Monasterio de Monsalud
Al lado del arroyo que desde las alturas alcarreñas de
Casasana baja hasta el valle del Guadiela, en la localidad de Córcoles
(Guadalajara), se asientan unas ruinas bellas y románticas, el solemne
esqueleto del antiguo monasterio cisterciense de Santa María de Monsalud.
Su origen se pierde en la nebulosa del tiempo. Se cita a
los reyes visigodos Amalarico y Clotilde como constructores de la primera
ermita dedicada a la virgen de Monsalud, pero la creación del cenobio debió
responder a la creación de un centro económico que gestionara la repoblación de
estas tierras. Los “monjes blancos” tenían acreditado el buen hacer en las faenas
agrícolas y en la implantación de comunidades estables. Parece que la primitiva
fundación estuvo algo más al Norte, en la orilla derecha del Tajo, término de
Auñón, donde se levanta la ermita de Ntra. Sra. del Madroñal, por mano de
Alfonso VII. Después se trasladaría al término de Córcoles.
Los primeros datos fiables son del siglo XII, cuando Juan
de Treves, poderoso canónigo de la catedral de Toledo y arcediano de Huete,
cedió los terrenos y donó la aldea de Córcoles y sus tierras, lo que confirmó el
rey Alfonso VIII de Castilla, que acudió aquí buscando remedio para sus
tristezas y dolencias del corazón tras la toma de Cuenca. Así se creó el primer
y más antiguo cenobio de la provincia de Guadalajara. La casa madre era el
monasterio cartujo de Scala Dei, de donde procedía su primer abad, Fortún
Donato –discípulo de San Bernardo de Claraval, ideólogo del Cister-, y algunos
de los posteriores. El monasterio ocupó el lugar de una ermita muy venerada,
que cristianizaría anteriores cultos sanatorios de remoto origen pagano.
La devoción a la virgen de Monsalud –abogada contra la
rabia, las aflicciones y melancolía del corazón, los endemoniados y el mal de
ojo- hizo que se convirtiera en un importante foco de peregrinación, lo que
quizá ayudó a su función repobladora, en la que tuvo unión con la Orden de
Calatrava hasta el punto de que Nuño de Quiñones, gran maestre, y Don Sancho,
Comendador, estuvieron enterrados en el claustro, donde hay lápidas a la
entrada de la sala capitular y cruces pintadas en algunas paredes.
Los sucesivos reyes fueron confirmando las mercedes de
sus antecesores y haciendo nuevas donaciones. A los primeros abades, quizá
franceses, sucedieron españoles ya en el siglo XV. La despreocupación de
algunos llevó al monasterio a un estado de abandono. Aplicando la reforma de
Cisneros, en 1538, pasó a la Observancia de Castilla teniendo que utilizarse la
fuerza en nombre de fray Ambrosio de Guevara, General Reformador del Císter en
España. A partir de este momento resurgió y alcanzó importancia de nuevo,
aunque decaería lentamente. Con la desamortización de Mendizábal llegó su
clausura y paso de sus edificios a manos públicas.
A pesar de su ruina, es posible ver las estructuras
arquitectónicas que lo componían, para lo que la lluvia nos da una tregua. El
recinto y la huerta estaban rodeados por una cerca de piedra con garitones
esquineros. A la entrada, un barbado Padre Eterno, junto con San Benito y San
Bernardo nos dan la bienvenida desde el frontis de la magnífica portería, s.
XVII. Cruzamos el espacio abierto hasta Información y empezamos la visita
cruzando la portada principal -renacentista, rematada con el escudo de la
Congregación Cisterciense de Castilla-, que da paso al vestíbulo, de bella
bóveda estrellada, desde donde se pasaba a la hospedería y al claustro –s. XVI,
gótico-, que todavía conserva tres de sus lados cubiertos.
En el lado izquierdo, Norte, está la escalera por la que
se accedía al dormitorio de novicios y planta de conversos y a la cocina. En el
exterior estaba la gran bodega. En la esquina, hacia el Norte, el refectorio y
la celda abacial. En el lado Este, sin cubrir, se abre la escalera que asciende
hasta el dormitorio de monjes –encima de la sala capitular- y a un paso hacia
el coro de la iglesia. Directamente se accede, por arco apuntado en medio de
dos ventanales, a la gran Sala Capitular, el espacio más bello y evocador: dos
naves divididas
en tres tramos por columnas centrales, capiteles de tema
vegetal y bóvedas de complicada crucería. Aunque puede reproducir la estructura
original, parece ser del s. XVI, del mismo tiempo que el claustro.Desde la antigua sacristía, al lado de la nueva, se pasa a la iglesia, que se sitúa al sur del claustro, lo contrario de lo que era habitual. La estética cisterciense –sobriedad, austeridad, elegancia- está presente en su contundente construcción es de fines del s. XII o
comienzos del XIII, sobre la inicial estructura románica: tres naves, más alta la central, con dos tramos, amplio crucero, tres ábsides –tres monjes decían misa al mismo tiempo, románicos los laterales-, bóvedas de crucería sobre pilastras. Lo más curioso es el lavamanos del ábside central, con arcos polilobulados y lacerías de influencia mudéjar. La portada, en el muro de poniente, es de arco rebajado, fin s. XV, aunque hacia la huerta hay otra puerta abierta en el muro Sur del crucero, románica. Aquí es donde más se aprecian las obras
de restauración y consolidación llevadas a cabo en el monasterio. Además pueden verse una magnífica escultura en alabastro de la virgen de Monsalud y una exposición temporal sobre la brujería en la Alcarria.
En la actualidad está considerado como Bien de Interés
Cultural y ha sido objeto de varias actuaciones en las últimas décadas por
parte de un Taller de Restauración que han detenido su deterioro y han
arreglado y afianzado algunos elementos. Hablamos con el guía que nos cuenta lo
que se ha hecho y nos dice que no han ningún plan nuevo de restauración. Está
barriendo el claustro y comenta que la arena que recoge es la que cae de las piedras,
que el lento proceso de desgaste continúa.
A pesar de la ruina, la visita se hace sin peligro. De
nuevo en el exterior, se aprecia el aura pacífica y romántica del lugar lleno
de lejanos recuerdos. La lluvia regresa cuando nos vamos.
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