El País de la Plata.
La llegada a Hiendelaencina es sorprendente. Un breve
callejeo lleva a la extraordinaria plaza donde se puede aparcar. Llama poderosamente
la atención una plaza de estas dimensiones, tan desusada en estos pequeños
pueblos. Si damos un paseo podemos comprobar cómo la Calle Mayor está muy apartada,
orillada con respecto al actual casco urbano, y lleva a otras callejas con
edificios de tipología antigua, hechos con piedra de gneis y pizarra, con pocos
vanos –el acceso y algún ventanuco como el único ojo abierto-, que dibujan su
forma irregular. Por estas calles discurre la memoria viva de un pueblo con el
tiempo detenido en ellas. Hacia el norte, los edificios son diferentes y
encontramos otra plaza, la del Dr. D. Nicolás Martín Virseda, con el
Ayuntamiento, separada por la iglesia parroquial de Santa Cecilia de la Plaza
Mayor. Se aprecia un cambio brusco en la morfología urbana de la población.
Desde las afueras podemos ver la enarcadura suave de las
lomas que ondulan la línea del horizonte cortándola y explican las
características geomorfológicas de este abrupto territorio, con vegetación de
roble melojo, encina y arbustos (tomillos, jara, rosal silvestre), bien
adaptada al riguroso clima, junto a la vegetación de ribera –sauces, chopos,
etc.- en ríos y arroyos. De la vida antigua pueden verse las paredes de piedra,
con las hincaderas, grandes lajas de piedra clavadas en el suelo, o las tainas
o parideras para refugio del ganado.
“Una región tan
mísera, cubierta de jarales y estepares y escondida entre las fragosidades de
la sierra; sin otros caminos que verdaderas sendas de perdices, no podía menos
de pasar desapercibida para el resto del mundo. Sus habitantes, encerrados en
míseras viviendas de piedra amasada con barro y techadas de pizarra, apenas si
sabían más que cultivar con excesiva penuria sus escasas tierras laborables y
los huertecillos o arreñales en que cosechaban un puñado de legumbres …“ (Bibiano
Contreras, El País de la Plata, p. 6).
Ya antes de llegar a la Plaza Mayor se pasa junto a un
monumento a la minería, y en el centro se alza un monolito que nos indica el
origen de estos cambios ocurridos en el pueblo. De la nueva actividad pueden
verse las ruinas de algunas minas, corroídas por el tiempo y el abandono, como
la cercana Santa Teresa, o las escombreras que cubren parte del suelo, antiguo
terreno de cultivo, como zona que la prosperidad ha dejado de lado. El paso de
uno a otro momento necesita una explicación.
“Ni codiciados ni
codiciosos, vivían aquella existencia ignorada, bien ajenos de que bajo la
costra de tierra que arañaban para tender la semilla, se ocultaban tesoros
abundantes, que solo esperaban la mano del hombre para mostrarse a la luz del
día, y convertir aquel desierto en una riquísima comarca” (Bibiano
Contreras, El País de la Plata, p. 6).
“Desde ese momento la situación de los
habitantes de Hiendelaencina cambió. La rápida localización de las siguientes
menas favoreció en poco tiempo la instalación de una gran cantidad de minas,
así como el significativo contenido de plata de la mena favoreció la
instalación de una magnífica fábrica de amalgamación en el valle del Bornova.
Algunos accionistas, como Órfila se asentaron en Hiendelaencina, y como las
míseras chozas del pueblo no ofrecían un espacio habitable ni para ellos ni
para los empleados de la mina, se construyeron nuevos edificios. De esta forma
no sólo los habitantes de Hiendelaencina sino también los de los pueblos
vecinos encontraron una ocupación duradera y remunerada, unos como mineros u
obreros siderúrgicos, otros como braceros en la construcción, o como arrieros
para el transporte del material de construcción, de los aperos, los minerales y
de los alimentos. Junto a las míseras chozas de gneis se levantaron
pronto edificios espléndidos…” (Heinrich Moritzs Willkomm, científico
austriaco).
Una explicación detallada de todo el proceso puede
encontrarse en el Centro de Interpretación “El País de la Plata”, situado a la
entrada, cerca de la ermita de la Soledad, topónimo (hagiónimo) muy repetido en
multitud de pueblos. Antes de venir es conveniente haber visto la buena página
web del Centro (http://www.elpaisdelaplata.es/ ), que cuenta con
varias e interesantes secciones: una Bienvenida que es una declaración de
intenciones (recuperar el patrimonio, la memoria); una completa Historia, que
desde la escasez de datos de épocas antiguas se pasa a la Allende la Encina de las Relaciones Topográficas de Felipe II,
siglo XVI, a la Yendelaencina del
Catastro del Marqués de la Ensenada, s. XVIII, y al siglo XIX con el aumento
vertiginoso de la población debido a la “fiebre de la plata”, a la
diversificación de las ocupaciones, al nuevo urbanismo, etc., y al final de
todo esto; otra sección contiene una amplísima bibliografía y, en el futuro,
habrá otra con una serie de rutas.
El Centro recibe con la amabilidad y competencia de Julia
y Pepa, que me cuentan sus esfuerzos para sacar adelante este proyecto, sus
dificultades financieras para mejorarlo y sus ilusiones para ampliarlo en un
futuro cercano. La visita comienza en la planta baja con un video antiguo, pero
entrañable, y continúa en la primera planta con la exposición, muy bien
ordenada en varias secciones. A la entrada, un fondo de mina, una vagoneta con
mineral y unas herramientas nos ponen en situación.
En un recorrido circular, en el sentido de las agujas del
reloj, se pasa por las distintas divisiones o departamentos: el descubridor
(Pedro Esteban Górriz Artázcoz), la situación (geografía, geología, minerales
de plata), los filones (búsqueda del metal, testigos, réplicas), del mineral al
lingote (procesos: amalgamación, cianuración, flotación), instalaciones
hidráulicas de suministro de energía y otras construcciones asociadas a la
minería (maqueta de un molino), La Constante (primera fábrica de beneficio, lingotera).
Después de estos apartados más técnicos se pasa a los
humanos: los que aportaron el capital (títulos,
acciones), los que arriesgaron
su vida (inmigrantes, duras condiciones de trabajo, muertes por accidentes de
trabajo, útiles), la producción y la población, fiestas. Al ir rodeando, hemos
dejado en medio una gran maqueta, con parte móvil, de un castillete. Es el
final de una exposición sencilla pero moderna a la vez (tiene información en el
sistema del código QR).
Al terminar, resuenan en los oídos nombres tan sonoros
como Suerte, Fortuna, Malanoche, Nochebuena, Caridad, etc., poetizados en la
imaginación, nostalgias líricas, viejas sombras del pasado que permanecen. Si
en principio era difícil hacerse una idea de este cercano pasado, ahora todo
está bastante más claro. Es la memoria viva congelada en un instante, viejas
imágenes de nuevo devueltas al presente que, poco a poco, hacen surgir una
cultura que el río Bornova alimentó con sus aguas. Después de un viaje por los
rincones del fondo de la memoria buscando el aroma del pasado, buscando incluso
cosas poco tangibles como las emociones, el recuerdo tiene la intensidad de una
ausencia.
Aquel pasado es ciertamente un país lejano. Vivimos sobre
los recuerdos y las tradiciones, ocultas por la maleza y el olvido. Parte de la
vida yace enterrada en ese olvido del que quiere rescatarla la nostalgia
industrial, la curiosidad arqueológica. Se ha fluctuado desde el desinterés y
el olvido hasta la sublimación y la leyenda. En estos lugares nos dejamos
envolver por los recuerdos pensando que la memoria no es el territorio de la
nostalgia sino de la esperanza en el futuro, una esperanza que relampaguea como
el oro, o como la plata.
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