Centro Agrario de Marchamalo.
La profesora de Zoología
de la Universidad de Alcalá de Henares, Dª Luisa Díaz Aranda, ha preparado una
salida al Centro Agrario de Marchamalo -dependiente de la Consejería de
Agricultura de Castilla-La Mancha- para el alumnado de la Universidad de
Mayores, Campus de Alcalá, 1º de Ciencias. El 24 de abril de 2017 llegamos al funcional
edificio de ladrillo, de líneas sobrias, dos plantas, amplias ventanas, entrada
cubierta y pequeño jardín exterior donde deambulan tranquilamente unos pavos.
Iniciamos la visita dentro
del edificio, donde nos comentan el trabajo que realizan, comenzando por el
control de las razas autóctonas en peligro de extinción y ejemplificándolo en
ovejas, cabras, gallinas, perdices y cangrejos. Sobre el ganado ovino y caprino
se considera una raza en peligro de extinción, como la Alcarreña, cuando hay
menos de 10.000 ejemplares. A pesar de su mejor calidad, el proceso de mezcla
de razas, buscando más rentabilidad, les está perjudicando seriamente por lo
que se intentan recuperar aunque no esté bien visto el racismo. Estamos en una
pequeña habitación, apretados, fijos en un lugar, sésiles en medio terrestre.
El segundo punto de la
visita es un laboratorio donde se analizan las características de los distintos
tipos de miel y donde endulzamos la mañana probando la de colza, de un color
más blanquecino, como de cera, y un sabor más dulce. Divididos en dos grupos,
porque el espacio es pequeño, vemos unos pollos autóctonos en una simple caja
con una luz que les da calor. Al lado hay una incubadora de donde vislumbramos
unos huevos al trasluz de una pequeña lámpara, para apreciar sus distintas
fases de formación.
La mañana va huyendo. Ya
en el exterior vamos al gallinero, un amplio espacio delimitado por alambradas
y dividido en dos partes comunicadas. Las gallinas y gallos, negros con la
cresta muy roja destacando, salen a picotear la comida que se les echa. Es un
buen día, de sol, y el calor va en aumento. El ritmo de la visita es muy lento,
de tortuga. Ya es más de media mañana y no podemos ni tomar un café. Las
gallinas están comiendo, pero nosotros, no.
Seguimos por otro
edificio, con el letrero de “¡Precaución! Abejas trabajando” y el dibujo de una
abeja antropomorfa, donde dos técnicos nos enseñan una colmena moderna y nos
explican sus partes –piquera, cuadro, alzas, etc.-, las variaciones a lo largo
del tiempo, los distintos tipos y tamaños de cuadros y cuál puede ser la
formación óptima de las piezas intercambiables para un mejor rendimiento según
las distintas teorías. Se lamentan de que algunas investigaciones no tienen
trascendencia: aconsejan que se tenga las abejas en el menor número posible de
colmenas, pero los apicultores no lo siguen porque las subvenciones se dirigen
al número. Del reciclado de la cera sacada de los cuadros vemos las láminas o
paneles de cera estampada, con dos caras que no son coincidentes aunque
mantienen el hexágono como mejor diseño geométrico.
En las habitaciones aledañas,
donde hay colmenas antiguas –corcho, tronco, barro, mimbre, etc.-, no como las
movilistas modernas, vemos a las abejas trabajar en una colmena, en unos tarros
de vidrio en la parte alta, y entendemos el proceso completo de extracción de
la miel por medio de moderna maquinaria. Son las 14 horas cuando por fin nos
vamos a poner los trajes de apicultor, blancos, con polainas blancas o
amarillas -igual que los guantes-, y careta desmontable y unida por cremallera,
que presenta un dimorfismo entre las nuestras y las de los técnicos. Así
metamorfoseados, el monocromo grupo semeja astronautas a punto de comenzar el
viaje.
Salimos al exterior, a la
zona de las abejas, un gran espacio cuadrangular perimetrado por una tupida
pantalla de altas arizónicas, en el que hay unas colmenas en instalación
estante en grupos entre las que estalla la alegre primavera. El sol resplandece con fuerza en un claro cielo azul. Lucimos una homocromía
defensiva a la que no afecta el color aposemático de las abejas, apis mellifera.
El ahumador hace su trabajo y las abejas vuelan alrededor sin molestar –aunque alguna
parece otro Apis, el toro sagrado de Menfis, por lo que estamos en tanatosis- o
se concentran en la piquera tras hacer acopio de vida, así que no descubrimos
la danza de Karl von Frish. Los técnicos abren alguna de las colmenas, sacan un
cuadro con la espátula, retiran las abejas con un cepillo verde y nos enseñan
la miel, operculada o sin opercular.
El traje apícola, tan
cerrado, da calor. Todo está lleno de sol. Estamos parados al sol admirando
este diálogo entre el hombre y la naturaleza. Obviamente, es el mejor momento
de la visita. Aunque parezcamos miembros de alguna secta esotérica en una
ceremonia de iniciación, estamos como zánganos atrapados en una telaraña, pero,
finalmente, nadie presentará una reacción alérgica. Saliendo vemos el
abrevadero de abejas, una mesa subdividida en cuadros llenos de guijarros. El
sol permanece suspendido sobre la recalentada superficie. Nada interrumpe el
azul del cielo.
Cuando terminamos el reloj
marca las 15 horas y no hemos comido. Nos han hablado de lo exquisitas que son
las chuletas de los corderos autóctonos y, no es que dudemos de su palabra,
pero nos hubiera gustado comprobarlo. También nos han hablado de caracoles,
pero no vemos ni un gasterópodo. A la visita le falta la comida siendo tales
horas. No somos autótrofos como plantas, tenemos que comer. Con las idas y
venidas por el recinto, tenemos a cero las reservas de glucógeno, andamos
flotando a la deriva como una fragata portuguesa y el hambre nos está dejando
asimétricos. A falta de comida, tenemos el postre: un tarro de miel, obsequio
de la casa.
Hemos invadido el Centro
como una plaga, como parásitos temporales, ectoparásitos, y los hospedadores
accidentales nos combaten mandándonos a la calle sin comer. Con el recuerdo de
la imagen de la Cueva de la araña –Bicorp, Valencia-, que siempre nos había
impresionado, y agradeciendo al personal del Centro su amabilidad y a la
profesora su interés por nosotros y por haber roto la monotonía de los días
iguales, nos vamos con el buen sabor de boca de la visita, con la miel en los
labios.
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