Recópolis.
Visita muchas veces pospuesta y largamente esperada al
Parque Arqueológico de Recópolis, el Sábado Santo, como peregrinos de la
Historia -porque gusta conocer en qué cimientos construyeron
la tierra que hoy
pisamos-, con alguna imagen rescatada de la memoria. Es un buen día, con el
cielo barrido de nubes, la temperatura agradable por la mañana y el aire
impregnado de un soplo primaveral. Ya antes de llegar se toma contacto con el
Tajo, cuyas azules aguas están desnudas por la escasa vegetación de ribera. Es
temprano y no hay nadie todavía. La arqueóloga, que está preparando una práctica
para niños, está muy atenta a la llegada de visitantes y atiende rápida y
amablemente. Tiene la voz muy deteriorada porque el día anterior tuvo varios
talleres seguidos y dice que comprende bien lo que nos pasa a los profesores.
La silenciosa visita al Centro de Interpretación es una
delicia. No es grande, pero está muy bien
estructurado. La primera sala es una
aproximación a conceptos históricos y arqueológicos, y en la segunda aparecen
los distintos modos de vida y las formas de organización política y social de
las diversas culturas que vivieron en este territorio. Poco a poco el ruido ha
ido apareciendo. Cada vez llega más gente y los niños, especialmente, hacen
notar su presencia. Es el momento de ver el audiovisual. Al terminar son las
12, la hora de comenzar la visita guiada, así que salimos y seguimos a la guía,
Angélica, que, incansable, como en un nuevo trabajo de Sísifo, imprime un buen
ritmo de salida en la subida hacia Recópolis. Todos la seguimos en una especie
de procesión –estamos en el tiempo- muy estirada, pero se detiene un poco antes
de llegar para permitir el reagrupamiento del rebaño y para que veamos la
situación.
Estamos en una terraza alta a orillas del Tajo, a un km de
Zorita de los Canes que se ve muy bien. Es un lugar estratégico de
comunicación, que domina el río –entonces navegable-, su amplia vega
agrícola y
la cercana sierra de Altomira. La ciudad, modelo de planificación urbanística,
fue fundada por el rey visigodo Leovigildo en el año 578, tras conseguir la
unificación territorial del reino, poniéndole el nombre de su hijo, el futuro
rey Recaredo. Resulta un caso único porque en ningún lugar europeo en los
inicios del medievo se construyó una ciudad donde no había antes ningún tipo de
asentamiento.
Al lado hay un talud que resulta ser la muralla, todavía sin
excavar –sólo lo está el 10% de la ciudad, de unas 33 has-. Terminamos de subir
y vemos la meseta cubierta de olivos hasta llegar a la ermita de la Virgen de
la Oliva, del s. XV, aunque sobre otra románica del
s. XII, que a su vez estaba
sobre la gran iglesia visigoda del s. VI. Desde aquí ya se ve bien la estructura
de la ciudad, organizada en dos calles principales, como el cardo y decumano
romanos. Angélica pastorea con habilidad al grupo, excesivamente numeroso, y
siguiendo la primera de las calles llegamos a su cruce con la segunda. A partir
de aquí, la zona más elevada es la única que está excavada, a excepción de
parte de la muralla al otro lado.
Aquí es palpable la presencia de la Historia. Éste es uno de
los lugares a los que la imaginación pone
un halo mágico, los que alimentan la
admiración por la magia del pasado que está escrito en las oscurecidas piedras
recalentadas por el sol. Se trata de encontrar sombras del pasado, aunque el
mundo que se espera encontrar sólo existe en los recuerdos. Inspirando
profundamente el aroma del pasado rodeamos zonas de viviendas, entramos por la
de edificios comerciales (vidrio, orfebrería, etc.) hasta llegar a la puerta
monumental, que separaba la zona popular de la noble, la de los poderes. Todos
los edificios están instalados definitivamente en la existencia histórica. Las rectas
filas de piedras de cantería sostienen a duras penas el orgullo y el peso del
recuerdo de lo que alguna vez fueron casas.
Tras la puerta, la plaza. A la derecha está la iglesia, que conserva
dos arcos y parte de la espadaña,
como si fuera su esqueleto. En la parte más
alta está el palacio, que también era centro administrativo, de cuya
grandiosidad nos da idea el grosor de muros y columnas. Es el poder dominador
de lo grande y la terquedad parece haber sido uno de los materiales utilizados
en su construcción. Nos abandonamos a la sensación del momento, tratando de
relacionar los aspectos, de que las imágenes no tengan un valor aislado,
estático. Todo el recorrido está
salpicado por una serie de carteles indicativos, que explican lo básico, pero
que no pueden suplir las claras –sin hojarasca de palabras- explicaciones de la
guía. Por eso es una lástima que el grupo sea tan numeroso y sus oportunos comentarios,
punteados por los sonidos infantiles y atravesados por ruidos diversos, no
puedan escucharse bien. A pesar de eso, hay momentos tranquilos en los que todos estamos quietos como si fuéramos un elemento más de la excavación. Volvemos por el mismo recorrido, viendo, al final, la calera y la necrópolis, al lado de la ermita.
El fresco verdor de la primavera se ha posado sobre los
campos y el sol baña todo el monte. La mañana está tranquila. Se dice que en el
mundo de la globalización el concepto de tiempo desaparece; aquí, no; aquí el
tiempo tiene un flujo lento, se puede saborear a gusto. Salvo para los especialistas,
las ruinas no son historia sino puro testimonio del tiempo; se distinguen de la
naturaleza y nos recuerdan que este espacio fue habitado, que hubo otras
actividades, otro tiempo. Es el espesor del tiempo, pero ahora, aquí, es tiempo
de silencio. En un momento pareció como si el tiempo pasara sin tocar la ciudad; pero el tiempo siguió pasando, le dio alcance y empezó a
adelantarla. El lugar posee toda la prestancia y solemnidad que corresponden a
los mitos, pero es un lugar hundido en el tiempo, un paisaje del pretérito.
Esta ciudad, que ha revivido en varias ocasiones y que revive también en los
sillares que se llevaron a Zorita, se ha sumergido, confiada, en un profundo
sueño.
Son las 13 h. La visita guiada sigue a las 13,30 en
Zorita. Duda: ir a Zorita en coche o andando por el itinerario medioambiental
que sigue la senda que culebrea por la ladera del cerro y que llega hasta el
castillo. El problema no es la ida, sino que lo será la vuelta, por el calor y porque
se está haciendo tarde. Solución: en coche. (Sigue en el artículo “Zorita de los Canes”).
No hay comentarios:
Publicar un comentario