Cuenca.
Damos un pequeño paseo por la zona nueva y comemos,
aunque no podemos probar el morteruelo, los zarajos o el licor típico resolí. Hace
calor en este centro del día veraniego, pero queremos ver la parte vieja. Otras
veces hemos subido por otras calles, pero ahora nos recomiendan ir por el
Parador. Con cara de sobremesa pasamos por la Diputación y por la Casa de las
Rejas y Posada de San Julián antes de llegar al Huécar, el modesto arroyo que
ha labrado la hoz tan profunda que rodea a la zona vieja de Cuenca por el Este
y Sur.
Siguiendo los letreros ascendemos en dirección al
Parador, antiguo convento de San Pablo (s. XVI, dominicos, iglesia gótica,
portada barroca en transición al rococó) que se yergue sobre un espolón
rocoso
en medio de la hoz. Antes de llegar, queda a la izquierda el puente de San
Pablo, pasarela del año 1902, ejemplo de arquitectura del hierro, de 60 m de
altura, donde hubo un puente de piedra del s. XVI. La vista sobre la hoz del
Huécar es impresionante. El río pasa pintando chopos en el centro de la hoz. Desde
el puente vemos las casas colgadas, de origen gótico popular, en las que
abundan los componentes de madera. Parece ser que hubo muchas más como éstas,
pero no se han conservado.
Por un portillo, y pasando por el Museo de Arte
Abstracto, el Palacio Episcopal (s. XVI, portada s. XVIII) y la escultura en
bronce del rey Alfonso VIII, llegamos a la Plaza Mayor. Es de planta
trapezoidal, irregular, y está cerrada por el Sur por el Ayuntamiento (s. XVIII,
época de Carlos III, sobre tres arcos de medio punto y decoración interior
rococó). Al lado del Júcar tiene una calle a nivel inferior, la calle de
Pilares. La subida ha sido fuerte a esta hora de la siesta, así que paramos a
tomar un café antes de seguir. Salimos bajo el Ayuntamiento, pasamos por el
Convento de las Blancas, por la Plaza de la Merced (Convento de la Merced –s.
XVI, portada barroca- y Seminario Mayor de San Julián –s. XVIII, portada
barroca-), y llegamos a la Plaza de Mangana con la Torre de Mangana (s. XVI,
emplazamiento del alcázar musulmán, símbolo de la ciudad) que clava su altura
en el cielo y que preside el caserío como un faro.
Desandamos el camino hasta la Plaza Mayor para ver la
Catedral (s. XII, gótico normando la primitiva crucería de la bóveda, continua
construcción, aspecto inconcluso, no queda ninguna torre, rejería) y ascender
pasando por el arco ojival de las ruinas de San Pantaleón y siguiendo por el
antiguo colegio de San José (colegio de los infantes del coro de la catedral,
posada con vistas al Huécar) en la ronda de Julián Romero o del Huécar. Seguimos
ronda adelante, bajo el pasadizo del Cristo, hasta la iglesia de San Pedro
(plaza del Trabuco, planta octogonal en el exterior y circular en el interior,
origen románico, portada barroca, s. XVIII, capilla con artesonado mudéjar) y
el convento de San José (planta irregular, carmelitas descalzas), donde salimos
a la calle de San Pedro (señorial, casonas nobiliarias), la principal que
asciende desde la Plaza Mayor. A la
derecha queda el edificio del Archivo
Histórico Provincial (sede del Tribunal de la Inquisición y, más tarde,
cárcel), y enfrente el Arco de Bezudo (s. XVI, resto de la muralla, dos cubos).
Estamos en la parte más alta. Hemos ascendido desde los 920 m hasta poco más de
1.000 m.
El regreso lo hacemos por la hoz del Júcar, al Oeste, pasando
por la plaza de San Nicolás y siguiendo la calle lateral hasta el convento de
las Petras (ss. XVI-XVIII) en la Plaza Mayor. Último vistazo antes de volver
por el mismo camino, por las casas colgadas y el puente de San Pablo, hasta la
parte
baja, hasta el Huécar, hasta escuchar el murmullo del río y el suspirar
de los árboles mecidos por el viento. La ciudad alta se recorta contra un cielo
que ha perdido parte de luz.
Cuando el crepúsculo comienza a descender sobre los ríos,
dejamos esta ciudad, muchas veces visitada, enclavada en medio de una
naturaleza agreste, de ríos laboriosos que han cavado profundas y anchas hoces.
La vida ahora está abajo, en el llano, que parece entregar la Historia al
pasado, pero no al olvido; no obstante, queda la parte alta, la parte vieja, la
que llena el ojo, la que duerme su sueño medieval, donde reina la fría piedra
que, sin embargo, acoge rincones íntimos, cálidos. Sus construcciones destilan
historia por cada piedra, que ha pasado por la Historia cubriéndose de
recuerdos.
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