lunes, 16 de septiembre de 2019


La Cruz de Ferro. Los Montes de León (III/V).

La segunda parte de la travesía de los Montes de León estaba dedicada a la bajada, pero no hemos llegado a lo alto. Desde Foncebadón todavía tenemos que alcanzar la cumbre en la Cruz de Ferro. Con el frío de la mañana mordiendo nuestra carne ascendemos los metros de desnivel que nos quedan hasta la cima. Aún es de noche. Queremos ver el amanecer en la Cruz a pesar de que, como nos ha advertido Marta –albergue Monte Irago-, aquí se ve peor.

Al llegar a este lugar cargado de simbolismo, el más mitificado del Camino junto al Monte do Gozo, comienza el amanecer. Este crucero está situado entre Foncebadón y Manjarín, en el techo de los montes, a 1.504 m de altitud. Es un simple poste de madera de unos cinco metros coronado por una cruz de hierro -copia de la que se conserva en el Museo de los Caminos porque hubo intentos de robo-, en una pequeña montaña de piedras, tantas como esperanzas, de casi 30 m de diámetro. La tradición es lanzar una piedra, traída del lugar de origen, de espaldas a la cruz para simbolizar que se ha dejado atrás el puerto.

El Codex Calixtinus, s. XII, se refiere a él como portus montis Iraci. Es la máxima altitud del Camino salvo que se haya entrado en España por el Camino Aragonés a través del puerto de Somport, de más de 1.600 m. Antesala de la entrada en el Bierzo, separación del paisaje recio de las llanuras castellano-leonesas y otro de pequeñas montañas y frondosas tierras de cultivo, divisoria de aguas entre las cuencas del Duero y Sil-Miño.

En la antigua Grecia se creía que los cruces de caminos estaban reservados a la diosa Hécate, divinidad de las zonas ignotas e inexploradas, a la que había que ofrecer sacrificios para ganarse protección en el viaje. En la mitología clásica también se asocia a Hermes (Mercurio) por su papel como dios de la frontera, aunque más simbólica que física, relacionada con el mundo de lo intangible, del más allá. En época romana, los cruces de caminos se consideraban moradas de los espíritus de los difuntos, donde habitaban los dioses manes, a los que también había que ofrecer algún sacrificio.

Como en todos los casos, hay varias interpretaciones sobre su origen: señal en el camino que destaque en las nevadas, separación de dos circunscripciones territoriales en época romana, altar dedicado a Mercurio –Mons Mercurii-, dios protector de los viajeros, como en otros puntos del Imperio romano, amontonamientos de piedras que se colocaban en lugares estratégicos desde época celta (milladoiros) y luego se cristianizaron con una cruz (cruceros), porque el cristianismo integró estas tradiciones y las cristianizó. Quizá Gaucelmo puso la primera cruz en el s. XI cuando se reactivó como zona de paso de los peregrinos. Un elemento religioso con una finalidad práctica, de orientación. Como hasta la segunda mitad del s. XVIII fue el único paso, también los segadores gallegos de paso hacia Castilla continuaron la tradición. La capilla, donde se celebra la fiesta de Santiago, es de 1982.

La tradición es anterior al Camino e incluso al cristianismo. Es una tradición ancestral basada en una convicción aún más antigua. Se basa en una creencia, en una perspectiva de lo trascendente, y tiene un carácter expiatorio. Es un lugar cargado con una energía especial que, al parecer, los celtas detectaban. Se halla en lo alto de la montaña, más cerca de los dioses, en un axis mundi, un eje cósmico y simbólico propicio a las manifestaciones trascendentes.



Esta fuerte simbología y su dimensión trascendente le viene también por su condición de humilladero en el punto culminante del paso de los montes de León, punto de inflexión entre dos mundos culturales distintos, por su dificultad especialmente en invierno. En estos espacios simbólicos era consustancial la realización de ofrendas, una especie de culto o de sacrificio a la divinidad, pero en lugar de sacrificar personas o animales se ofrecían piedras. Esto es lo que representan estos guijarros, la gratitud por haber llegado hasta allí tras muchas dificultades. Por todo ello, este lugar constituye el mayor humilladero vivo del Camino, de España y de Europa.

Mito, leyenda y realidad dan al lugar unas connotaciones únicas, de origen místico, donde la piedra ocupa el lugar del sacrificio humano y el viajero se deshace simbólicamente de lo viejo para dar cabida a lo nuevo y continuar con el ciclo vida-muerte. Al dejar la piedra los viajeros  dejan, teóricamente, los problemas o las intenciones. Lo que se deja simboliza el egoísmo, la envidia, etc., todo lo malo de lo que el peregrino pretende desprenderse. La piedra, que resiste el paso del tiempo, será testigo permanente de la promesa y de los deseos. Así, estando al lado del mástil se tiene la sensación de estar sobre un montón de sentimientos, emociones, miedos, de miles de personas a lo largo del tiempo, que han ido dejando objetos personales, frases, recuerdos, etc.

El sencillo mástil que sostiene la pequeña cruz se relaciona con el símbolo de la ascensión, la verticalidad y las manifestaciones de la trascendencia, que convierte al lugar en una especie de lugar sagrado y recuerda que esa trascendencia no tiene nada que ver con la fastuosidad de un monumento, sino con el respeto al enclave de leyenda donde se ha levantado. En lo más sencillo, en lo pequeño, en lo profundo del corazón de cada individuo anónimo se encuentra lo más grandioso, el auténtico valor y sentido del Camino. 




Como no podía ser de otro modo, la literatura ha reflejado el paso por este lugar. En el s. XVII, Alonso de Castillo Solórzano escribió en 1632 su obra La niña de los embustes, novela picaresca femenina, género que ya había perdido parte de su fuerza renovadora y crítica, publicada en pleno apogeo de la crisis social provocada por los problemas militares y económicos de la monarquía española. En esta novela, una de las obras más representativas del Barroco español, la protagonista, de la que dice que “con sutil ingenio fue buscona de marca mayor, sanguijuela de las bolsas y polilla de las haciendas”, viaja mucho por España y pasa por la Cruz de Ferro: “…Con las faldas en cinta, como dicen, y con ellas los zapatos, por no los romper (propia prevención de las damas de su país), se puso en camino informada del viaje que había de llevar; en la tal información supo cuán cerca estaba de la Cruz de ferro, tan nombrada en aquella tierra; pasó por cerca della y hízola oración, sin tener cuidado de la promesa que todas las gallegas la hacen…”

La descripción es totalmente imprecisa respecto al lugar y su localización, a semejanza de lo que sucede en toda la novela. También pasa por Alcalá de Henares: “Mudando de familia quise buscar en Madrid a Teodora, en cuya casa me crié, y acudiendo a los barrios donde había habitado, supe haberse casado en Alcalá de Henares con un mercader …Parecióme hacer mudanza de Madrid é irme á Alcalá, adonde estaba mi amiga, …Prevenido todo el menaje de mi casa, que ocupó un carro, yo me entré en un coche y en él me fui á Alcalá, adonde hallé á mi amiga Teodora muy contenta …”.




En el s. XVIII, Fray Martín Sarmiento, que había nacido en El Bierzo, Villafranca del Bierzo, aunque de padres gallegos, escribió Sobre el chasco que se da a los gallegos en la Cruz de Ferro, que no está fechado aunque Pensado, que lo ha publicado en Escritos sobre el Meco y la Cruz de Ferro, Salamanca, 1992, ha demostrado que es de 1756. En el s. XIX, Pascual Madoz describe el lugar tal como lo vemos ahora.

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