domingo, 19 de junio de 2016

Alcalá la Vieja

Como en tantas ocasiones anteriormente hemos subido de nuevo al Ecce Homo. Es un día muy agradable, primaveral, soleado pero no caluroso, con ligero viento que ha secado el arcilloso suelo de las lluvias de las últimas semanas. Desde lo alto dilatamos la vista hasta el extenso horizonte. Debajo, cerca, se ven los restos de la fortaleza andalusí, Qalat Abd al-Salam, conocida como Alcalá la Vieja desde el siglo XIII, que reposa para siempre en la leyenda.

La senda de bajada corta en diagonal el cerro y, bordeando profundos barrancos, insospechados abismos, llega, atravesando la fragosidad del terreno, lo ceñudo y enriscado del paraje, a la cueva de los champiñones, a la que no entramos porque cada vez da más sensación de desprendimiento. Muy cerca ya está el cerro del Castillo, a 630 m de altitud en la ribera izquierda del río Henares, entre los otros cerros Ecce Homo y Malvecino. En el trayecto hemos encontrado otros caminantes, pero todos en sentido contrario al nuestro.

Este cerro del Castillo debió ver sucederse claramente las épocas y pudo estar poblado desde muy antiguo, puesto que las excavaciones arqueológicas realizadas junto a la puerta de acceso principal a la fortaleza han documentado un complejo entramado urbano y una amplia secuencia cronológica, testimonio de las diferentes fases de la ocupación del cerro que abarca desde la Prehistoria reciente, Edad del Bronce, hasta la Baja Edad Media. Entre los restos descubiertos destacan los muros de un edificio de época imperial romana y un ara votiva dedicada al dios Marte (siglo I-II d.C.) que sugieren la existencia de un complejo religioso.

Aunque se pensó que podía ser de mediados del siglo IX (época emiral), parece ser que, según recientes investigaciones, la construcción de la fortaleza data de finales del siglo X, durante el califato de al-Hakam II, cuando los hombres vestían de hierro, y su primera mención en fuentes escritas está fechada en 1009. Podría haber sido, en origen, una simple atalaya dentro del sistema defensivo islámico del corredor del Henares, que se integró en la Marca o frontera media de al-Andalus debido a su posición defensiva y estratégica controlando esta importante vía de comunicación entre Toledo y Zaragoza. Ante el avance cristiano aumentó su importancia y debió fortificarse, especialmente tras la conquista de Toledo por Alfonso VI, en 1085. Con la conquista cristiana, en 1118, la fortaleza pasó a manos de los arzobispos de Toledo quienes impulsaron importantes reformas en su interior como las llevadas a cabo por el arzobispo Tenorio a finales del s. XIV. De esta época es la torre albarrana.

Ocupaba todo el cerro y tenía una línea de muralla reforzada por torres de planta rectangular a intervalos que varían entre los 10 y 35 m. La ruina actual sólo permite ver un tramo de muralla y los restos de nueve torres, de las que únicamente dos permanecen en pie. Una es la torre albarrana, situada junto al acceso principal y separada de la muralla. Construida a base de sillares, ladrillo y cal y canto fue restaurada por el Ministerio de Cultura en la década de los 80 del s. XX. La otra, de planta rectangular, ubicada en el punto más alto del cerro, perdió la cara exterior debido al deslizamiento de la ladera. Recientemente se ha reforzado su base y se ha rodeado con unas vistosas y coloristas cintas, pareciendo que está envuelta para regalo.

Al lado de la fortaleza, tanto en época islámica como cristiana, hubo un asentamiento estable en una superficie de unas 28 has, que ocupó las colinas circundantes separadas por profundos barrancos y que perduró hasta el siglo XVI. 

El acceso principal, que tiene cerca la torre albarrana, estaba defendido también por dos torres de planta cuadrada y constaba de un pasillo en rampa bajo dos arcos de herradura andalusíes, de los que sólo se conservan la línea de imposta y la primera dovela de granito, y un denso sistema de construcciones medievales de época andalusí y cristiana (siglos X-XIV), con una estructura urbana
bien adaptada a la topografía del terreno, aterrazada. El interior de la ciudadela es poco conocido. Se ha excavado una iglesia mudéjar de planta de cruz latina y fábrica de ladrillo que tiene un área de cementerio asociada. Cerca existe un gran aljibe cubierto con una bóveda de rosca de ladrillo. En la parte más alta hubo unos almacenes, semisubterráneos, de finales del siglo XIV.

Alta ya la mañana, los rayos del sol caen a plomo, parece que se descuelgan, como nosotros antes, desde lo alto del Ecce Homo. En el cielo, unas ligeras nubes algodonosas acentúan la calidez del mediodía mientras vemos estas ruinas, estos montones de piedras y fragmentos de cimientos y paredes que surgen de entre las zarzas, de entre los arbustos del abandono que crecen por entre las grietas, de entre una espesa y variada
Aljibe
maleza. El mundo sigue dando vuelta a los siglos y la riada del tiempo ha arrasado este lugar, de gran potencialidad plástica, que parece un mapa de piedra en el que escrutar la historia. Aquí se siente el amor de lo antiguo.

Estuvo mucho tiempo descuidado y abierto a todos los que íbamos y que, involuntariamente, contribuíamos a deteriorar el yacimiento. Ahora está vallado y es de desear que sigan las prospecciones arqueológicas, que se instale una pasarela peatonal sobre el Henares, que se haga un itinerario explicativo aquí y un Centro de Interpretación en Alcalá.

La baja planicie de la campiña aparece totalmente arrasada hasta las desnudas laderas que, surcadas de cárcavas, suben rápidas hacia los páramos, dejando, disecados por la erosión, los cerros testigos. Terminamos la caminata siguiendo al río que viaja hacia su destino. La melancolía vegetal de la ribera ha desaparecido bajo los mil colores de las flores primaverales y la senda atraviesa un bucólico paisaje longilíneo con los árboles repitiéndose en el río disminuidos por la perspectiva. Cuando el verano seque la verde hierba primaveral, el grafismo verde del río sobre el fondo monocromático será un valor añadido. Sus aguas no son cristalinas, son opacas, con reflejos de verdor matizando la turbidez, pero es de admirar su mansedumbre y laboriosidad. 

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