Los caciques.
La sencillez de Carlos Arniches –considerado de la
Generación del 98- queda plasmada en el gesto de rechazar, al volver a España
en 1940, su nombre en una calle del Barrio de Salamanca, como le proponía el
alcalde Alberto Alcocer, y aceptarla en el Rastro, donde había sido acogido y
donde aprendió el lenguaje costumbrista, castizo y chulesco, que recreó de
forma magistral. Sin embargo, su
teatro, ahora anticuado y superado, tiene
muchas más pretensiones y está vigente por su valor de denuncia, de crítica social
y política.
Según los críticos, La Señorita de Trévelez (1916) y Los
Caciques son sus obras de mayor denuncia social. Esta última es la que nos
interesa ahora. Fue estrenada en 1920 en el teatro de la Comedia de Madrid,
donde tuvieron lugar otros hechos importantes: 1914,
conferencia “Vieja y Nueva
Política”, de José Ortega y Gasset; 1919, congreso de la CNT en que se adhirió
a la Internacional comunista; 1933, Discurso de fundación de Falange Española,
por José Antonio Primo de Rivera. Su historia, una versión de El Inspector de
Nikolai Gogol, es la de un Ayuntamiento corrupto –tema de absoluta actualidad- que se enfrenta a una inspección sorpresa, condimentada con una confusión de identidades.
Con la apariencia de una comedia de enredo, esconde una
crítica feroz aunque a través del humor, usado como arma, como muy válido y
poderoso instrumento. La corrupción parece sobrevivir a cualquier cosa,
ejemplificándose en un alcalde con más de treinta
años en el poder, y el hecho
de que ahora se refiera al pasado sirve para comprobar lo poco que se ha
avanzado. Los personajes de una pequeña población, de acusado casticismo y
paletismo, sufren –los más- o se benefician –los menos (D. Régulo cobra como
matrona de consumos)- de la situación, pero, como se dice al final, “Los
españoles no seremos felices, hasta que no acabemos de una vez para siempre con los caciques”.
Los Caciques, farsa cómica de costumbres de política
rural en tres actos, ha sido representada por la Compañía de Teatro Alkalá
Nahar de Alcalá de Henares, dirigida por Saturnino Niño Gutiérrez, en el
Auditorio de la misma ciudad, lleno de público, con alguna modificación sobre
el libreto original que anima más, si cabe, la obra.
Las características de los personajes y su
caracterización son las que corresponden a los dos mundos enfrentados, el
urbano y el rural, la ciudad y el pueblo. Al primero corresponden el médico, el
secretario, el tío –que se carga de dignidad- y el delegado; el resto son del
segundo. La diferencia se aprecia claramente en la vestimenta, trajeados los primeros
más D. Régulo y el alcalde cuando quiere aparentar, y con atuendo rural los
demás. Alguno lleva más lejos su apariencia haciéndose acompañar con un gran
garrote o incluso algún arma blanca o de fuego, como Carlanca, metamorfoseado
en antañón guerrillero trabucaire.
Las distintas caracterizaciones se reflejan también en la
actitud, más refinada o ruda, respectivamente. Un personaje especial en este
sentido es el secretario, que, aunque en el fondo es igual a los del pueblo, es
más sibilino, más sutil, aunque termine adoptando medidas heroicas arrojando un
petardo a la cara del tío. El nombre de los personajes ya anuncia su atributo:
Acisclo Arrambla Pael, Perniles, Garibaldi, Morrones, etc. El antiguo
representante se
llama Demetrio Sánchez Cunero, segundo apellido que corresponde
al candidato de un partido político que se presenta por una circunscripción
electoral a la que no pertenece. Y, naturalmente, las diferencias se notan del
mismo modo en el lenguaje, más cuidado y ampuloso en los de ciudad, más
costumbrista en los del pueblo, siendo antológica la floripóndica competición
oratoria entre el tío y el secretario.
El lenguaje de la obra está lleno de equívocos, juegos de
palabras, etc., con el objeto de provocar la risa en los espectadores, siendo
bastante común a todos los personajes: “Se subió a un árbol. Pues ya no tiene
edad para andarse por las ramas”, “Igualdá. Igual da, pero quítatelo”, etc. Estos
giros graciosos del lenguaje también se refieren, lógicamente, a la situación
política, eje central de la obra: “Cojan ustedes los taburetes que las sillas
son para los amigos políticos”, “Que me ha tirao dos coces el macho, porque lo
tienen
enseñao a cocear a los republicanos”, “Como yo sé que tú llevas los
libros de una forma especial, como persona que sabe muy bien lo que se lleva”,
etc. A pesar de esta apariencia alegre y desenfadada, el mensaje político está
muy claro y el lenguaje se torna serio y profundo en algunas sustanciosas
conversaciones: “Porque aquí, para que le dejen respirar a uno y no le quemen
la cosecha y le maten el ganao, tie que votar lo que usté quiera y ser esclavo
de usté”.
La antigüedad de la obra queda patente en algunos
detalles como un mechero al que en vez de bencina le echan anís del Mono y en
referencias a la actualidad (una realidad como un rascacielos), a los políticos
de la época (Sánchez de Toca, La Cierva, Lerroux, Sagasta) o a los literatos
(Azorín), que no es fácil que sean entendidas por el público y que podrían
suprimirse sin perjuicio. Sin embargo, siempre son de actualidad los temas
tratados, machismo, celos, violencia, y, por supuesto, la corrupción política.
El elenco de actores demuestra una capacitación técnica y
una unidad interpretativa encomiables, fruto sin duda del trabajo conjunto con
el director. Todos están muy metidos en su papel, tanto con texto como sin él,
demostrando el arte de la totalidad de la teoría teatral como unificación de
los distintos lenguajes, el texto y
la expresión corporal. La expresión
gestual, dentro de su sencillez, revela claramente el pensamiento, parte de las
ideas con las que concuerda y sincroniza. En algún caso hay gestos
innecesarios, exagerados, propios de la pantomima, repetitivos, que no
responden a la diversidad: los antiguos decían que las cosas dos veces
repetidas agradan, sin embargo, más de dos veces pueden desagradar. No debe
buscarse la risa fácil. No obstante, lo anterior queda compensado por la
expresión de un teatro más moderno en algunos momentos, en el que el silencio es más poderoso que las palabras, que se acercaría, salvando las distancias, a una de las formas teatrales más antiguas del mundo, el Kathakali, originario de la India, que incluye un complicado lenguaje de gestos y movimientos del cuerpo, o al teatro gestual, caracterizado por el uso del lenguaje corporal como elemento primero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario