altar mayor hay dos aberturas bajas por
las que se accede, agachado, a un espacio con un gran bloque de piedra, quizá
el pie del antiguo altar utilizado por San Frutos. La tradición cuenta que los
varones que den tres vueltas alrededor de la piedra quedarán libres de padecer
hernias, y si dan menos se aliviaran sus dolores.
La visita finaliza con el recuerdo de otros milagros del
santo. Además de “La Cuchillada”, son muy conocidos el de “la mujer despeñada”
(un marido celoso despeñó a su mujer creyendo que le engañaba, pero fue salvada
por San Frutos), de la que hay una lápida con la historia, el de los toros
bravos, que le prestaron para transportar piedras en lugar de bueyes, a los que
hizo trabajar dócilmente o el del asno que se arrodilló ante una hostia
consagrada que le habían ocultado entre la comida como demostración, ante un
musulmán que no lo creía, de que contenía el cuerpo de Cristo. Volvemos
atravesando el nuboso crepúsculo. La tarde se encamina hacia la noche. El cielo
cae en sombras. El día se prepara para morir.
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