martes, 7 de abril de 2015

Recópolis.

Visita muchas veces pospuesta y largamente esperada al Parque Arqueológico de Recópolis, el Sábado Santo, como peregrinos de la Historia -porque gusta conocer en qué cimientos construyeron
la tierra que hoy pisamos-, con alguna imagen rescatada de la memoria. Es un buen día, con el cielo barrido de nubes, la temperatura agradable por la mañana y el aire impregnado de un soplo primaveral. Ya antes de llegar se toma contacto con el Tajo, cuyas azules aguas están desnudas por la escasa vegetación de ribera. Es temprano y no hay nadie todavía. La arqueóloga, que está preparando una práctica para niños, está muy atenta a la llegada de visitantes y atiende rápida y amablemente. Tiene la voz muy deteriorada porque el día anterior tuvo varios talleres seguidos y dice que comprende bien lo que nos pasa a los profesores.

La silenciosa visita al Centro de Interpretación es una delicia. No es grande, pero está muy bien
estructurado. La primera sala es una aproximación a conceptos históricos y arqueológicos, y en la segunda aparecen los distintos modos de vida y las formas de organización política y social de las diversas culturas que vivieron en este territorio. Poco a poco el ruido ha ido apareciendo. Cada vez llega más gente y los niños, especialmente, hacen notar su presencia. Es el momento de ver el audiovisual. Al terminar son las 12, la hora de comenzar la visita guiada, así que salimos y seguimos a la guía, Angélica, que, incansable, como en un nuevo trabajo de Sísifo, imprime un buen ritmo de salida en la subida hacia Recópolis. Todos la seguimos en una especie de procesión –estamos en el tiempo- muy estirada, pero se detiene un poco antes de llegar para permitir el reagrupamiento del rebaño y para que veamos la situación.

Estamos en una terraza alta a orillas del Tajo, a un km de Zorita de los Canes que se ve muy bien. Es un lugar estratégico de comunicación, que domina el río –entonces navegable-, su amplia vega
agrícola y la cercana sierra de Altomira. La ciudad, modelo de planificación urbanística, fue fundada por el rey visigodo Leovigildo en el año 578, tras conseguir la unificación territorial del reino, poniéndole el nombre de su hijo, el futuro rey Recaredo. Resulta un caso único porque en ningún lugar europeo en los inicios del medievo se construyó una ciudad donde no había antes ningún tipo de asentamiento.

Al lado hay un talud que resulta ser la muralla, todavía sin excavar –sólo lo está el 10% de la ciudad, de unas 33 has-. Terminamos de subir y vemos la meseta cubierta de olivos hasta llegar a la ermita de la Virgen de la Oliva, del s. XV, aunque sobre otra románica del
s. XII, que a su vez estaba sobre la gran iglesia visigoda del s. VI. Desde aquí ya se ve bien la estructura de la ciudad, organizada en dos calles principales, como el cardo y decumano romanos. Angélica pastorea con habilidad al grupo, excesivamente numeroso, y siguiendo la primera de las calles llegamos a su cruce con la segunda. A partir de aquí, la zona más elevada es la única que está excavada, a excepción de parte de la muralla al otro lado.

Aquí es palpable la presencia de la Historia. Éste es uno de los lugares a los que la imaginación pone
un halo mágico, los que alimentan la admiración por la magia del pasado que está escrito en las oscurecidas piedras recalentadas por el sol. Se trata de encontrar sombras del pasado, aunque el mundo que se espera encontrar sólo existe en los recuerdos. Inspirando profundamente el aroma del pasado rodeamos zonas de viviendas, entramos por la de edificios comerciales (vidrio, orfebrería, etc.) hasta llegar a la puerta monumental, que separaba la zona popular de la noble, la de los poderes. Todos los edificios están instalados definitivamente en la existencia histórica. Las rectas filas de piedras de cantería sostienen a duras penas el orgullo y el peso del recuerdo de lo que alguna vez fueron casas.

Tras la puerta, la plaza. A la derecha está la iglesia, que conserva dos arcos y parte de la espadaña,
como si fuera su esqueleto. En la parte más alta está el palacio, que también era centro administrativo, de cuya grandiosidad nos da idea el grosor de muros y columnas. Es el poder dominador de lo grande y la terquedad parece haber sido uno de los materiales utilizados en su construcción. Nos abandonamos a la sensación del momento, tratando de relacionar los aspectos, de que las imágenes no tengan un valor aislado, estático.  Todo el recorrido está salpicado por una serie de carteles indicativos, que explican lo básico, pero que no pueden suplir las claras –sin hojarasca de palabras- explicaciones de la guía. Por eso es una lástima que el grupo sea tan numeroso y sus oportunos comentarios, punteados por los sonidos infantiles y atravesados por ruidos diversos, no puedan escucharse bien. A pesar de
eso, hay momentos tranquilos en los que todos estamos quietos como si fuéramos un elemento más de la excavación. Volvemos por el mismo recorrido, viendo, al final, la calera y la necrópolis, al lado de la ermita.

El fresco verdor de la primavera se ha posado sobre los campos y el sol baña todo el monte. La mañana está tranquila. Se dice que en el mundo de la globalización el concepto de tiempo desaparece; aquí, no; aquí el tiempo tiene un flujo lento, se puede saborear a gusto. Salvo para los especialistas, las ruinas no son historia sino puro testimonio del tiempo; se distinguen de la naturaleza y nos recuerdan que este espacio fue habitado, que hubo otras actividades, otro tiempo. Es el espesor del tiempo, pero ahora, aquí, es tiempo de silencio. En un momento pareció como si el tiempo pasara sin tocar la ciudad; pero el tiempo siguió pasando, le dio alcance y empezó a adelantarla. El lugar posee toda la prestancia y solemnidad que corresponden a los mitos, pero es un lugar hundido en el tiempo, un paisaje del pretérito. Esta ciudad, que ha revivido en varias ocasiones y que revive también en los sillares que se llevaron a Zorita, se ha sumergido, confiada, en un profundo sueño.  


Son las 13 h. La visita guiada sigue a las 13,30 en Zorita. Duda: ir a Zorita en coche o andando por el itinerario medioambiental que sigue la senda que culebrea por la ladera del cerro y que llega hasta el castillo. El problema no es la ida, sino que lo será la vuelta, por el calor y porque se está haciendo tarde. Solución: en coche.  (Sigue en el artículo “Zorita de los Canes”).


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