miércoles, 18 de enero de 2017

Río Ungría.




La mañana de un día de mediados de enero está despejada y fresca, así que, desde el punto de encuentro en San Ginés, llegamos al avituallamiento en Torija –café y churros- antes de dirigirnos a Fuentes de la Alcarria, situado en una estrecha lengua de tierra al borde de las empinadas laderas de dos profundos valles. Vamos a recorrer una parte de los 30 kms del río Ungría, afluente del Tajuña por su derecha, que ha horadado un estrecho valle en el páramo de la Alcarria en el que va encajado.

Desde los 981 m de altitud de Fuentes bajamos con David, por carretera que se despeña en curvas, hasta los 812 de Valdesaz, quizá “valle de los sauces”, que fue aldea de Hita y perteneciente al señorío episcopal del Arzobispado de Toledo en el s. XIII, estuvo incluido en el señorío de Fuentes en el s. XVI, fue villa en 1672 y es pedanía de Brihuega desde 1970. Damos una rápida vuelta viendo la Iglesia Parroquial de la Inmaculada Concepción (s. XVI), la ermita de Ntra Sra de la Soledad (s. XVII) y la fuente “de arriba” (s. XVIII) y comprobando cómo este pueblo, desdeñoso ante la pompa y alboroto del turismo, conserva su antañón sabor alcarreño. En este lugar, sumido en la eternidad del invierno, remontamos el tiempo.

Carlos, el jefe de este grupo senderista de Guadalajara, da la salida desde la fuente –que interpreta una canción de agua- de 1999 siguiendo un camino de concentración, ancho y bueno, que recorre el fondo plano del valle por la margen izquierda del Ungría, limitado por unas lomas cubiertas de vegetación arbórea –robles abajo y encinas en lo alto- y arbustiva. A la derecha, campos de cereal cosechados pero sin arar. En este tramo casi no existe la
vegetación de ribera y el río sigue un trazado recto, artificial. Bajo un cielo despejado, casi sin nubes,
Caspueñas
vamos por la umbría, con poca luz y fuertes contrastes, con el contrapunto luminoso de la otra ladera. El otoño desnudó los árboles y el invierno les está dando el color del frío. La gran abundancia de arbustos de clematis vitalba (gracias, Socorro) que orla y custodia el camino ve pasar al grupo de colorista indumentaria, todos con el rostro limpio de prisa, desenchufados del mundo diario, aunque alguno vaya enredado en sus emociones.

Desde un pequeño alto se aprecia la largura del valle y la vegetación de ribera en el río, que reaparece; chopos altos como agujas de catedrales. Al otro lado del valle va la carretera GU-908 y a ambos lados aparecen casas hasta llegar a la altura de Caspueñas, soñoliento, apoyado indolentemente en la ladera soleada. Alguna de las casas privadas que hemos visto fueron molinos, de los que el río tuvo hasta nueve, dado el monocultivo cerealista del páramo. Todos los pueblos tenían uno al menos, pero Caspueñas tuvo tres. Su origen fue medieval y en el s. XX se reconvirtieron en pequeñas centrales eléctricas.

El pelotón senderista se ha reagrupado al lado de una fuente de tres caños, desde donde el camino asciende, permitiendo ver mejor Caspueñas, al otro lado, y el resto del valle. El camino en ascenso gira a la izquierda en perpendicular al río y nos saca del valle. En giro a la derecha, entre campos cultivados del páramo –con el verde del cereal asomando brillante de la tierra parda- llegamos a Valdeavellano. Hemos ascendido hasta los 964 m y se nota más el viento, mientras el cielo se cubre de nubes viajeras. La mañana avanza sobre el valle y, en lo alto del cielo, el sol alumbra el mediodía. Llegamos a una de las cuatro ermitas que cristianizaban las salidas del pueblo, la de San Roque, cuya devoción debió estar originada por las pestes del s. XVI. Cruzamos el pueblo viendo las entradas de bodegas subterráneas y, en un alto, la ermita de la Soledad, donde al parecer estuvo la horca.

Bajamos hasta la plaza del Ayuntamiento, con una bonita picota en el centro. Tiene cuatro gradas cuadradas que sostienen el pedestal de base cuadrada, con la fecha 1554, que sustenta el fuste cilíndrico estriado y rematado por capitel con cuatro salientes que representan cabezas de leones, coronado por un florón. Sentados en las gradas,  sintiendo la caricia del sol y la helada eternidad que desprende la piedra, Carmen, originaria del pueblo, nos cuenta su historia acercándose a la nostalgia. Continuamos por la iglesia parroquial de Stª Mª Magdalena, de origen románico, s. XII, con el añadido en el s. XVII de la nave norte. Bajo galería porticada de cinco arcos apuntados está la bonita portada, formada por seis arquivoltas sencillas (baquetón en zigzag, entrelazados) apoyadas en columnas que sostienen capiteles con motivos vegetales e historiados (un pastor tocando la flauta rodeado de cabras y otro con una cabra y un perro subidos a un árbol). En el interior, pila bautismal del s. XIII, pinturas góticas en la viga del coro y tumba de un Labastida. Conserva el ábside semicircular y esbelta espadaña con dos campanas. Se nos traga el pasado; es más que una sensación, un sentimiento.

Seguimos bajando hasta la calle del Sartenazo para ver el arco de Los Labastida, alaveses que vinieron acompañando a los Mendoza y que compraron el pueblo en el s. XVI. El arco, neoclásico, es lo único que queda de la casona, ubicada en lo que ahora es un curioso patio de vecinos. La última parada es en un completo conjunto formado por la “fuente del menudo”, donde se limpiaba la matanza, el lavadero de dos pilas cubierto, la fuente mora o “de los ocho caños” (fuente-abrevadero, gran frontón con el escudo de Castilla-León, s. XVI), que abastecía a la población y al ganado, y un antiguo molino de aceite, accionado por estas aguas. Realidad atemporal: el presente y el pasado se fusionan.

Desde aquí, un sendero en fuerte bajada, en dirección a Atanzón que se ve en lo alto al otro lado del valle, por entre paisaje de encinas, frondosas en el arroyo, olivos y mucha clematis vitalba, que platea bajo el sol poniendo un punto de luz en el oscuro color del monte, nos deja en el camino por el que emprendemos el regreso. En algún punto han asomado crestas calizas que han dejado caer grandes rocas hasta el camino. El tiempo ha cambiado algo: amaina algo el viento y las nubes oscuras toman el cielo. Juncos y espadañas crecen al lado del caz de un antiguo molino antes de salir al camino por el que hemos subido a Valdeavellano.

Poco después giramos a la izquierda y cruzamos el Ungría. Al lado del puente se ven restos del cemento con el que, en la concentración parcelaria, se rectificó el curso del río, ahora semicubierto por la vegetación arbustiva. En algunos tramos se ha recuperado la vegetación de ribera. Subimos hasta Caspueñas, a 855 m, con buena vista sobre el valle. Este pueblo tiene un aspecto diferente: hay unas casas espléndidas, modernas, casas rurales para el turismo algunas. Por la plaza de la Iglesia (parroquia de María Inmaculada, s. XVII, portada sencilla bajo pórtico de cuatro arcos), con la fuente (s. XIX, cuatro caños), llegamos al bar donde vamos a recuperar líquidos y a comer.

Nos hemos quedado fríos, pero sólo quedan cinco kilómetros. El valle ha retenido el ritmo lento de las estaciones y ahora el frío congela las leyendas del río, que corre lento cuando lo cruzamos, con aguas muy limpias, que se utilizaron para una piscifactoría. Volvemos por el camino de la margen izquierda arropados por las historias –como la del molino de Valdeavellano- que Carmen nos cuenta a María y a mí y por el atardecer que se consume en las
laderas y se deshace en el cielo. Ningún sonido rompe la tranquilidad aterciopelada del valle. Respirando la cercanía del objetivo llegamos a Valdesaz, que destaca iluminado por el sol de la tarde, que surge entre la mole de nubes grises arremolinadas en el cielo de domingo. Ascendemos las fuertes curvas hasta Fuentes de Alcarria, cuyas blancas fachadas encendidas por el sol contrastan con las nubes negras que han cubierto el cielo y van apagando la luz del día. Es la última imagen del Ungría.




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