El Corpus de Camuñas.
Vuelvo a Camuñas. Estuve en agosto del año pasado
disfrutando del Francisquete y ahora vengo a ver el Corpus, celebración que
cuenta su fama a los cuatro vientos. La iglesia y las gradas de detrás, que
forman un gran escenario con un altar, todavía están vacías. Es la Plaza del
Reloj. Unas señoras que están de cuestación me indican dónde tomar un café: bajando
la calle, bar Re-Mo. Las calles por donde discurrirá la procesión están pintadas,
adornadas y valladas. Las gradas se van poblando, aunque falta bastante tiempo.
Escucho un estampido y voy a la iglesia: los danzantes están dentro,
danzando,
y los pecados fuera, en semicírculo frente a la puerta, en actitud de
hostigamiento que
demostrarán en momentos de la misa con sus aullidos.
La espera se hace larga y el escenario hierve en
multitud. La plaza enmarca un cielo azul, con pocas nubes, contra el que se
recorta la regular y angular silueta de la Torre del Reloj. El sol, alto en el
cielo, infunde un calor precursor del verano aunque las copas de los árboles disminuyen
su luz. Se oye un griterío y vienen los pecados corriendo y colocándose en dos
filas en los laterales mientras los danzantes, dirigidos por un personaje que
viste diferente y también en dos filas, quedan más al centro. Todos llevan las hieráticas
máscaras puestas. Suena un escopetazo
y todos se arrodillan mientras el
sacerdote pronuncia unas palabras. No se ve bien si hay otros personajes. A
continuación los danzantes forman dos filas a los lados y por el centro bajan corriendo
los pecados que se habían situado en la parte alta. Dan unos saltitos y aletean
con los brazos como si fueran pájaros mientras hacen un ruido como un ulular. Al llegar al
altar, se arrodillan y se quitan la máscara. Después forman una fila a ambos
lados, detrás de los danzantes.
Entonces comienza la danza circular, como un rondó,
llamada Tejer el Cordón. Aparece el que dirige a los danzantes, el de la gran
castañuela o porra que golpea rítmicamente contra un mazo y el de la falda y
castañuelas y van de un lado a otro seguidos, pisándose la sombra, por una fila
de danzantes, el primero de los cuales agita el pañuelo, símbolo de alegría. El
personaje de la falda, la Madama o la Gracia, mientras marca el paso, da unos giros
que recuerdan algo a los danzantes de Anguiano (La Rioja) - éstos con zancos- y
a los derviches de Konya (Turquía). En cada vuelta el que agita el pañuelo se
queda formando fila delante de los pecados y así hasta terminar. Detrás de mi
está la novia de uno de los danzantes que dice que hay muchos que querrían
participar pero que duraría demasiado.
Los danzantes exhiben poder de concentración y cierta
automatización de los movimientos ejecutados con entrenada destreza. La silueta
de sus cuerpos atléticos y estatuarios toma cuerpo manteniendo el hieratismo de
alguno de sus elementos. La monotonía del ritmo marcado por el bronco sonido
del tambor, del siseante sonido de las panderetas, del insistente golpear de la
porra y del baile repetitivo serviría para entrar en trance si no fuera por los
cambios de lugar y los escopetazos que, de vez en cuando, dispara uno que también
viste diferente. Aunque el signo de los tiempos parece que tiende a convertir estas celebraciones en una fiesta turística, aquí se ha cuidado que la idea religiosa no pase a ser algo mecánico, que no se confunda espiritualidad con entusiasmo estético, que los ademanes exaltados no terminen en
arrebatos épicos sino que tiendan al místico estado de trance y que la crepitación
espiritual que representan estos seres convulsionados se acerque al estado de
suspensión de uno mismo.
Desde el público es difícil verlo todo bien y no se
aprecia cada personaje individualmente. Pensando que quizá no todos los
espectadores hayan leído en la página web el significado, no vendría mal que se
hiciera un comentario por megafonía, aunque no es fácil que se escuchara bien. Anclados en
una intersección casi perfecta de los sentimientos dispares, antagónicos, que
se representan en estas creencias enterradas en un brumoso pasado, se trata de
dejar de pensar en círculo, tal como es la danza, para comprender una realidad
que se escapa de nuestros ojos desenfocados. En este viaje por la memoria
buscando el aroma del pasado, en el lirismo nostálgico de estas viejas imágenes
de nuevo devueltas al presente, esperamos para unir los fragmentos hasta que
integren un relato completo porque la percepción del asunto es sólo intelectual.
Lo que se ve tiene el aspecto de un auto sacramental
mímico, que gestiona el silencio con maestría, con un hablar de otro tiempo,
con una voz con sombra, porque el que calla bien habla y la boca no es para
hablar, es para callar. Es un silencio conspiratorio, de asombro, mudo, absoluto,
litúrgico, y, al final, un silencio clamoroso, cargado de ruido, que escuchamos
con mucha atención. Quizá tiene su origen en el s. XVII, posiblemente transformado
a través del tiempo, y representa, bajo el título de El triunfo de la Gracia
sobre el Pecado, la ancestral oposición entre el bien y el mal aunque su
significado concreto y el rol de los personajes no queda claro porque, entre
otras cosas, la vista se extravía en el movimiento y en la variedad,
singularidad y riqueza de color de la vestimenta.
Pecados. Todo
negro, faja roja, camisa blanca y especie de chal blanco, cintas rojas. De la
cintura cuelgan dos grupos de bolas multicolores, los madroños. Máscara roja y negra con
puntos blancos, de nariz chata, de la que cuelga una capa, blanca mayoritariamente, el serenero.
En la mano derecha una gran vara pintada, con cintas multicolores en lo alto.
Danzantes. Todo
blanco, chaleco negro, chal blanco, cintas de otro color. Máscara de los mismos
colores, de nariz larga, aguileña, picuda, de pájaro, de la que cuelga el serenero adornado. Pandereta en la mano derecha, pañuelo en la cabeza.
De nuevo los danzantes quedan en dos filas a los lados
mientras los pecados repiten su ululante bajada hasta el altar, donde humillan
sus ojos atrevidos y canallas, vivos e insolentes, y seguidamente empieza la
procesión, que sale de la Plaza del Reloj y continúa por las calles engalanadas
haciendo paradas en los altares que hay a lo largo del recorrido. Danzantes y
pecados, que repiten varias veces su ululante correteo, juntos. La heterodoxia,
el disenso, integrados en el sistema. En la procesión hay mujeres, el resto es
una participación únicamente masculina. En Francisquete, aunque es mayoritaria
la presencia masculina, también hay mujeres y niños. La tradición no debe ser
inamovible, debe adaptarse a los tiempos y habría que ingeniar algún modo de
integrar a la población femenina.
No sigo a la procesión y bajando la calle paso por un
monumento a las máscaras y, saliendo a la carretera, voy a la Casa de los
Danzantes, diferente cada año. La calle está muy pintada y la entrada adornada.
Allí saludo a Pedro Gallego, que tuvo la amabilidad de enviarme el texto de
Francisquete y me remite regularmente la revista digital en la que participa.
Hoy, tan colaborador como siempre, está aquí ayudando en la comida para los
danzantes y me invita a un aperitivo mientras hablamos. No quiero entretenerle
y, tras ver unas bonitas fotografías antiguas, voy al encuentro de la procesión
para ver más calles engalanadas, con preciosos macetones de flores colgando,
mientras el fuego del sol del mediodía desvela el cansancio en el semblante de
los participantes en este paréntesis de tiempo y espacio, de tiempo elástico,
capaz de dilatarse hasta el infinito y contraerse después en un instante.
Ha sido una mañana espléndida, suave, pero ahora el sol
ya calienta y la procesión se alarga. Hacer el elogio de este pueblo tan
animado, que aunque mantiene las tradiciones –gesta silenciosa y heroica de
tantos siglos de gentes humildes- no se queda estancado en el fondo de los
siglos, que tiene unas fiestas tan atractivas y singulares, es muy fácil, lo
mismo que desearle que continúe así. Afortunadamente, tanto en Francisquete
como en el Corpus hay niños y jóvenes que participan y que recogerán el testigo
de los mayores. Todos están pendientes de la procesión, quedan atrás, pero yo
me voy. La cigüeña que está en lo alto de la torre de la iglesia es la única
que lo nota.
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ResponderEliminarGracias por esta estupenda crónica, propia de un viajero observador. Espero coincidir en tu próximo «Francisquete» por agosto en Camuñas. Un abrazo y no pares.
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