sábado, 14 de junio de 2025

Laspuña



Es una población de 378 habitantes (2024) situada a 725 m de altitud al norte de Aínsa y a orillas del río Cinca. Existen escasos restos anteriores a la Edad Media: de época romana, el pilar de un puente sobre el río Cinca; de época musulmana, una tejería. En un documento del monasterio de San Victorián fechado en 1085 aparece Laspuña como “ILLAS SPONAS”. En ese tiempo pertenecía al obispado de Lérida. En otro documento de 1228 aparece el nombre LASPUNYA, y un vecino, Ramón Castany. En 1495, era propiedad del Señorío Eclesiástico de San Victorián. En la época de Felipe II, por los años finales del siglo XVI, los mozos de Laspuña junto con los de Sobrarbe participaron tanto para detener la invasión de Aragón por Felipe II como para defender los puertos de Plan, Bielsa y Gistaín de la invasión de los bearneses. 


En el año 1600 el concejo de Laspuña acordó la construcción de un molino que llegó a durar hasta 1960. Por entonces comenzaron las explotaciones forestales produciéndose una época de gran esplendor económico ya que la madera llegó a emplearse hasta para la fabricación de barcos. En la segunda mitad del siglo se construyó la iglesia de Laspuña y la ermita de Fuente Santa. Pero a finales de siglo las sequías y las pestes y epidemias asolaron el municipio y diezmaron la población. A lo largo del siglo XVII y sobre todo del XVIII la población se recuperó gracias sobre todo al auge de la explotación maderera y al transporte de la misma por el río hasta el Mediterráneo, Laspuña es cuna de grandes nabateros. Después de la guerra civil del siglo XX la continuidad de las explotaciones madereras permitió a Laspuña ser uno de los pueblos más desarrollados de la época hasta la época de la emigración a las grandes ciudades.   


Los bosques de la zona han sido explotados desde el siglo XVII, ayudando a la producción agrícola y ganadera. Tradicionalmente se ha usado la madera para la construcción de útiles y herramientas, y edificación de viviendas y construcciones agrícolas. La extracción y venta de madera supuso un importante recurso económico para los habitantes de Laspuña debido a su alto precio. El transporte de madera para su venta se realizaba a través del cauce fluvial del Cinca. Los navateros de Laspuña y de las localidades próximas preparaban los largos troncos y los ataban formando naves flotantes articuladas, conocidas como navatas o almadías. Sobre ellas surcaban las aguas que los habrían de llevar hasta las lejanas costas del Meditérráneo.





Museo de las Navatas y de la madera
. En la planta superior del edificio del Ayuntamiento podemos encontrar instrumentos relacionados con el corte y manipulación de la madera, objetos realizados en madera y maquetas de los medios tradicionalmente empleados para su transporte, las navatas, y objetos recopilados por la Asociación de Navateros.

En Ceresa, pueblo cercano, hay otro museo dedicado a una de las principales actividades económicas del valle, la extracción y manipulación de la madera. Es el Centro de Interpretación de la Naturaleza y Actividades Tradicionales, que contiene una colección de utensilios y herramientas.





 

 

Ecomuseo navatero. Varios paneles distribuidos entre el pueblo y el río explican el proceso de construcción de las navatas y sus viajes.

Descenso hasta Aínsa. Último domingo de mayo (mayenco).

En 1983 los jóvenes de la zona se interesaron por recuperar el oficio y formaron la Asociación de Nabateros de Sobrarbe con el objetivo de conservar y dar a conocer la historia y el trabajo de los nabateros.

Ruta de los nabateros en Puértolas.

En 2022 fue inscrita en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de UNESCO dentro de la candidatura “Timber Rafting/La Maderada/Cultura del Transporte Fluvial de la Madera.

El viaje de la nabata.

Los “nabateros” soltaban las “nabatas” de las plachas de Laspuña sabiendo su destino, pero no el tiempo que invertirían, ni los lugares donde pernoctarían. La velocidad dependía del caudal del río y de los contratiempos que pudieran presentarse. Lo habitual era que el viaje durara siete jornadas, cuatro hasta el Ebro y tres hasta Tortosa, aunque podía alargarse. Solían partir cinco o seis nabatas de tres tramos en la misma expedición, conducidas por 15 o 18 nabateros. No salían muy juntas, por el peligro de chocar, partiendo, aproximadamente, cada cuarto de hora.

Navatas en Monzón, 1847-1853
La primera etapa era hasta Monzón, con gran velocidad por la fuerte pendiente y con los inconvenientes del difícil túnel de Mediano y los estrechos de Entremón, los dos puntos más temidos. Tras pasar Ligüerre de Cinca ya podían respirar tranquilos, y más desde El Grado.

Entre Monzón y Fraga disminuía la pendiente y la velocidad, y en algunas ocasiones, los nabateros vendían maderos en alguno de los pueblos de la orilla, como Pomar, Alcolea o Zaidín. En Fraga se solían acoplar las nabatas de dos en dos, quedando tres embarcaciones de seis tramos cada una. Así, los nabateros sobrantes podían volver a su casa mientras que el resto continuaba la tercera etapa hasta Mequinenza, punto de unión con el Ebro.

En Mequinenza se hacían nuevos coples, de las tres nabatas se hacían dos y de nuevo parte de los nabateros emprendían la vuelta a la montaña. Por el Ebro se navegaba despacio y se compartía recorrido con almadías navarras, rais catalanas y barcas cargadas de carbón. Se hacía escala en Fayón y la quinta noche se pasaba en Flix, donde había que esperar a pasar las esclusas al día siguiente.

La sexta jornada llevaba hasta Mora o, si no había viento en contra, hasta Xerta. La última jornada, como todas las del Ebro, solía ser tranquila y los nabateros tenían tiempo para relajarse y comprar víveres en los pueblos por los que pasaban. Al llegar a Tortosa comenzaba el duro regreso.

Algunos habían regresado ya desde Fraga o Mequinenza, recibiendo dinero del amo y cargados con cuerdas, hachas y barrenas. El viaje era largo desde Tortosa, andando durante siglos, en ferrocarril hasta Barbastro más tarde. Desde aquí, andando durante una larga jornada.

Primera foto conservada de un navatero sobrarbense: Francho García en 1898

Zinca traidora.  Zinca traidora, Zinca traidora / que as piedras amuestras / y os ombres afogas. // bis // Por o barranco de Biembro /puya Felipón dá a Flor/ con a estral bien esmolada / d´o ferrero Lorenzón. // Se sentiban as estrals / trucando en a madera / y cayeban firmes trallos /l rodando por a ladera. // Denzima de dos conchez / se b an adobando os trallos, / se fan mortesas y estgachas / y o ligallo pía os trampos //. Ya ye clabau o ropero, / ya ye colgau o salau/, y os boticos plen s d´esprito / que augua ya en temenos prou.

Las dificultades.

Cuando la nabata se paraba en una parte poco profunda: 1.Se abrían los lapazons (los dos maderos de los extremos laterales de cada tramo), que se soltaban de su parte trasera para aumentar la flotabilidad. 2.Se retiraban piedras gruesas del río para formar pequeños canales o escorras. 3.Si todo esto no funcionaba, los nabateros se veían obligados a bajar al agua para empujar con las barras o barría-

La nabata se para. Si el último tramo de una nabata de tres tramos era el que quedaba parado, los nabateros ataban un extremo de gruesa soga en el tramo anterior y el otro extremo en el tramo atascado. Una vez atada la soga, cortaban con el hacha las tres acopladeras que unían ambos tramos. Los dos primeros tramos prosiguen su camino con creciente velocidad, hasta que la cuerda se termina y se produce un fuerte tirón que consigue desplazar el último tramo.

La nabata quedaba atravesada en el río, detenida por la pilastra de un puente. También era necesario cortar las acopladeras y hacer que cada tramo saliera por un lado del obstáculo, teniendo cuidado de que permanecieran unidos por la soga, para poder después acoplarlos de nuevo.

Algunos contratiempos suponían alargar el tiempo del viaje, otros ponían en peligro la vida de los nabateros y otros hacían peligrar la mercancía, la madera.

Peligros naturales. El descenso del río Ebro solía ser lento, especialmente cuando soplaba viento en contra. Sin embargo, cuando bajaba crecido, el Ebro era muy peligroso. Especialmente temidos eran los remolinos, en los que las nabatas giraban como paja sobre las aguas.  La nabata debía ir siempre siguiendo la dirección de la corriente, para que el agua la empujara siempre por detrás. Si el agua la empujaba por un lado, en pocos segundos estaba cruzada y se hacía ingobernable. Si había demasiada agua, la nabata podía acabar chocando con las rocas. En este caso, el nabatero nunca debía soltar la madera, agarrándose donde pudiera. Cualquier cosa era mejor que caer de la nabata, porque era fácil quedar bajo los troncos y ser aplastado por ellos.

El túnel de Mediano era uno de los mayores peligros: las aguas del Cinca se dirigían rápidas a la boca del túnel y los nabateros debían luchar para embocar la nabata hacia el interior y agacharse rápidamente, porque la altura del techo no permitía el paso de un hombre erguido.

Los robos de madera por las noches eran bastante frecuentes, tanto durante la construcción en la placha como cuando se bajaba por el río y las nabatas se quedaban atadas en la orilla mientras los nabateros dormían. A los troncos robados se les llamaba maderos de luna.

Dejar la vida. El último nabatero que se ahogó en el Cinca fue Mariano de Chan Soro, de Laspuña. Murió en el túnel de Mediano en 1943 al chocar y darse la vuelta la nabata. En 1936 había perdido la vida Pallaruelo, nabatero de Laspuña, tras el choque de la nabata con el puente de Albalate.

Durante el siglo XX se tiene constancia de al menos otros dos nabateros de Laspuña y uno de Belsierre que perecieron en el río. Teniendo en cuenta el escaso número de habitantes de los pueblos, la lista de víctimas evidencia los riesgos de esta profesión.

El final de una época. La sociedad ha cambiado. El 12 de junio de 1983, después de comer en Aínsa, volvieron a posar los mismos nabateros de los que se conserva una foto de 1946 o 1946. Casi cuarenta años separan ambas fotografías: sin embargo, esos cuarenta años cambiaron la sociedad rural del Alto Aragón más que los cuatro siglos anteriores.

Ya no bajan nabatas por los ríos altoaragoneses. No es por la competencia de los veloces camiones, ni por las presas, ni por la dureza del oficio. Es porque ha muerto el mundo al que pertenecían. Ya no se hila el cáñamo, ni la lana; ya no se trilla en la era; ya no se lava en el río; ya no bajan por las cabañeras los grandes rebaños trashumantes.

Las últimas nabatas. Comenzó el siglo XX con malos augurios para los nabateros. A partir de la segunda década se emprendieron presas, túneles y centrales eléctricas que iban bloqueando los antiguos cauces nabateros. También aparecieron leyes que dificultaban el tráfico de almadías para favorecer los intereses de las grandes empresas hidroeléctricas, estableciendo requisitos legales difíciles de cumplir, sobre todo para barranquiar maderos sueltos. En la misma época se construyeron carreteras que unían el valle del Ebro con los bosques pirenaicos. Hacia 1930, como consecuencia de las ventajas ofrecidas por el transporte por carretera y de las dificultades fluviales, el tráfico nabatero había casi desaparecido.

La vieja sociedad había muerto. Era como un gran arco cuyas dovelas se llamaban autoconsumo, transhumancia, heredero único, casa, piedra y losa, lengua aragonesa, nabatas, etc. Cuando algunas piedras de este arco se movieron, todo el arco cayó, porque unas sujetaban a otras y todas se necesitaban entre sí. Es el cambio histórico, es la sociedad que evoluciona.

Un breve resurgir. Luego llegó la Guerra Civil y después la posguerra, coincidente con la Segunda Guerra Mundial, con la consiguiente escasez de vehículos y de combustible. Toda España se ruralizó y retrocedió varias décadas. En la posguerra la madera era muy demandada en las obras de reconstrucción tras la guerra y alcanzó precios elevados, por lo que durante unos años el viejo oficio nabatero volvió ser rentable. Poco a poco el país se fue recuperando y desde 1943 el transporte en camión pasó a ser predominante. También se generalizó el transporte por cable para descender a la parte baja de los valles los troncos talados en las laderas.

En Cataluña los raiers abandonaron su oficio entre 1928 y 1930, y ya no lo reemprendieron. En Navarra se retomó, pero se dejó definitivamente en 1945. Los nabateros sobrarbenses continuaron bajando troncos por el Cinca hasta 1949. La última madera que llegó a Tortosa por el río fue facturada el 31 de julio de 1949 por Mariano Pallaruelo, siendo probablemente el último viaja almadiero a nivel nacional

Sacar la madera.

Bosques del Pirineo. Si el bosque era llano, los animales ideales para sacar la madera eran los bueyes, tranquilos y lentos, con una fuerza descomunal que les permitía arrastrar varios troncos en un solo viaje. Si el terreno (como solía suceder) era pendiente, se empleaban machos porque, aunque menos fuertes, son más ágiles que los bueyes y en las bajadas podían correr más que el tiro.

Tiradores. El trabajo de los tiradores era duro y peligroso. Los mulos empleados para tirar suelen ser animales soberbios, que necesitan del diario y agotador trabajo para mantenerse manejables.

Equipamiento de los machos.

1.Collera. El macho lleva en el cuello una collera que reparte bien toda la presión del tiro en la parte delantera del animal para tirar de los maderos.

2.Horcates. Sobre la collera, realizada con lona y cuero envolviendo un relleno de paja, iban dos piezas de madera llamadas horcates.

3 y 4. Anchuelas y tirantes. De los horcates parten dos cadenas de hierro que forman un lazo, llamadas anchuelas, a las que se enganchan  dos largas cadenas llamadas tirantes, que van una por cada lado del animal.

5.Badal. Tras el animal, para separar los tirantes, va una pieza llamada badal. Tras el badal, los tirantes terminan en la cadena que amarra el tronco o los troncos del tiro. Si el tiro era muy grande o el terreno muy pendiente, se enganchaban varios machos a un mismo tiro. En algunas ocasiones se ponían hasta cuatro machos en el mismo tiro.

Cuando se calculaba que los árboles cortados y cuadrados estaban secos, había que sacarlos del bosque, para lo que se empleaba la fuerza de los animales.

Tirar por el río.,

A veces se hacía avanzar el tiro por el cauce de pequeños riachuelos para facilitar el trabajo de los machos ya que el tronco resulta menos pesado en el agua. Se le llamaba tirar por el río.

Tirar: acción de arrastrar madera con tracción animal.

Tirador: el hombre que conduce los animales y tiro llaman al conjunto de troncos que una caballería lleva en cada viaje.

Barranquiar. Si se llegaba a un pequeño río y los troncos se podían transportar ya por flotación, se llamaba barranquiar. Por estos ríos los troncos van sueltos, dirigidos por barranquiadores. Normalmente este trabajo lo hacían los propios nabateros. No obstante, hubo gente muy especializada en el trabajo del barranqueo, como los hombres de Salinas de Sin.

Gancha es un gancho de hierro con una punta afilada en su extremo, que se coloca en una pértiga de avellano de unos tres metros, empleada para dirigir los troncos.









martes, 10 de junio de 2025

Bohemia

Museo de Historia de Madrid.

La bohemia artística nació en el siglo XIX. En sus inicios la palabra “bohemio” era prácticamente sinónima de “gitano”, al proceder muchos de estos de la región de Bohemia (actual República Checa). A lo largo del siglo, el adjetivo bohemio comenzó a asociarse con el artista, quienes veían representados en el pueblo gitano algunos de sus anhelos: libertad, rebeldía, falta de ataduras, una identidad propia, un lenguaje, etc. Se pasó entonces a tildar como “bohemios” a un colectivo de artistas, pintores, músicos y escritores, que practicaban un estilo de vida alejado de los valores burgueses imperantes. No existió una única forma de bohemia: la hubo intelectual y comprometida, pintoresca o tabernaria, en un momento en que la figura del escritor comenzaba a profesionalizarse.


Madrid fue el centro de la bohemia española. Una ciudad en transformación que se convirtió en el escenario urbano de sus aventuras y desventuras.

“¡Viva la bohemia!”, fue la expresión con la que George Sand concluyó su novela La dernière Aldini (1837) y, tradicionalmente, se ha aceptado como la primera referencia literaria a la bohemia.

Entre nosotros había algunos empedernidos bohemios. Vivían como podían, a salto de mata. Escribían en periódicos que no pagaban o que lo hacían muy mal; pintaban cuadros que no vendían; publicaban versos que nadie leía; dibujaban caricaturas que no quería nadie”.

Ricardo Baroja, Gente del 98, 1935.


Eduardo Chicharro, Tejados de Madrid, óleo sobre lienzo, 1899.

“Por la cuadrada ventana, se veía un grandioso país de nubes y tejados (…) En cúpulas y tejados, veíanse las formas más extrañas y las variedades más caprichosas. Ofrecía el conjunto una crestería chabacana, de recortados picos, aleros, palomares y tantísima chimenea, como negro ejército en desorden, las unas empenachadas de humo, las otras no, muchas torcidas y con el capacete ladeado”.

Benito Pérez Galdós, Doctor Centeno, 1883.

Entre 1847 y 1849, Henri Murger publicó por entregas en la prensa francesa la novela Scènes de la vie bohème. La obra narraba las peripecias de un grupo de artistas bohemios en el Barrio Latino parisiense. La novela fue un éxito y pronto se hizo una adaptación para el teatro. En 1896, Giacomo Puccini estrenó la ópera La Bohème, tomando como inspiración el texto de Murger.

Los ecos de Murger se expandieron por España. Enrique Pérez Escrich publicó la novela El frac azul. Memorias de un joven flaco (1864), considerada como el aldabonazo de la literatura bohemia española. Pero la repercusión fue todavía mucho más allá. La ópera de Puccini se parodió en la zarzuela La golfemia (1900), con el libreto de Salvador Mª Granés y música del maestro Arnedo, llevándose la trama desde París al Madrid más castizo, como si se tratara de un espejo deformante. Algunos años más tarde, se estrenó con rotundo éxito la zarzuela Bohemios (1904), esta vez con letra de Perrín y Palacios y partitura del maestro Vives. Pío Baroja llegó a escribir para el teatro Adiós a la bohemia, (1911), texto que más tarde Pablo Sorozábal convertiría en una “ópera chica” con el mismo nombre.

París: las primeras luces.

En el siglo XIX, París era la gran capital cultural de Europa. Todo sucedía en París. Escritores y artistas españoles viajaban a la ciudad francesa con el sueño de alcanzar la gloria, bien sumergiéndose en su bohemia, bien tomando distancia de ella. Las sensaciones que París les provocó quedaron retratadas en sus obras pictóricas o en los numerosos textos en los que describían con detalle sus vivencias, sus éxitos y fracasos: Ramón Casas, Santiago Rusiñol, Miguel Utrillo. … La bohemia de Montmartre y del Barrio Latino, los encantos y peligros del “falso azul nocturno”, se convirtieron en auténticos cantos de sirena.

Entre la multitud de artistas que decidieron viajar a París, estaban Enrique Ochoa y Manuel Luque. El primero dejó algunas escenas, a modo de apuntes, donde mostraba las penurias que pasaban los artistas (el pintor en su buhardilla, los tres artistas sentados en un parque…). Ochoa ilustró cubiertas para escritores pertenecientes al círculo bohemio, como Antonio de Hoyos y Vinent, Eliodoro Puche o Rubén Darío.

Por su parte, el almeriense Manuel Luque inició una importante carrera como caricaturista en la prensa francesa. Sus caricaturas de los poetas simbolistas adscritos a la bohemia francesa, como Verlaine, Mallarmé o Rimbaud, se hicieron especialmente célebres. Poetas considerados malditos, cuya vida bohemia poco tenía que ver ya con la candidez de los protagonistas de la obra de Murger.

                  Hermen Anglada Camarasa, Mujer de noche en París, óleo sobre tabla, 1898

               Raimundo de Madrazo, Salida del baile de máscaras. Óleo sobre tabla, hacia 1885

                Ramón Casas, Pláticas de familia. Carboncillo y gouache sobre papel, Hacia 1899

                         Martín Rico, Vista de París desde el Trocadero. Óleo sobre lienzo, 1883 

                                         Eliseo Meifrén, Plaza de París. Óleo sobre lienzo, 1887

El resplandor español.

La primera generación de la bohemia española surgió a mediados del siglo XIX. Se trataba de un grupo de escritores postrománticos ligados al periodismo y al teatro. Fue también la época dorada del folletín, en la que grandes autores se rodeaban de escritores menores que les servían de secretarios o de meros escribientes a los que dictar sus obras. Muchos de ellos vivían de forma precaria y anónima en las buhardillas.

Los primeros bohemios españoles eran jóvenes ilusionados por lograr un día el éxito y el reconocimiento del público, pero también mostraron su compromiso político en favor de una regeneración liberal. Cuando estalló la revolución de 1854, que provocó serios altercados en la capital madrileña, muchos de ellos lucharon en las barricadas.

La novela El frac azul. Memorias de un joven flaco (1864), de Enrique Pérez Escrich, inauguraba la literatura bohemia española. Con un carácter autobiográfico, Escrich advertía a los jóvenes de los peligros que acechaban en el camino de la fama. Al margen del protagonista de la novela, Elías, alter ego del autor, el resto de sus compañeros bohemios fueron personajes reales, como los escritores Florencio Moreno Godino (conocido como Floro Moro Godo), Antonio Altacill o Roberto Robert.

Los cafés madrileños de la época (la Perla, el Suizo o el del Príncipe) eran los centros de reunión de aquellos jóvenes. Cafés románticos a los que, décadas más tarde, se les rendiría culto. 



Escribir en Madrid es llorar,

es buscar voz sin encontrarla,

como una pesadilla

abrumadora y violenta”.

Mariano José de Larra, “Horas de invierno”, El Español, 25 de diciembre de 1836

 

Ricardo Baroja, Retrato de Mariano José de Larra, Óleo sobre lienzo, 1930

 

                                  Ricardo Balaca, El café, Óleo sobre hojalata, hacia 1860-1865 

         Jesús Evaristo Casariego, Inauguración del alumbrado eléctrico en la Puerta del Sol, 1878 

         Leonardo Alenza, Lectura en el café de Levante de Madrid, Óleo sobre lienzo, hacia 1830

La bohemia heroica.

En las últimas décadas del siglo XIX, surgió un grupo que plantó cara a la mediocridad y remplonería que, según su opinión, caracterizaba a la sociedad española del momento. Son la llamada Gente Nueva, que luchará contra lo “viejo”, lo “anticuado”. A estos “modernos” o “modernistas”, término utilizado de forma peyorativa por sus contrincantes, pertenecieron los miembros de la segunda generación de bohemios. Se consideraban un tipo de aristocracia artística, enfrentada con todo lo que representase el ideal burgués, su principal enemigo. Su ideología los posicionaba dentro del socialismo y el anarquismo, y denunciaron la precaria situación de miseria y hambre que vía entonces gran parte de la población española.

Esta bohemia conocida como “heroica o santa bohemia” se agrupó en periódicos como Democracia Social, La Piqueta, Don Quijote y, en especial, en torno al semanario Germinal, dirigido por Joaquín Dicenta. Fue precisamente una obra de Dicenta, Juan José (1895), la que supuso el inicio del teatro social, en la que por primera vez la clase obrera se veía representada con veracidad sobre las tablas.

El gran bohemio de esta generación modernista fue Alejandro Sawa (1862-1909). Amigo de Paul Verlaine, a quien frecuentó durante su estancia en París, Sawa representaba el ideal del escritor libre, inadaptado, comprometido con su causa hasta las últimas consecuencias: una trágica muerte rodeada de locura y pobreza. Valle-Inclán se inspiró en él para crear el personaje de Max Estrella en Luces de bohemia.

Andar por calles y plazas hasta las altas horas de la noche, entrar en una buñolería y fraternizar con el hambre y con la chulapería desgarrada y pintoresca, impulsados por este sentimiento de caballero y de mendigo que tenemos los españoles, hablar en cínico y en golfo y luego con la impresión en la garganta del aceite frito y del aguardiente, ir al amanecer por las calles de Madrid, bajo un cielo opaco, como un cristal esmerilado, y sentir el frío, el cansancio, el aniquilamiento del trasnochador.

Dejar después la ciudad y ver entre las vallas de dos solares esas eras inciertas, pardas, que se alargan hasta fundirse con las colinas onduladas del horizonte, en el cielo gris de la mañana, en la enorme desolación de los alrededores madrileños”.

Pío Baroja, La Esfera, 1915.

 

Mateo Silvela y Casado, Tienda asilo, óleo sobre lienzo, 1890.

A finales del siglo XIX, la miseria y el hambre se habían convertido ya en un serio problema para la sociedad madrileña. Una de las iniciativas que se pusieron en marcha para intentar aliviar la situación fueron las llamadas tiendas-asilo. Fundadas según el modelo francés, estos centros benéficos ofrecían dos comidas al día a los más desfavorecidos a unos precios muy económicos. En Madrid, se abrieron, por ejemplo y entre otros lugares, en las calles de Doctor Brumen, Jorge Juan o en las inmediaciones de Ferraz, con no poco disgusto para los vecinos más acomodados.

La revista Germinal (1897-1899), dirigida por Joaquín Dicenta y en la que colaboraban importantes firmas de la bohemia modernista, mostró un férreo compromiso político y social. Además de los artículos publicados, en sus páginas se reprodujeron obras pictóricas que tenían un claro componente de denuncia social: Trata de blancas (Joaquín Sorolla), La Virgen obrera (Cutanda), Una desgracia (José Jiménez Aranda), etc. La obra Tienda-asilo fue la escogida para ilustrar el artículo firmado por Ernesto Bark en el que comparaba el naturalismo francés de Émile Zola con el español de Joaquín Dicenta y Alejandro Sawa.

 

Pablo Picasso, Bohemia madrileña (Grupo de artistas), 1901.

Durante su estancia en Madrid, en 1901, Picasso se relacionó con la bohemia madrileña. Pruebade ello, es este dibujo en el que se retrató junto a un grupo de amigos artistas, quienes parecen hacer un alto en el camino en uno de sus habituales paseos nocturnos por el extrarradio de la ciudad.

De izquierda a derecha: personaje desconocido, Henri Cornuty, Francesc d´Assís Soler, Pablo Picasso y el poeta Alberto Lozano.

El dibujo apareció reproducido en las páginas de Arte Joven (1901), la revista dirigida por Francesc d´Assís Soler y el propio Picasso, con la intención de agitar el arte del momento.

No es nuestro deseo destruir nada: es nuestra misión más elevada. Venimos a edificar. Lo viejo, lo caduco, lo carcomido, ya caerá por sí solo, el potente hálito de la civilización es bastante y cuidará de derribar lo que estorbe”.

Arte Joven, 10 de marzo de 1901.

 

          Manuel Benedito, La familia del anarquista el día de la ejecución, Óleo sobre lienzo, 1899

Espacios de bohemia y golfemia.

La bohemia está ligada a Madrid con fuertes lazos. La ciudad no sólo es el escenario urbano donde transcurre la vida bohemia, sino que es el continente real donde los escritores vierten las esperanzas y decepciones, llegando a convertirse en un personaje más de su literatura o en el objetivo de sus denuncias sociales. A finales del siglo XIX y comienzos del XX, Madrid es una capital anquilosada en el tiempo, con un entramado laberíntico de calles estrechas y amenazantes.

La bohemia vive en las buhardillas, en las tertulias de los cafés -que pueblan las inmediaciones de la Puerta del sol-, en las redacciones de los periódicos, en los cafés cantantes, en los cafetines y tabernas. El bohemio es “hermano de la prostituta”, a la que elogia y dedica versos, como compañera de un desarraigo común y compartido. El escritor Emilio Carrère será el gran rapsoda de ese “barrio latino matritense” al que cantará y evocará su recuerdo.

Fue en estos espacios donde comenzó a aflorar un grupo de escritores más ligados a los bajos fondos que a la literatura. Esta “golfemia”, amiga del alcohol y del sablazo, llegó a formar la tercera generación de la bohemia española que poco nada tendrá que ver ya con la de la “santa bohemia” del pasado. Una golfemia que, a partir de 1910, con el inicio de las obras de la Gran Vía, y hasta mediada la década de los años 30, fue testigo de cómo el Madrid antiguo de la bohemia heroica se iba deshaciendo poco a poco en beneficio de la modernidad y el progreso.

                               José Gutiérrez Solana, Chulos y chulas, Óleo sobre lienzo, 1906




Enrique Martínez Cubells, La Puerta del Sol. Óleo sobre lienzo, hacia 1900.

Límpiate el polvo del camino, cambia de traje, ponte el sombrero, apóyate en mi brazo, salgamos a la calle, vamos a la Puerta del Sol y emprendamos la caminata”.

Eusebio Blasco, Madrid por dentro y por fuera, 1873.





 

José Bermejo, El cafetín. Óleo sobre lienzo, 1926.

“El cuadro que ahora presenta de gran tamaño se titula El cafetín. Bermejo es el pueblo mismo de Madrid. El chulo, la modistilla, el trapero, el requesonero, el vendedor de flores, el tañedor de flores, el tañedor de guitarra, la peinadora, la chalequera, el albañil, todo el Madrid callejero que invade cafetines, teatrillos y tabernas, y que tal vez percibió Bermejo con el especialísimo tono y el ambiente recargado de madileñismo del Juan José de Dicenta”.

Francisco Alcántara, “La exposición Nacional de Bellas Artes”, El Sol, 28 de mayo de 1926.


 

         Arturo Souto, Tertulia de Valle-Inclán Café Granja El Henar, Óleo sobre lienzo, Hacia 1928

                       José Gutiérrez Solana, La casa del arrabal. Óleo sobre lienzo, hacia 1934

Juan Gris (José Victoriano González), Marta, la ciega. Tinta china y toques de gouache en blanco sobre papel granulado crema, hacia 1907.

Antes de su asentamiento en París y su etapa cubista, realizó varios trabajos para la prensa española. Una de las colaboraciones fue para el semanario satírico madrileño ¡Alegría! En esta revista publicó, en junio de 1907, su dibujo Marta la ciega, dentro de la sección “Vaciados alegres”; un espacio donde personajes de la calle o del ámbito político y académico parecían retratados por los grandes dibujantes del momento (Sancha, Robledano, Ramírez, Juan Gris), junto con un poema alusivo. En este caso, el dibujo de Gris se acompañó de un poema firmado por “Epicteto”, cuyo primer verso correspondía con la famosa habanera que debía cantar nuestra protagonista en la calle:

“He nacido en un bosque de cocoteros (…).

El mismo año, 1907, Antonio de Hoyos y Vinent, escritor y aristócrata bohemio, hacía referencia en su novela A flor de piel a una mendiga invidente, de nombre Lucía, que pedía limosna a la puerta del Teatro Apolo de Madrid, mientras tocaba la guitarra y cantaba la misma habanera a la que se refiere el poema de la revista ¡Alegría!, por lo que cabe pensar que se tratase de la misma persona, conocida sobradamente en la ciudad. Como curiosidad, reseñar que dicha novela la había dedicado a Valle-Inclán.

 

La luz en el espejo.

El espacio que cierra la exposición está dedicado a Valle-Inclán y su obra Luces de Bohemia, publicada como libro en 1924. Tomando como inspiración a Alejandro Sawa, traza a este literato loco, ciego y pobre para recorrer en una agónica jornada el “Madrid absurdo, brillante y hambriento” donde sitúa la acción. Max Extrella dice “¡El esperpento lo inventó Goya!”, por lo que se incluyen en este espacio algunos Caprichos de Goya, en los que se aprecian la deformación o caricaturización de sus protagonistas. A ella había aludido, quince años antes, Francisco Sancha en algunas de sus “Escenas madrileñas” (El Golfo, El Aguaducho o El ciego Fidel). Ya en la salida se nos invita a esta reflexión, en palabras de Pío Baroja: “La bohemia es una de tantas leyendas que corren por ahí; una bonita invención para óperas y zarzuelas, pero sin ninguna raíz en la realidad”.

Sánchez Álvarez, Busto caricatura de Ramón María del Valle-Inclán. Madera frutal tallada, tintada y encerada, 1932



Higinio Vázquez, Ramón María del Valle-Inclán, Hormigón patinado, 1971

Este gran don Ramón de las barbas de chivo,

cuya sonrisa es la flor de su figura,

parece un viejo dios, altanero y esquivo,

que se animase en la frialdad de su escultura (…)”

Rubén Darío, “Soneto”, El canto errante, 1907



                                   Vicente Moreno, Retrato de Ramón María del Valle-Inclán

 

                                                              Callejero del Madrid bohemio