Cabañeros: Ruta del Boquerón del Estena.
El alumnado de 1º de Ciencias de la Universidad de
Mayores de Alcalá de Henares se pone de nuevo en marcha, esta vez bajo la
impecable organización de Carlos, que nos lleva a Navas de Estena, en los
aledaños del Parque Nacional de Cabañeros. Antes, desde Retuerta del Bullaque
vamos a Horcajo de los Montes
atravesando el parque por la carretera CM-4017, que bordea varias sierras atravesando
zonas de matorral de jaras, brezos y madroños, de pedrizas y de bosque. Antes
de llegar a Horcajo entramos en el Centro de Visitantes.
En esta magnífica instalación, una amable guía nos
conduce por un itinerario interpretativo que atraviesa la situación de la fauna
del parque a lo largo de las estaciones y las zonas geográficas por medio de
escenificaciones didácticas y material audiovisual interactivo. Un video nos
enseña la situación del Centro en el cercano paisaje, incidiendo en las
antiguas cabañas, que dan nombre al Parque. Se termina la visita en la
Quintería, con la reseña de la encina como el árbol de la vida y la
inmortalidad.
Desandamos el camino por la misma carretera y volvemos a
atravesar el Parque, situado entre las provincias de Toledo y Ciudad Real, limitado
al E por el río Bullaque y al O por el Estena y abarcando el macizo Rocigalgo.
El paisaje tiene dos grandes unidades: la raña o llanura y las sierras. La
pertenencia a la ciudad de Toledo le dio nombre a la zona, en la que estuvieron
reguladas las actividades productivas para conservar los recursos naturales. El Parque tienen tres grupos de formaciones vegetales:
bosques, matorrales y herbazales (en la raña). En la fauna hay que destacar al
ciervo, con el espectáculo de la berrea otoñal, buitres, águilas, cigüeñas,
cernícalo, avutarda, jabalíes, etc., y peces autóctonos como el jarabugo.
Al llegar a Retuerta giramos a la izquierda hasta Navas de Estena, paramos en la plaza
del Ayuntamiento, con una escultura de un ciervo, y vamos a un restaurante a
comer venado, naturalmente. El vino no es gran cosa, pero sí la ocasión. Después
llegamos al Centro de Información donde nos reciben los ballesteros de las
mangas verdes y donde vemos unos paneles con información histórica y geológica
y una exposición de fósiles.
Los paneles trazan una rápida historia de la zona, desde
la reconquista para ser tierra de nadie, pasando por la lenta repoblación del
s. XII, con los templarios en Montalbán, por la donación real al arzobispo de
Toledo D. Rodrigo Jiménez de Rada, y por la permuta y posterior venta al Concejo
de Toledo en 1246, dominio señorial que le dará nombre. La aparición de los
golfines, bandoleros, forzó la institucionalización de la Hermandad, que
pervivirá hasta la desamortización de 1835 y la formación de grandes fincas
privadas. Ante la presión del Ministerio de Defensa en 1988 de instalar un
polígono de tiro, la Junta lo declaró Parque Natural y en 1995 fue declarado
Parque Nacional, siendo el 55% de propiedad pública.
Llega nuestro guía, Gilfer, y salimos hasta el aparcamiento
situado a un km del pueblo, vigilado desde lo alto por la ermita de Nª Sª de la
Antigua. En el año que avanza, el calor crece. Bajo un cielo azul de escasas y
deshilachadas nubes, iniciamos perezosamente la Ruta del Boquerón -6,5 km de longitud, de baja dificultad, unas
tres horas- cruzando el arroyo del
Chorrillo por un puente rústico, junto a un alcornoque descorchado, y siguiendo
la pista en medio del bosque mediterráneo que se abre paso en las estribaciones
de la sierra por un trayecto de gran valor paisajístico y botánico que Gilfer
nos muestra detenidamente, porque bajo su natural apariencia humilde y sencilla
esconde un profundo conocimiento del tema. Caminando adquirimos el sentido del
espacio.
Las rocas nos descubren la geología. En un viaje en el
tiempo de 470 millones de años vemos sucesivamente huellas de anémonas de mar,
de un gusano gigante, de los desplazamientos de los trilobites que dominaban
los mares del Ordovícico (cruzianas), de una época en la que la Península
Ibérica estaba sumergida bajo un mar poco profundo que también ha dejado su
huella en las rizaduras del oleaje. Ahora otro oleaje, humano, atraviesa la
fragosidad del terreno, esta tierra áspera pero apacible, este paisaje
desgarrado, de agreste belleza, testigo de tantas edades pasadas, este
estallido de naturaleza, este paisaje que acariciamos con la mirada y
respiramos como un perfume.
Las rocas son de dos tipos: pizarras y cuarcitas. Sumergidos
en el verde vemos zonas cuarcíticas al descubierto, que ponen en contraste su
color de hierro oxidado, zonas de contraste geológico con distintos tipos de
plegamientos. Es la discordancia toledánica. Pasamos entre las Torres de
Estena, brecha de falla, cerca de los crestones de cuarcita de la Sierra de
Fuente Fría cargados de viento, hielos y soledad. La ruta se quiebra en este
bravo paisaje. Las altas cumbres, como guardianes del territorio, vigilan
nuestro paso mientras leemos en las cimas y en los desfiladeros la lección
eterna de la Naturaleza. En la apoteosis geológica del cañón, en este
despliegue de transformaciones, se percibe el ímpetu geológico de la serranía.
Parece que el tiempo es otro, un tiempo geológico.
El río Estena, que ha nacido al pie del macizo del
Rocigalgo, se nos aparece tras el Boquerón –boca grande- en su curso alto,
bello y salvaje, con gran calidad de sus aguas, conciencia del paisaje, que
mantienen una rica biodiversidad. No lleva mucha agua, pero baja rumoroso por
pequeñas cascadas entre las piedras.
A lo largo del recorrido hay varios paneles informativos.
El primero en el Risco Tirapanes, escenario que nos acerca a oficios de otros
tiempos, promontorio rocoso desde donde las familias lanzaban víveres a los
pastores y carboneros que no podían vadear el río. Todavía queda algún rebaño
de cabras y todavía se hace picón. Otra actividad artesanal y sostenible es la
del corchero. Al pie de una de las torres del Estena, vivió en una cueva hasta
1932 un ermitaño conocido como el Tío Cestero que fabricaba cestas de mimbre
para vivir del trueque. Es toda una cultura, vieja como los árboles, cultura de
piedra y de bosques solitarios, que el río ha alimentado con sus aguas y que
ahora arrastra poco a poco hacia el olvido. La historia se deshace entre el
susurro de las hojas y el fluir del agua.
Gilfer nos exhorta a dilatar la mirada sobre las copas de
los árboles y detectar detalles como los alcornoques que levantan por encima de
las encinas y algún tejo solitario, antes de llegar a una fuente, cuyo murmullo
suave y apacible deposita un bálsamo sobre el calor de este paseo contemplativo
fatigando los confines del Parque. Se acaba la pista y por una senda algo
complicada se baja al río, que se cruza por otro puentecillo. Seguimos por el
estrecho valle inundado de verde y salimos de las estrecheces de la senda
acosada por el bosque a una zona que, sin desprenderse de su escolta vegetal,
resulta más desahogada y en la que aparecen las trazas de un antiguo proyecto
de carretera. No vemos animales, pero sí restos de su existencia.
Otro panel informativo nos habla de los tres bosques del
río. El mediterráneo (encina, quejigo, alcornoque y roble), el de ribera
(cobertura riparia, fresnos, sauces, alisos) y el relicto (tejo, acebo). Sobrecoge
la fuerza de la naturaleza con enormes canchales en lo alto, árboles que rompen
las rocas al entrometerse las raíces, etc., cuando llegamos hasta la valla que
impide el paso, al lado de la Sierra del Maíllo, y damos la vuelta. Nuestra
cultura es de cambios continuos mientras, en cambio, todo esto permanece. Estos
paisajes no cumplen años, se diría que no sufren el paso del tiempo que parece
congelado. Estaticidad del paisaje y del tiempo.
Aunque el regreso lo hacemos casi todo bajo una
protectora sombra, ha hecho calor, por lo que al llegar al pueblo vamos al bar
a recuperar líquidos para evitar la deshidratación. Después, la última parada
en un alto desde donde, en la amplia raña ahora crepuscular, vemos a los
protagonistas indiscutibles del parque. Un buen final para una magnífica
excursión. Gracias, Carlos.
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