Balneario de Panticosa.
Está situado en el Valle de Tena, Alto Gállego, a 1.630 m de
altitud, en un paraje impresionante al
que se accede por una complicada
carretera que viene desde el pueblo de Panticosa (Pandicosa, en aragonés),
antigua ruta hacia Francia a través del Puerto de Marcadau usada, en otros
tiempos, por pastores y contrabandistas que se dirigían al vecino valle de
Bearn. Al llegar nos recibe el Ibón de Baños, lago natural de unas 5 has alimentado
por los torrentes que bajan impetuosos desde las cumbres graníticas –algunas de
alturas superiores a los 3.000 m.- que lo rodean sepultando su cresta en el
cielo, como almenas cargadas de vientos, hielos y soledad, y originando un
horizonte visual recortado. Aquí nace el río Caldarés. El resto de la zona es
una pradera de unas 32 has, que ocupa un típico circo glaciar de forma elíptica
cubierto de depósitos, donde se asientan los servicios del Balneario.
Su historia es larga: Era conocido desde época romana, se
tiene prueba documental desde el s. XIII, se empezaron a construir edificios en
el s. XVII y se desarrolló la actividad termal en el s. XVIII. Su edad de oro
fue el s. XIX y principios del XX, recibiendo huéspedes afamados como Alfonso
XIII, Niceto Alcalá Zamora, Ortega y Gasset, Santiago Ramón y Cajal, Primo de
Rivera, etc. Después entró en decadencia de la que ahora intenta recuperarse. Sus
edificios antiguos –Casino, Gran Hotel, etc.- mantienen su fisonomía
decimonónica, el estilo historicista, pero los edificios nuevos rompen esta
línea.
La bondad de las aguas, sus propiedades minero-medicinales
han atraído a personas necesitadas de
tratamientos especiales de distintos
tipos. Así las seis fuentes de aguas nitrogenadas y sulfurosas que surgen en
las abundantes fracturas de las rocas –San
Agustín, Tiberio, La Laguna, Fuente de la Belleza (o del Estómago), Fuente del
Carmen (o de las Herpes), Azoada (o del Hígado)- estaban indicadas de modo
especial para el tratamiento de afecciones renales, digestivas, respiratorias,
reumáticas, nerviosas y de piel.
Hemos venido varias veces, especialmente en dos épocas:
verano y otoño. En invierno está bastante tiempo cerrado porque los aludes
cortan la carretera. Tenemos imágenes archivadas y clasificadas como recuerdos,
y ahora las
rescatamos de la memoria. Un luminoso día de verano, con un cielo
muy despejado, venimos a disfrutar del paisaje y de una temperatura excepcional
mientras la luz del sol parpadea a través de las hojas. Todavía hay nieve entre
los espolones rocosos en lo alto y el bosque, y la que se deshace baja bronca
por torrentes que salvan el desnivel en algunas ruidosas cascadas. Todos los
colores son más claros, el verde claro de la pradera y los árboles de
alrededor, e incluso el verde oscuro de los pinos y abetos que trepan ladera
arriba y cubren grandes extensiones compartiendo el espacio con el gris de las
rocas.
En otoño venimos un día muy gris y oscuro. El cielo está
completamente cubierto por unas nubes
densas, cuyos jirones ocupan también la
parte baja. Los colores son más oscuros y distintos. El verde oscuro de las
coníferas es más intenso, lo que hace que destaquen los amarillos, ocres y
rojos –los que más brillan- de los demás árboles. El verde claro de la hierba
del suelo está casi cubierto por las hojas caídas de los robles. El otoño tiene
altura artística gracias a estos cambios de color. En medio de esta exuberancia
vegetal unos agentes de la Guardia Civil están educando a un perro para que
localice a personas enterradas por los aludes.
En cualquiera de las estaciones, dejamos relajar el espíritu
en un sedante paseo por la pradera, rodeamos parte del lago con nuestro cuadro
sensorial completamente abierto y al arrullo del ruidoso y
cristalino caudal de
las torrenteras que bajan de lo alto. El agua parece ahogar todas las desdichas
y nos dejamos hechizar por su bronco sonido. Comparamos los señoriales edificios
antiguos con los funcionales y de paredes acristaladas modernos. También
pensamos en las excursiones que pueden hacerse desde aquí, como a Bachimaña,
donde sufrir el impacto de su hermosura –que atrapa nuestra retina hipnotizada-
y su dureza. La imagen de placidez y perfección que ofrece el paisaje produce
un secuestro sensorial. Una riada de evocaciones inunda nuestro interior y
produce una sensación de gozo que anima a perpetuarse en el sitio.
De vuelta, al pasar por Panticosa, recordamos el panticuto,
una de las variedades de la lengua –fabla- aragonesa que, como tantas otras
cosas, se ha perdido.
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