jueves, 19 de marzo de 2015

Balneario de Panticosa.

Está situado en el Valle de Tena, Alto Gállego, a 1.630 m de altitud, en un paraje impresionante al
que se accede por una complicada carretera que viene desde el pueblo de Panticosa (Pandicosa, en aragonés), antigua ruta hacia Francia a través del Puerto de Marcadau usada, en otros tiempos, por pastores y contrabandistas que se dirigían al vecino valle de Bearn. Al llegar nos recibe el Ibón de Baños, lago natural de unas 5 has alimentado por los torrentes que bajan impetuosos desde las cumbres graníticas –algunas de alturas superiores a los 3.000 m.- que lo rodean sepultando su cresta en el cielo, como almenas cargadas de vientos, hielos y soledad, y originando un horizonte visual recortado. Aquí nace el río Caldarés. El resto de la zona es una pradera de unas 32 has, que ocupa un típico circo glaciar de forma elíptica cubierto de depósitos, donde se asientan los servicios
del Balneario.

Su historia es larga: Era conocido desde época romana, se tiene prueba documental desde el s. XIII, se empezaron a construir edificios en el s. XVII y se desarrolló la actividad termal en el s. XVIII. Su edad de oro fue el s. XIX y principios del XX, recibiendo huéspedes afamados como Alfonso XIII, Niceto Alcalá Zamora, Ortega y Gasset, Santiago Ramón y Cajal, Primo de Rivera, etc. Después entró en decadencia de la que ahora intenta recuperarse. Sus edificios antiguos –Casino, Gran Hotel, etc.- mantienen su fisonomía decimonónica, el estilo historicista, pero los edificios nuevos rompen esta línea.

La bondad de las aguas, sus propiedades minero-medicinales han atraído a personas necesitadas de
tratamientos especiales de distintos tipos. Así las seis fuentes de aguas nitrogenadas y sulfurosas que surgen en las abundantes fracturas de las rocas  –San Agustín, Tiberio, La Laguna, Fuente de la Belleza (o del Estómago), Fuente del Carmen (o de las Herpes), Azoada (o del Hígado)- estaban indicadas de modo especial para el tratamiento de afecciones renales, digestivas, respiratorias, reumáticas, nerviosas y de piel.

Hemos venido varias veces, especialmente en dos épocas: verano y otoño. En invierno está bastante tiempo cerrado porque los aludes cortan la carretera. Tenemos imágenes archivadas y clasificadas como recuerdos, y ahora las
rescatamos de la memoria. Un luminoso día de verano, con un cielo muy despejado, venimos a disfrutar del paisaje y de una temperatura excepcional mientras la luz del sol parpadea a través de las hojas. Todavía hay nieve entre los espolones rocosos en lo alto y el bosque, y la que se deshace baja bronca por torrentes que salvan el desnivel en algunas ruidosas cascadas. Todos los colores son más claros, el verde claro de la pradera y los árboles de alrededor, e incluso el verde oscuro de los pinos y abetos que trepan ladera arriba y cubren grandes extensiones compartiendo el espacio con el gris de las rocas.

En otoño venimos un día muy gris y oscuro. El cielo está completamente cubierto por unas nubes
densas, cuyos jirones ocupan también la parte baja. Los colores son más oscuros y distintos. El verde oscuro de las coníferas es más intenso, lo que hace que destaquen los amarillos, ocres y rojos –los que más brillan- de los demás árboles. El verde claro de la hierba del suelo está casi cubierto por las hojas caídas de los robles. El otoño tiene altura artística gracias a estos cambios de color. En medio de esta exuberancia vegetal unos agentes de la Guardia Civil están educando a un perro para que localice a personas enterradas por los aludes.

En cualquiera de las estaciones, dejamos relajar el espíritu en un sedante paseo por la pradera, rodeamos parte del lago con nuestro cuadro sensorial completamente abierto y al arrullo del ruidoso y
cristalino caudal de las torrenteras que bajan de lo alto. El agua parece ahogar todas las desdichas y nos dejamos hechizar por su bronco sonido. Comparamos los señoriales edificios antiguos con los funcionales y de paredes acristaladas modernos. También pensamos en las excursiones que pueden hacerse desde aquí, como a Bachimaña, donde sufrir el impacto de su hermosura –que atrapa nuestra retina hipnotizada- y su dureza. La imagen de placidez y perfección que ofrece el paisaje produce un secuestro sensorial. Una riada de evocaciones inunda nuestro interior y produce una sensación de gozo que anima a perpetuarse en el sitio.


De vuelta, al pasar por Panticosa, recordamos el panticuto, una de las variedades de la lengua –fabla- aragonesa que, como tantas otras cosas, se ha perdido. 

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