martes, 23 de mayo de 2017

Cabañeros: Ruta del Boquerón del Estena.

El alumnado de 1º de Ciencias de la Universidad de Mayores de Alcalá de Henares se pone de nuevo en marcha, esta vez bajo la impecable organización de Carlos, que nos lleva a Navas de Estena, en los aledaños del Parque Nacional de Cabañeros. Antes, desde Retuerta del Bullaque vamos a Horcajo de los Montes atravesando el parque por la carretera CM-4017, que bordea varias sierras atravesando zonas de matorral de jaras, brezos y madroños, de pedrizas y de bosque. Antes de llegar a Horcajo entramos en el Centro de Visitantes.

En esta magnífica instalación, una amable guía nos conduce por un itinerario interpretativo que atraviesa la situación de la fauna del parque a lo largo de las estaciones y las zonas geográficas por medio de escenificaciones didácticas y material audiovisual interactivo. Un video nos enseña la situación del Centro en el cercano paisaje, incidiendo en las antiguas cabañas, que dan nombre al Parque. Se termina la visita en la Quintería, con la reseña de la encina como el árbol de la vida y la inmortalidad.

Desandamos el camino por la misma carretera y volvemos a atravesar el Parque, situado entre las provincias de Toledo y Ciudad Real, limitado al E por el río Bullaque y al O por el Estena y abarcando el macizo Rocigalgo. El paisaje tiene dos grandes unidades: la raña o llanura y las sierras. La pertenencia a la ciudad de Toledo le dio nombre a la zona, en la que estuvieron reguladas las actividades productivas para conservar los recursos naturales. El Parque tienen tres grupos de formaciones vegetales: bosques, matorrales y herbazales (en la raña). En la fauna hay que destacar al ciervo, con el espectáculo de la berrea otoñal, buitres, águilas, cigüeñas, cernícalo, avutarda, jabalíes, etc., y peces autóctonos como el jarabugo.

Al llegar a Retuerta giramos a la izquierda hasta Navas de Estena, paramos en la plaza del Ayuntamiento, con una escultura de un ciervo, y vamos a un restaurante a comer venado, naturalmente. El vino no es gran cosa, pero sí la ocasión. Después llegamos al Centro de Información donde nos reciben los ballesteros de las mangas verdes y donde vemos unos paneles con información histórica y geológica y una exposición de fósiles.

Los paneles trazan una rápida historia de la zona, desde la reconquista para ser tierra de nadie, pasando por la lenta repoblación del s. XII, con los templarios en Montalbán, por la donación real al arzobispo de Toledo D. Rodrigo Jiménez de Rada, y por la permuta y posterior venta al Concejo de Toledo en 1246, dominio señorial que le dará nombre. La aparición de los golfines, bandoleros, forzó la institucionalización de la Hermandad, que pervivirá hasta la desamortización de 1835 y la formación de grandes fincas privadas. Ante la presión del Ministerio de Defensa en 1988 de instalar un polígono de tiro, la Junta lo declaró Parque Natural y en 1995 fue declarado Parque Nacional, siendo el 55% de propiedad pública.

Llega nuestro guía, Gilfer, y salimos hasta el aparcamiento situado a un km del pueblo, vigilado desde lo alto por la ermita de Nª Sª de la Antigua. En el año que avanza, el calor crece. Bajo un cielo azul de escasas y deshilachadas nubes, iniciamos perezosamente la Ruta del Boquerón -6,5 km de longitud, de baja dificultad, unas tres horas- cruzando el arroyo del Chorrillo por un puente rústico, junto a un alcornoque descorchado, y siguiendo la pista en medio del bosque mediterráneo que se abre paso en las estribaciones de la sierra por un trayecto de gran valor paisajístico y botánico que Gilfer nos muestra detenidamente, porque bajo su natural apariencia humilde y sencilla esconde un profundo conocimiento del tema. Caminando adquirimos el sentido del espacio.

Las rocas nos descubren la geología. En un viaje en el tiempo de 470 millones de años vemos sucesivamente huellas de anémonas de mar, de un gusano gigante, de los desplazamientos de los trilobites que dominaban los mares del Ordovícico (cruzianas), de una época en la que la Península Ibérica estaba sumergida bajo un mar poco profundo que también ha dejado su huella en las rizaduras del oleaje. Ahora otro oleaje, humano, atraviesa la fragosidad del terreno, esta tierra áspera pero apacible, este paisaje desgarrado, de agreste belleza, testigo de tantas edades pasadas, este estallido de naturaleza, este paisaje que acariciamos con la mirada y respiramos como un perfume.

Las rocas son de dos tipos: pizarras y cuarcitas. Sumergidos en el verde vemos zonas cuarcíticas al descubierto, que ponen en contraste su color de hierro oxidado, zonas de contraste geológico con distintos tipos de plegamientos. Es la discordancia toledánica. Pasamos entre las Torres de Estena, brecha de falla, cerca de los crestones de cuarcita de la Sierra de Fuente Fría cargados de viento, hielos y soledad. La ruta se quiebra en este bravo paisaje. Las altas cumbres, como guardianes del territorio, vigilan nuestro paso mientras leemos en las cimas y en los desfiladeros la lección eterna de la Naturaleza. En la apoteosis geológica del cañón, en este despliegue de transformaciones, se percibe el ímpetu geológico de la serranía. Parece que el tiempo es otro, un tiempo geológico.

El río Estena, que ha nacido al pie del macizo del Rocigalgo, se nos aparece tras el Boquerón –boca grande- en su curso alto, bello y salvaje, con gran calidad de sus aguas, conciencia del paisaje, que mantienen una rica biodiversidad. No lleva mucha agua, pero baja rumoroso por pequeñas cascadas entre las piedras.


A lo largo del recorrido hay varios paneles informativos. El primero en el Risco Tirapanes, escenario que nos acerca a oficios de otros tiempos, promontorio rocoso desde donde las familias lanzaban víveres a los pastores y carboneros que no podían vadear el río. Todavía queda algún rebaño de cabras y todavía se hace picón. Otra actividad artesanal y sostenible es la del corchero. Al pie de una de las torres del Estena, vivió en una cueva hasta 1932 un ermitaño conocido como el Tío Cestero que fabricaba cestas de mimbre para vivir del trueque. Es toda una cultura, vieja como los árboles, cultura de piedra y de bosques solitarios, que el río ha alimentado con sus aguas y que ahora arrastra poco a poco hacia el olvido. La historia se deshace entre el susurro de las hojas y el fluir del agua.

Gilfer nos exhorta a dilatar la mirada sobre las copas de los árboles y detectar detalles como los alcornoques que levantan por encima de las encinas y algún tejo solitario, antes de llegar a una fuente, cuyo murmullo suave y apacible deposita un bálsamo sobre el calor de este paseo contemplativo fatigando los confines del Parque. Se acaba la pista y por una senda algo complicada se baja al río, que se cruza por otro puentecillo. Seguimos por el estrecho valle inundado de verde y salimos de las estrecheces de la senda acosada por el bosque a una zona que, sin desprenderse de su escolta vegetal, resulta más desahogada y en la que aparecen las trazas de un antiguo proyecto de carretera. No vemos animales, pero sí restos de su existencia.

Otro panel informativo nos habla de los tres bosques del río. El mediterráneo (encina, quejigo, alcornoque y roble), el de ribera (cobertura riparia, fresnos, sauces, alisos) y el relicto (tejo, acebo). Sobrecoge la fuerza de la naturaleza con enormes canchales en lo alto, árboles que rompen las rocas al entrometerse las raíces, etc., cuando llegamos hasta la valla que impide el paso, al lado de la Sierra del Maíllo, y damos la vuelta. Nuestra cultura es de cambios continuos mientras, en cambio, todo esto permanece. Estos paisajes no cumplen años, se diría que no sufren el paso del tiempo que parece congelado. Estaticidad del paisaje y del tiempo.


Aunque el regreso lo hacemos casi todo bajo una protectora sombra, ha hecho calor, por lo que al llegar al pueblo vamos al bar a recuperar líquidos para evitar la deshidratación. Después, la última parada en un alto desde donde, en la amplia raña ahora crepuscular, vemos a los protagonistas indiscutibles del parque. Un buen final para una magnífica excursión. Gracias, Carlos.

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