miércoles, 19 de octubre de 2016

Salado2: Imón-Presa de El Atance.



La previsión meteorológica del día anterior indica que va a hacer más frío, así que preparo ropa de más abrigo, pero en el mapa no aparece el signo de lluvia o yo no lo veo. En el camino chispea y en Sigüenza, llueve. Paro a tomar un café y a decidir, pero decido pronto: ya que estoy aquí, sigo. Voy a Santamera, dejo el coche y me pongo el chubasquero. No llueve mucho, así que hay que aprovechar. La temperatura es muy buena, en contra de la previsión. en lugar de hacer más frío, llueve. No aciertan.


Retrocedo, río arriba, por un buen camino, llano, hasta Imón, punto más bajo de la etapa anterior. El cielo está muy encapotado, pero las nubes están altas, permitiendo una buena visión a lo lejos. Llueve ligeramente, aunque sin pausa. Los colores hoy son más apagados, más oscuros y mates. Conforme me acerco se agranda la torre de la iglesia de Imón, hito visual importante. Desde el puente sobre el Salado me doy la vuelta.


El valle es ancho y las lomas que lo limitan, bajas, moteadas de chaparros, con vegetación únicamente arbustiva. El fondo está ocupado por campos de cereal cosechados, con muy poca vegetación de ribera. El Salado no se ve. En una zona aparecen juncos y espadañas en medio del campo, señal de que la capa freática está cercana, como pasaba al lado de Paredes de Sigüenza, en el nacimiento del río. El camino deja al descubierto la tierra rojiza que contrasta con las oscuras colinas. El horizonte está obstruido por unas colinas en perpendicular al río, que se ha visto obligado a horadarlas formando una hoz que ya se aprecia a lo lejos. El camino sigue muy bueno, con una acequia a la derecha oculta en casi toda su longitud por altos carrizos y espadañas. En medio de éstas, que ocupan gran extensión, aparece un campo anaranjado, con los mismos cardos que vi yendo a Alboreca y volviendo a Riba de Santiuste. A la derecha queda una pequeña compuerta que debe desviar el agua sobrante de la acequia al Salado.


A la entrada de la hoz, la carretera cruza el río por un puente y aquí se une el camino. Para para observar el contraste: hacia atrás, el valle es ancho; hacia adelante, la hoz. El Salado sigue debajo de la vegetación, aunque denunciado por los altos chopos otoñales, amarillentos, en el centro de la hoz, mientras, a ambos lados, los elevados riscos compiten en altura con los chopos, en medio de los cuales asoma la iglesia de Santamera, subida, cómo no, a otro risco. A la llegada al pueblo, una casa muestra el añadido exterior para ubicar el hogar, el fuego. El pueblo es alargado y en curva, siguiendo el trazado del río. Me desvío para ver la iglesia, del siglo XVI, que sobresale por su altura entre paredes rocosas con afilados cortes. De vuelta al camino, veo una fuente y abrevadero secos, sin uso, y, al otro lado, en alto, una casa curiosa que parece un fortín: la parte baja de piedra y la alta, en saliente para agrandar el espacio, con vigas de madera.


Un cartel anuncia el paso de la Ruta de la Lana y dice que la población de Santamera es de cinco personas, una de las cuales, una señora muy simpática viene en sentido contrario y me informa de que el camino es bueno pero que hay que cruzar el río. Hablamos de lo que significa el pueblo, de la diferencia entre el fin de semana en que están saturados y los demás días. Me cuenta que ahora la gente está más concienciada y están arreglando las casas, aunque vivan fuera. El perro de la señora revolotea a nuestro alrededor; se cansa de esperar. Me despido de la señora, el 20% de la población y, poco después, a la salida del pueblo saludo a otro señor. Ya conozco al 40%.


El Salado iba cercano, pero escondido por muchos árboles. Salgo del pueblo entre grandes paredones calizos con arbustos incrustados, entre cortados calcáreos, en un paisaje impresionante. Esta zona es una buitrera importante, pero hoy, con la lluvia, no aparecen. El fondo del estrecho valle, por donde va el río, sigue herbáceo, mientras las paredes de la hoz se levantan amenazadoras en unos puntos y en otros se tornan viseras acogedoras. El camino, rocoso en algún punto, se acerca al río, agrandado por el paso de vehículos agrícolas, que se cruza por unas piedras pequeñas que no evitan mojarse un poco los pies. El cruce es el único punto donde el Salado se deja ver.


La caliza se echa encima. Tonos grises, marrones y anaranjados escoltan el verde de los carrizos. Los olmos ponen el verde claro y el amarillo, los chaparros el verde oscuro y la lluvia vuelve gris muy oscuro algunos trozos de caliza. El camino y el río serpentean juntos dentro de la hoz. En las zonas más abiertas los amarillos chopos colonizan el espacio. Como cada año, el otoño da altura artística al paisaje, que parece impresionista.


Llego a un cruce. El camino se desvía a la derecha, pero yo sigo recto y me acerco, en medio de una zona de árboles y arbustos amarillentos y ocres, de una sinfonía de color otoñal, al borde del agua, muy baja. Vuelvo para recuperar el camino principal, atravesando esta extraordinaria impresión visual que va quedando abajo porque el camino gana altura y asciende hasta la zona de encina y roble, de un verde muy oscuro. Unas cárcavas dejan al descubierto zonas yesíferas mezcladas con la tierra roja, como he visto en otros lugares. Desde un alto la vista es magnífica. El agua verdosa del embalse perimetrada por el amarillo y verde claro de los chopos, rodeados del verde oscuro de encinas y chaparros.


Aquí se nota un olor fuerte, profundo, que no identifico. En la orilla del camino sólo hay jaras. Más adelante hay otra clase de árboles y, como no los distingo a simple vista, los palpo: pinchan, luego no son sabinas, sino enebros, según lección práctica que me enseñó un señor en otro pueblo. Tras una zona salvaje, van apareciendo los campos de labor, algunos con el rastrojo y otros arados, dejando ver una tierra de un color rojizo muy oscuro. Esta parte es la más dura de todo el recorrido, con fuertes repechos y continuas subidas y bajadas; lo demás ha sido suave.


Una última bajada me deja en la presa, inaugurada en 1997. Es de hormigón compactado y tiene 45 m de altura y 184 m de longitud de coronación, cuya cota es de 911 m, mientras que la de cimentación es de 866 m y la de cauce de 877. Desde aquí se ve bien el embalse, que ocupa 280 hectáreas y tiene una capacidad de 35 hm3, aunque ahora el agua está muy baja, sólo hay el 37,14%, es decir, 13 hm3, que parece poco pero es más de lo que había el año pasado y más que la media de los últimos diez años. 


No ha parado de llover. Debajo del chubasquero estoy sudoroso por no transpirar, y por las piernas, mojado. Me vuelvo a Santamera pensando en lo que suponen los embalses. Producen beneficios, posibilitan regadíos, pero arrojan de sus casas a algunas personas haciendo desaparecer sus pueblos, en este caso El Atance, cuya visita queda para otro día. 



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