domingo, 7 de mayo de 2017

Centro Agrario de Marchamalo.




La profesora de Zoología de la Universidad de Alcalá de Henares, Dª Luisa Díaz Aranda, ha preparado una salida al Centro Agrario de Marchamalo -dependiente de la Consejería de Agricultura de Castilla-La Mancha- para el alumnado de la Universidad de Mayores, Campus de Alcalá, 1º de Ciencias. El 24 de abril de 2017 llegamos al funcional edificio de ladrillo, de líneas sobrias, dos plantas, amplias ventanas, entrada cubierta y pequeño jardín exterior donde deambulan tranquilamente unos pavos.

Iniciamos la visita dentro del edificio, donde nos comentan el trabajo que realizan, comenzando por el control de las razas autóctonas en peligro de extinción y ejemplificándolo en ovejas, cabras, gallinas, perdices y cangrejos. Sobre el ganado ovino y caprino se considera una raza en peligro de extinción, como la Alcarreña, cuando hay menos de 10.000 ejemplares. A pesar de su mejor calidad, el proceso de mezcla de razas, buscando más rentabilidad, les está perjudicando seriamente por lo que se intentan recuperar aunque no esté bien visto el racismo. Estamos en una pequeña habitación, apretados, fijos en un lugar, sésiles en medio terrestre.

El segundo punto de la visita es un laboratorio donde se analizan las características de los distintos tipos de miel y donde endulzamos la mañana probando la de colza, de un color más blanquecino, como de cera, y un sabor más dulce. Divididos en dos grupos, porque el espacio es pequeño, vemos unos pollos autóctonos en una simple caja con una luz que les da calor. Al lado hay una incubadora de donde vislumbramos unos huevos al trasluz de una pequeña lámpara, para apreciar sus distintas fases de formación.

La mañana va huyendo. Ya en el exterior vamos al gallinero, un amplio espacio delimitado por alambradas y dividido en dos partes comunicadas. Las gallinas y gallos, negros con la cresta muy roja destacando, salen a picotear la comida que se les echa. Es un buen día, de sol, y el calor va en aumento. El ritmo de la visita es muy lento, de tortuga. Ya es más de media mañana y no podemos ni tomar un café. Las gallinas están comiendo, pero nosotros, no.

Seguimos por otro edificio, con el letrero de “¡Precaución! Abejas trabajando” y el dibujo de una abeja antropomorfa, donde dos técnicos nos enseñan una colmena moderna y nos explican sus partes –piquera, cuadro, alzas, etc.-, las variaciones a lo largo del tiempo, los distintos tipos y tamaños de cuadros y cuál puede ser la formación óptima de las piezas intercambiables para un mejor rendimiento según las distintas teorías. Se lamentan de que algunas investigaciones no tienen trascendencia: aconsejan que se tenga las abejas en el menor número posible de colmenas, pero los apicultores no lo siguen porque las subvenciones se dirigen al número. Del reciclado de la cera sacada de los cuadros vemos las láminas o paneles de cera estampada, con dos caras que no son coincidentes aunque mantienen el hexágono como mejor diseño geométrico.

En las habitaciones aledañas, donde hay colmenas antiguas –corcho, tronco, barro, mimbre, etc.-, no como las movilistas modernas, vemos a las abejas trabajar en una colmena, en unos tarros de vidrio en la parte alta, y entendemos el proceso completo de extracción de la miel por medio de moderna maquinaria. Son las 14 horas cuando por fin nos vamos a poner los trajes de apicultor, blancos, con polainas blancas o amarillas -igual que los guantes-, y careta desmontable y unida por cremallera, que presenta un dimorfismo entre las nuestras y las de los técnicos. Así metamorfoseados, el monocromo grupo semeja astronautas a punto de comenzar el viaje.

Salimos al exterior, a la zona de las abejas, un gran espacio cuadrangular perimetrado por una tupida pantalla de altas arizónicas, en el que hay unas colmenas en instalación estante en grupos entre las que estalla la alegre primavera. El sol resplandece con fuerza en un claro cielo azul. Lucimos una homocromía defensiva a la que no afecta el color aposemático de las abejas, apis mellifera. El ahumador hace su trabajo y las abejas vuelan alrededor sin molestar –aunque alguna parece otro Apis, el toro sagrado de Menfis, por lo que estamos en tanatosis- o se concentran en la piquera tras hacer acopio de vida, así que no descubrimos la danza de Karl von Frish. Los técnicos abren alguna de las colmenas, sacan un cuadro con la espátula, retiran las abejas con un cepillo verde y nos enseñan la miel, operculada o sin opercular.

El traje apícola, tan cerrado, da calor. Todo está lleno de sol. Estamos parados al sol admirando este diálogo entre el hombre y la naturaleza. Obviamente, es el mejor momento de la visita. Aunque parezcamos miembros de alguna secta esotérica en una ceremonia de iniciación, estamos como zánganos atrapados en una telaraña, pero, finalmente, nadie presentará una reacción alérgica. Saliendo vemos el abrevadero de abejas, una mesa subdividida en cuadros llenos de guijarros. El sol permanece suspendido sobre la recalentada superficie. Nada interrumpe el azul del cielo.

Cuando terminamos el reloj marca las 15 horas y no hemos comido. Nos han hablado de lo exquisitas que son las chuletas de los corderos autóctonos y, no es que dudemos de su palabra, pero nos hubiera gustado comprobarlo. También nos han hablado de caracoles, pero no vemos ni un gasterópodo. A la visita le falta la comida siendo tales horas. No somos autótrofos como plantas, tenemos que comer. Con las idas y venidas por el recinto, tenemos a cero las reservas de glucógeno, andamos flotando a la deriva como una fragata portuguesa y el hambre nos está dejando asimétricos. A falta de comida, tenemos el postre: un tarro de miel, obsequio de la casa.


Hemos invadido el Centro como una plaga, como parásitos temporales, ectoparásitos, y los hospedadores accidentales nos combaten mandándonos a la calle sin comer. Con el recuerdo de la imagen de la Cueva de la araña –Bicorp, Valencia-, que siempre nos había impresionado, y agradeciendo al personal del Centro su amabilidad y a la profesora su interés por nosotros y por haber roto la monotonía de los días iguales, nos vamos con el buen sabor de boca de la visita, con la miel en los labios. 

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