domingo, 21 de julio de 2019


“Pericles, príncipe de Tiro”.


Esta obra de William Shakespeare, al menos en parte, no se había representado en el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. En esta ocasión, la más épica de las obras del autor inglés –escrita en el tramo final de su vida y emparentada con “Cimbelino”, “Cuento de invierno” y “La tempestad”- se ofrece al espectador en una versión moderna, con una estética nada convencional, en coproducción con el Festival Internacional de Artes Escénicas de Uruguay (FIDAE).




Esta traslación reducida -la obra original dura unas tres horas-, en versión de Joaquín Hinojosa y dirigida por el argentino Hernán Gené, venía definida como una historia de aventuras, amores, dioses y piratas, que reflexiona sobre el azar, la fortuna y la relación entre causa y efecto. Aunque los textos clásicos serán eternos, ésta es una forma de representar la antigüedad desde propuestas de actualidad a través de un lenguaje muy accesible.



La obra –drama abierto, tragicomedia, comedia- es la historia de un viaje muy accidentado, de una odisea, con similitud a la vida humana por las acciones, misterios y peligros, con la relación causa-efecto rota en múltiples ocasiones. Lo que se nos propone es la idea de hasta qué punto nos condiciona el destino, las fuerzas superiores, a pesar del peso de la voluntad; la fortuna y su enorme influencia sobre la vida humana, que depende de multitud de factores totalmente imprevisibles, en los que no intervenimos porque somos hijos del azar. Aunque creamos que podemos controlarlo todo, cualquier hecho fortuito es capaz de cambiar nuestras vidas.



El argumento se reduce al viaje de Pericles hasta Pentápolis, llevado por una tempestad, donde consigue la mano de la hermosa princesa Taisa, que queda embarazada y se embarcan de regreso a Tiro. Taisa da a luz a una niña durante la travesía, muere en el parto y su cuerpo es arrojado a las aguas según las leyes del mar. También perderá a su hija y su búsqueda y el reencuentro con su esposa marcan, en un alocado montaje, el devenir de la obra.



Pericles se mueve también por el azar, por su voluntad, por la suerte, en medio de fuerzas que condicionan su destino. Lo que vemos es la historia de Pericles, torturada su mente por las desgracias, cuyo pesimismo le hace decir que “la vida es un soplo al que no hay que aferrarse”. Otro personaje importante es el interpretado por el director de la obra, un especial narrador rockero que nos va adelantando parte de la historia mientras suena una melodía de rock.



El tempo de la obra es vertiginoso. La escena que se representa es ágil y dinámica. Cada actor interpreta más de un personaje, una apuesta muy vitalista y dinámica que obliga a constantes cambios de vestuario, en un ordenado desorden. Sin embargo, la puesta en escena es muy simple en escenografía, jugando la luz un importante rol. A los lados del sobrio escenario están situados los “camerinos” para que el público pueda ver los entresijos del espectáculo y los cambios de indumentaria.



Los cambios no se producen sólo en la iluminación o en el vestuario, también en el código teatral, pasándose por teatro de máscaras, farsa, teatro del absurdo, etc., e incluso en la música, desde el rock de Pink Floyd a la atmósfera romántica de Wicked Game (Chris Isaak). El largo y un tanto enrevesado relato, con sus aventuras y desventuras a un ritmo trepidante, con su loca puesta en escena, cambia a un relato moderno manteniendo fielmente el espíritu original de la antigua Grecia. El drama, muta a melodrama y a comedia.



Pero, además, hay otros cambios muy importantes, hay teatro dentro del teatro, metateatro. Los actores interpretan a una compañía que ensayan la sustitución para el papel de Pericles, por lo que el actor principal se ve sometido a las mismas fuerzas externas que el príncipe de Tiro. Hay momentos en los que la acción se rompe resultando que la obra es un ensayo. El director ha cortado la obra para animar al protagonista que duda sobre si es demasiado viejo y gordo para el papel. Estos saltos en el tiempo y cambios súbitos en el estilo narrativo fragmentan la ilusión dramática, para regocijo de los espectadores que ven una tragicomedia.



La historia de la antigua Grecia es traída al presente por la presencia de pistolas, teléfonos, un helicóptero, etc. Estas actualizaciones y el ritmo desenfrenado de la interpretación -con algunas acciones como los continuos cambios de lugar de los bancos, que aportan muy poco al desarrollo de la obra- mantienen la intensidad dramática hasta muy avanzada la obra, momento en que se va volviendo pesada y larga. La duración resulta excesiva, porque, además, la búsqueda demasiado clara, sin emoción, sin incertidumbre, del final feliz, hace que bien pudieran haberse eliminado unos minutos.



En conjunto, la obra queda muy bien. Un texto original largo y complicado, aunque aligerado por la épica, queda al alcance del público de un modo divertido. La mezcla de texto clásico modernizado en el lenguaje y en la actuación, conforma una buena obra. Tanto el encargado de la versión como el director han hecho un buen trabajo a juzgar por los aplausos del público. Al final, el director recomienda que si nos gustó, lo recomendemos a nuestros amigos y si no, a nuestros enemigos. Nosotros estamos en el primer caso.

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