martes, 30 de abril de 2024

Francisco de Zurbarán. Bodegón con cidras, naranjas y rosa. 

El Museo del Prado expone la única naturaleza muerta firmada y fechada de Zurbarán (Bodegón con cidras, naranjas y rosa), procedente del Norton Simon Museum. El préstamo de esta obra se inscribe en el programa ‘La obra invitada’, una actividad patrocinada por la Fundación Amigos del Museo del Prado desde 2010 para enriquecer la visita al Museo y establecer un término de comparación que permita reflexionar sobre las propias pinturas del Prado.

 

Sobre una mesa, y ante un fondo oscuro, se disponen un plato de metal con varias cidras, una cesta con naranjas, con sus hojas y sus flores de azahar, y otro plato metálico sobre el que descansan una taza y una rosa. Fechada en 1633, es la única naturaleza muerta firmada por Zurbarán, y una de las obras maestras en la historia de este género en Europa. Algunos de sus elementos, como la taza con la rosa, aparecen en otras obras del pintor, que a lo largo de su carrera prodigó los detalles de naturaleza muerta en sus composiciones religiosas. Sin embargo, son muy escasos sus bodegones independientes. Los objetos invaden buena parte de la superficie pictórica, se disponen en tres planos ligeramente diferenciados y una luz lateral muy selectiva los arranca de las sombras y contribuye a definir nítidamente sus volúmenes y a transmitir sus texturas. Zurbarán pintó esta obra a los 35 años, cuando tenía muchos encargos de instituciones religiosas sevillanas, pero iba diversificando su oferta y ampliando su clientela con obras como el Agnus Dei.

Esta exposición se completa con otras de sus obras como el Agnus Dei, Bodegón con cacharros, San Francisco de Paula, etc.

Agnus Dei, 1635-1640. Óleo sobre lienzo, 37,3 x 62 cm.

Un cordero merino de 8-12 meses de vida se expone en una mesa gris sobre un fondo oscuro, con las patas ligadas con un cordel en actitud sacrificial. Una luz que crea amplios espacios de sombras y una técnica minuciosa en la reproducción de las texturas hacen concentrar la atención en el animal. La definición del volumen y la textura es típica de la pintura de naturalezas muertas, aunque, en este caso, en el límite con la pintura religiosa.

Bodegón con cacharros. Hacia 1650. Óleo sobre lienzo, 46 x 84 cm.

Sobre una superficie de madera -mesa o repisa- se disponen, de izquierda a derecha, varios recipientes: una salvilla de peltre (bandeja con divisiones en las que se encajan copas o tazas) sobre la que se emplaza un refinado bernegal (taza ancha de boca y figura ondeada), probablemente de plata sobredorada; una alcarraza trianera (recipiente realizado en barro poroso que servían para refrescar el agua por evaporación) de las llamadas de cascarón de huevo; un búcaro de indias (seguramente del Virreinato de Nueva España), y otra alcarraza blanca de Triana encima de otro plato de peltre. Los protagonistas de la obra son la luz, que hace emerger esos objetos de las tinieblas y realza los colores y los volúmenes, y el silencio, que resulta casi palpable. Resulta una obra intemporal.

San Francisco de Paula, 1659. Óleo sobre lienzo, 124 x 96,5 cm.

El hábito y el disco, a manera de sol, con la palabra charitas que aparece en la zona superior izquierda identifican al personaje con san Francisco de Paula (1416-1507), que mantuvo estrecha relación con la orden de san Francisco. Uno de sus más conocidos milagros fue que se le apareció un ángel con un escudo dorado y brillante, como un sol, y en él está escrita esa palabra. El santo se encuentra en la soledad del campo, alusiva a su querencia por la vida eremítica, y levanta la vista del libro en el que está meditando, uniendo al mismo tiempo sus dedos en actitud devota. La figura aparece muy próxima al espectador, ocupando la mayor parte de la superficie pictórica. San Francisco de Paula se encuadra en la última etapa de la carrera de Zurbarán, caracterizada por una mayor amplitud cromática, y por un interés mucho menor por los contrastes lumínicos.



La Inmaculada Concepción, 1628-1630. Óleo sobre lienzo, 128 x 89 cm.

El culto a la Inmaculada es una de las señas de identidad de la sociedad española del siglo XVII. Sevilla se convirtió en uno de los focos concepcionistas y Zurbarán en uno de los más activos, con varias obras sobre el tema, como esta Virgen niña y estática, una de las más tempranas. Emerge de un cielo con luz de atardecer, modelada mediante el claroscuro, asentada sobre una media luna que no está rodeada de cabezas de ángeles y con las manos unidas en oración. En la parte inferior hay unas referencias topográficas que diferencian estas Inmaculadas de las de Murillo y su escuela.

 

Aparición de san Pedro a san Pedro Nolasco. 1629. Óleo sobre lienzo, 179 x 223 cm.

San Pedro Nolasco fue el fundador de la orden de Nuestra Señora de la Merced o mercedarios, cuyo objetivo principal era el rescate de cristianos cautivos de los musulmanes. Zurbarán recibió el encargo de pintar veintidós escenas de la vida del santo, con motivo de su canonización. Aquí se muestra una de las visiones que tuvo el santo, logrando transformar la escena en un encuentro espectacular de las esferas divina y terrenal, luz incandescente por una parte, intensa y físicamente realista por otra. 


El Salvador bendiciendo. 1638. Óleo sobre lienzo, 100 x 72 cm.

Es el único cuadro de Zurbarán que refleja la iconografía medieval de Jesús como salvador, aunque agrandando los motivos del orbe y la cruz, quizá para enfatizar el contenido teológico y doctrinal. Quizá también tenga una connotación eucarística, por la posición de las manos. Se ve un hombre joven, vestido con túnica roja y manto azul. Las uñas y la piel parecen naturales, mientras la cara y el cuello son de belleza idealizada y están pintadas en tonos mucho más pálidos. La barba y el pelo, plasmados con especial cuidado, evocan los iconos bizantinos y los sudarios. Una fuerte luz resalta con nitidez los contornos, cuidadosamente delineados, mientras el fondo es un espacio oscuro y vacío. La mirada se concentra en el resplandor dorado alrededor de la cabeza, que acentúa el carácter sobrenatural de la imagen, la idea de visión. 



risto crucificado, con un pintor. Hacia 1650. Óleo sobre lienzo, 105 x 84 cm.

Ante un fondo oscuro se recorta la figura casi escultórica del Crucificado al que devotamente mira un pintor. Se trata de San Lucas que, además de evangelista, fue médico y artista. Tras esa referencia de carácter bíblico quizá se esconde una alusión al valor de la pintura como instrumento devocional. El Crucificado aparece clavado con cuatro clavos, fórmula que deriva de Durero y que fue usada por Pacheco, Velázquez o Alonso Cano.


 

Defensa de Cádiz contra los ingleses. 1634-1635. Óleo sobre lienzo, 302 x 323 cm.

El hecho representado es la defensa de Cádiz en noviembre de 1625 frente al ataque de una escuadra inglesa al mando de sir Henry Cecil, vizconde de Wimbledon. La defensa estuvo al mando de don Fernando Girón y Ponce de León que, enfermo de gota y prácticamente impedido, dirigió las operaciones sentado en un sillón. Le auxiliaron el duque de Fernandina, don García de Toledo y Osorio, el marqués de Coprani, don Pedro Rodríguez de Santisteban y el octavo duque de Medina Sidonia, don Manuel Pérez de Guzmán. En el lienzo se identifican las diversas partes del campo exterior de Cádiz (fuerte del Puntal, Almadraba de Hércules, Puerta de Tierra). El personaje al que Girón transmite sus órdenes, de pie en el centro, es don Diego Ruiz, su teniente de maestre de campo. El cuadro se instaló en el Salón grande del Buen Retiro.

 

Probable autorretrato de Zurbarán (detalle de su obra Cristo crucificado, con un pintor).

Francisco de Zurbarán (Fuente de Cantos, Badajoz, 1598 – Madrid, 1664) se educó artísticamente en Sevilla, con Pedro Díaz de Villanueva, y sin duda mantuvo relaciones amistosas con Pacheco y Velázquez. Será considerado el pintor monástico por excelencia. En Sevilla pintó numerosas obras, entre las que destacan sus grandes ciclos religiosos para los conventos. En 1634 hizo un viaje a Madrid para trabajar en la decoración del Palacio del Buen Retiro. De vuelta a Sevilla, inició las series monásticas para la cartuja de Jerez y para el monasterio de Guadalupe. Su prestigio decayó cuando se extendió la fama de Murillo, y se dedicó a pintar más para América. Se mantuvo siempre dentro de la corriente tenebrista de comienzos del XVII, ignorando la evolución decorativa barroca según avanzaba el siglo.



Aprovechando la visita a esta exposición, pueden verse otras obras de este autor, como sus obras de tema mitológico, la serie los Trabajos de Hércules, expuesta en una sala cercana.

Hércules lucha con el león de Nemea. 1634. Óleo sobre lienzo, 151 x 166 cm.

Un temible león asolaba la región de Nemea. El paisaje abrupto y pedregoso es el refugio del león, que aparece de pie en el centro, en el momento en que Hércules lo asfixia con los brazos tras aturdirlo con el garrote que aparece en el suelo en primer término. La cabeza del animal es el elemento que corona la composición piramidal que dibujan las dos figuras entrelazadas. El dramatismo se subraya por la luz de atardecer que remarca la musculatura y el esfuerzo del momento. Tras matarlo, Hércules lo despellejó para convertir su piel en su vestidura, pasando a ser uno de sus atributos característicos, que se consideraba elemento de protección. 

Hércules lucha con la hidra de Lerna. 1634. Óleo sobre lienzo, 133 x 167 cm. 

El héroe se enfrenta a un animal fabuloso que representa un peligro y simboliza los males y vicios a los que vence. Los habitantes de la pantanosa región de Lerna, cerca de Argos, habían intentado acabar con la hidra, una sierpe de extraña figura con muchas cabezas. Hércules, cubierto con la piel del león de Nemea, sustituyó la fuerza por el ingenio. La hidra fue acorralada y destruida por medio del fuego y enterradas luego sus cenizas. Zurbarán destaca la poderosa figura de Hércules en el centro de la escena, en plena ejecución del castigo al monstruo y fuertemente iluminado frente a la oscuridad que envuelve el fondo. El sobrino, Iolao, aparece a la derecha de la escena, con la tea encendida. 

Hércules y el jabalí de Erimanto. 1634. Óleo sobre lienzo, 132 x 153 cm. 

Es un nuevo episodio, menos conocido, de la capacidad del héroe para vencer el mal y salvar a los hombres. El personaje está en primer plano, centrando la composición, en el momento en que se dispone a abatir al colosal jabalí que asolaba las tierras del monte Erimanto, en la Arcadia. Transportó al jabalí sobre sus espaldas hasta Micenas, para satisfacer la curiosidad de su rey Euristeo. La musculatura está muy modelada, ayudada por una iluminación efectista.


Hércules y el toro de Creta. 1634. Óleo sobre lienzo, 133 x 152 cm.

Por indicación de Euristeo, Hércules acabó con este peligroso animal, cuyo sacrificio ritual había solicitado Poseidón al rey de Creta. Al no obedecerle, el dios se vengó provocando la unión carnal de la esposa del rey y el toro, y el consiguiente nacimiento del Minotauro. Hércules venció al animal y lo llevó a Micenas. Puede verse como referencia a las batallas de los ejércitos españoles a lo largo del reinado de Felipe IV, cuya plasmación se reflejaba en las paredes del Salón de Reinos. Hay que añadir el simbolismo español del toro. Hércules está colocado en el centro de la pintura, con el cuerpo fuertemente iluminado y la cabeza en penumbra, destacado sobre el fondo oscuro, en la misma disposición de toda la serie. Un elemento importante es el paisaje fluvial circundado por una frondosa arboleda. 


Hércules desvía el curso del río Alfeo. 1634. Óleo sobre lienzo, 133 x 153 cm. 

Hércules se sitúa en el lateral izquierdo de la composición, mirando ufano al espectador después de haber desviado el curso del río Alfeo, cumpliendo el desafío que le hiciera Augias, rey de la Élide. Los establos donde dormían tres mil bueyes estaban muy llenos de estiércol y Hércules se comprometió a limpiarlos en un día. Augias no cumplió con el pago acordado. La posición es forzada, explicable por la altura a que se colocaría el cuadro; no obstante, el personaje no está idealizado. 

Hércules vence al rey Gerión. 1634. Óleo sobre lienzo, 136 x 167 cm.

En las narraciones clásicas, la muerte a Gerión, rey tiránico y usurpador asentado en España, sería uno de los últimos trabajos de Hércules, realizado una vez que se habían situado las célebres columnas de Calpe y Abyla. La fertilidad de las tierras españolas y la abundancia del ganado atrajeron a Hércules, que tuvo que acabar con la vida de Gerión para apoderarse de esas riquezas, siendo también una misión divina. Zurbarán ilustra el momento de la muerte, con Hércules de espaldas, nada idealizado como demuestra su cintura madura. Gerión está caído en tierra, en raro escorzo, tras recibir la embestida. En un claro del frondoso paisaje aparece una arquitectura en ruinas, quizá referencia al faro de Hércules. 

Hércules y el Cancerbero. 1634. Óleo sobre lienzo, 132 x 151 cm. 

El último de los doce trabajos de Hércules tiene lugar en el infierno, el reino de la oscuridad guardado por el Cancerbero, un terrorífico perro provisto de tres cabezas, que permitía la entrada, pero no la salida. Euristeo encargó a Hércules llevarle al Cancerbero, por lo que tuvo que doblegarlo sin matarlo, amenazándolo con el garrote para poder encadenarlo. Como protección usó una corona de álamo. La obra muestra un excelente modelado anatómico, con manos y rostro curtidos por el sol. El escenario es asfixiante, con detalles como el chisporroteo del fuego a pesar de la distancia a la que sería colgado. 

Hércules separa los montes Calpe y Abyla. 1634. Óleo sobre lienzo, 136 x 167 cm. 

Otra hazaña del héroe griego que tuvo como escenario la Península Ibérica y sirvió para considerarle antecedente mítico de la monarquía hispánica. Hércules aparece en el centro de la composición haciendo un gran esfuerzo, con los brazos apoyados en empuñaduras metálicas clavadas en los enormes peñascos. Una porción de mar se sitúa en el centro de la composición. Parece la colocación de las dos célebres columnas que aparecen en el escudo de Carlos V, aunque la actitud, tirando para sí de las empuñaduras, parece la de acercar los peñascos, reforzando la visión del monarca como cohesionador y no separador. El héroe está concebido en un difícil escorzo en una obra pensada para ser vista desde abajo. 


Hércules luchando con Anteo. 1634. Óleo sobre lienzo, 136 x 153 cm. 

Este gigante norteafricano era hijo de Gea, diosa de la tierra, que redoblaba sus energías cada vez que era derribado, por lo que Hércules tuvo que elevarlo del suelo para acabar con él. Anteo puede representar el deseo de la carne. El paisaje es pedregoso y aparece una caverna. La serie es de formato horizontal, pero este cuadro condiciona una solución en vertical con las figuras de los dos gigantes, por lo que se constriñe a Anteo a un espacio reducido en la parte superior.

 

Muerte de Hércules. 1634. Óleo sobre lienzo, 136 x 167 cm. 

El héroe mató al centauro Neso por haber querido forzar a Deyanira, recién casada con Hércules. La escena está sugerida en el frondoso paisaje del fondo, con Neso huyendo con los brazos en alto. Antes de morir, Neso entrega una camisa envenenada a Deyanira, con la mentira de que, si Hércules la utilizaba, convertiría en aborrecibles al resto de las mujeres. Deyanira entrega a su esposo la prenda en un ataque de celos contra Iole, la hija del rey de Etolia. Hércules siente que se abrasa en vivo, hace una hoguera y tendiendo la piel del león Nemeo, entrega sus saetas y arco a Phiocteres, diciendo que no se podía ganar Troya sin ellas, y se consume en el fuego. Los dioses le subieron al Cielo. La vestidura blanca recuerda al pintor de hábitos y la cabeza tiene detalles sorprendentes (toques de pincel iluminadores del ojo, nariz y dentadura) teniendo en cuenta que la obra se colocaría a unos tres metros de altura.

 

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