Córdoba.
Después de varias visitas breves, de paso, a esta ciudad
Patrimonio de la Humanidad, en esta ocasión vamos a estar un día entero en ella
para hacer un recorrido por la parte antigua. Desde la estación del AVE, pasamos
por la gran zona ajardinada de la Avenida de los Mozárabes y el Paseo de la
Victoria, y nos desviamos a la izquierda para llegar a la zona más antigua, la
que interesa. Las murallas, duro envoltorio protector de torreones de planta
cuadrada, están muy cuidadas, con una especie de foso lleno de agua. Por la
almenada puerta de Almodóvar se entra a unas calles estrechas, blancas, de
suelos empedrados de variadas formas (losas grandes, piedras llanas, piedras de
canto) y sabor antiguo. Es la judería, telaraña de callejas. Piedra, cal, yeso,
azulejos, patios.
En esta zona hay mucha densidad de monumentos. De pasada vemos
la iglesia de San Bartolomé (capilla mudéjar, integrada en el edificio de la
Facultad de Filosofía y Letras) y la plaza de Tiberiades (monumento a
Maimónides) y podemos entrar en el Zoco municipal (curiosa entrada, bonito
patio, puede verse trabajando a los artesanos) y en la sinagoga (s. XIV, una de
las tres que existen en España, bellas yeserías e inscripciones). En la plaza
Cardenal Salazar la piedra de la portada destaca de la cal de la pared en el
Museo Taurino, que tiene un bonito patio. Fuera de la muralla están los baños
del alcázar
califal, ss. X-XII, que parecen subterráneos, pero es que el nivel de la
ciudad en aquellas fechas era más bajo como también lo atestigua una puerta más
hundida en el Alcázar de los Reyes Cristianos. Pueden verse las distintas salas
(caliente, templada), algo de los sistemas de mantenimiento y de conducción y
el baño almohade. Acercándonos al río están las Caballerizas Reales (s. XVI,
espléndido edificio que contiene una colección de carruajes) y el Alcázar de
los Reyes Cristianos (centro del poder político desde su orígenes).
El cercano Guadalquivir, el río sólo andaluz, nos llama.
Bajamos a su encuentro al lado del molino y noria de la Albulafia y del magnífico
puente romano –la eterna juventud de la piedra- que permanece viendo pasar el
espectáculo del río calmo hendiendo la llanura y zigzagueando. El tiempo habrá
pulido la piedra, la habrá oscurecido, pero el puente no muta ni con los siglos
ni con los cambios en las relaciones humanas a pesar de que la vida se renueva.
Todo pasa a través de él, igual que las terrosas aguas corren bajo sus
perfectos arcos. Lo recorremos hasta la Torre de la Calahorra, desde donde hay
Encima de nosotros el azul intenso del cielo casi estival.
El sol ha ido ascendiendo por la curva del cielo. Es un sol cegador, de hierro
al rojo, abrumador, tórrido, africano, que ataca de plano, que brilla
cruelmente, que llamea. De vuelta, pasando por la puerta del Puente, llegamos a
la mezquita, el monumento más famoso de
la ciudad. Nos detenemos en el patio de los Naranjos, cuya vista actual es
fruto de una remodelación en el s. XVI. Los pórticos y los árboles –naranjos,
cipreses, olivos-, dan una sensación de frescor, a lo que también contribuyen
las fuentes –debajo hay un aljibe que aseguraba el agua para las abluciones-,
cuyo murmullo parece surgir de entre las sombras. La entrada coincide con la
mejor parte. Es impresionante recorrer la penumbra del bosque de columnas de
oscuros fustes con los bicolores y claros arcos encima. Una dulce penumbra de Edad
Media invade el espíritu. El tiempo congelado. Al fondo, la parte noble, el mihrab,
aquí una pequeña habitación -que indica el lugar hacia donde hay que mirar
cuando se reza- situado en el muro de la qibla, orientado normalmente hacia La
Meca, al
distintas técnicas artesanales: mármol, yesería, cerámica, pintura y decoración musivaria (mosaico): teselas de tamaño reducido y de distintos materiales que producen efectos lumínicos y de policromía mágicos al reflejar la luz. El espacio de delante es la maqsura, el recinto para el califa o el imán, que presenta igual decoración en una cúpula nervada. Dejando aparte los valores que pueda tener en sí misma la catedral cristiana, desmerece mucho que esté situada aquí y que rompa con la continuidad de la arquitectura musulmana. Se termina la visita con la subida a la torre, que da una visión más lejana.
Salimos del frescor de la mezquita y penetramos en una
franja de sol intenso que endurece los colores. El sol, alto en el cielo, está
en su apogeo y aplana sin piedad disparando sus rayos y obligando a entornar
los ojos. Las piedras hierven al sol en estas horas tórridas de la tarde. La
luz, en esta sofocante solanera, es rubia, cruda. La ruta continúa por el Museo
Arqueológico, con una serie de paneles informativos que ilustran la exposición
de piezas de todo tipo desde la prehistoria y con la sorpresa de que debajo ha
aparecido el teatro romano.
Más tarde, con la temperatura mucho más
agradable,
continuamos por el templo romano cuyas blancas columnas se lanzan hacia el
cielo y por la plaza de la Corredera (s. XVII, Plaza Mayor propia del urbanismo
barroco, que conserva dos edificios del s. XVI, la antigua Casa Consistorial y
cárcel y las Casas de Doña María Jacinta). Después de esta plaza tan grande,
vemos otra más recoleta, la del Potro (hospital de la Caridad s. XV, posada del
Potro –antiguo corral de vecinos, vivienda típica del s. XVI, reconvertido en
posada-, citada por Cervantes en El Quijote, fuente del Potro –renacentista, s.
XVI-). En lo alto de la fuente la estatua del potro, que da nombre, nos mira
pasar mientras a sus pies canturrea el agua en los caños.
Hemos visto la espléndida ciudad vieja, recordado otros
viajes, degustado el salmorejo –muy bien- y los flamenquines -¿?-, y hecho alguna
compra. Al volver hacia la estación del AVE aprovechamos para ver algo de la
parte moderna de la ciudad, también muy bonita. En conjunto, una ciudad
extraordinaria.
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