La Pinilla
Es un día de finales de un invierno que ha sido suave, con pocos días fríos y con pocas precipitaciones, disminuidas más todavía en forma de nieve. El día aparece muy despejado, sin nubes, pero con calima que enturbia la mirada lejana. El objetivo es la estación de esquí de La Pinilla, situada en la ladera norte de la Sierra de Ayllón (Sistema Central), término municipal de Cerezo de Arriba, provincia de Segovia, que se ubica sobre un antiguo circo glaciar y sus morrenas, las únicas formas glaciares de la zona. Su cota mínima está 1.497 m, y la cota máxima en 2.060 m. La máxima altitud es el Pico del Lobo, de 2.274 m, el más alto de Guadalajara y Castilla-La Mancha, en la frontera con Castilla-León.
Ha nevado algo hace unas semanas, pero la buena temperatura ha deshecho la nieve en gran parte. La estación de esquí está cerrada y vacía. Las banderas al ligero viento anunciándola, pero las instalaciones paradas, todo cerrado y los pasos cortados. Dos o tres coches más en el otro aparcamiento. Es una ciudad fantasma. La estación es pequeña, aunque cuenta con algunos servicios (hotel, restaurante, tiendas, etc.) y unas pocas viviendas, algunas de las cuales han visto tiempos mejores. En alguna ventana se ve un letrero de “Se vende” y da la sensación de que no se conservan debidamente los edificios. Si no hay nieve, no vale la pena invertir aquí, aunque el paisaje sea magnífico.
La senda se sumerge en el denso bosque, muy espeso, los árboles contra el cielo, con apenas algún pequeño charco de sol entre la hierba que ilumina tenuemente la umbría. El camino es ancho, vestido de hierba y arbustos rastreros y con algunas rocas grises de granito que resaltan del verde.
Para animarnos, aparece un amable cartel en un árbol que indica 4,5 km al pico del Lobo. El ritmo de marcha es lento y va a ser mucho trayecto. Las aplicaciones en el móvil nos indican lo que llevamos recorrido, poco, y lo que nos queda, mucho. Escuchando el itinerario de nuestros pasos conseguimos paciencia y autodisciplina. La subida ocupa nuestro pensamiento.
De improviso, como si hubiéramos alcanzado una altitud determinada, empieza a aparecer la nieve entre los pinos, pero no en el camino. Todavía se ve mucho verde entre el blanco y así seguimos subiendo. El bosque nos absorbe, nos engulle, desaparecemos en él. Vivimos en el verdor. Parece que estamos en el corazón de las tinieblas. Las veredas se desdoblan en la ladera, acosadas por el bosque. La ruta se quiebra en un bravo paisaje. La nieve va apareciendo también en tramos del embarrado camino, cada vez más densa, con un hilo de agua escurriéndose por debajo, deshaciéndose por la buena temperatura. Al aumentar el grosor de la capa de nieve nos hundimos más, por lo que es llegado el momento de ponernos las raquetas, que para eso las hemos traído. Podríamos seguir sin ellas, pero hay que estrenarlas. La colocación es fácil y rápida, a pesar de ser la primera vez que las usamos. La marcha era lenta por la fuerte pendiente y ahora lo sigue siendo por la pendiente y por la nieve. En algunos puntos está muy blanda y nos hundimos a pesar de las raquetas; en otros, parece estar algo helada y, para no resbalar en el lateral del camino, hay que clavar bien los pinchos pisando fuerte. Seguimos lentamente y con mucho cansancio. La senda asciende mientras se desprende de su escolta vegetal. El bosque parece que se va abriendo, va perdiendo su espesura, y entre los árboles se divisa, en medio de la calima que suaviza los colores, el paisaje llano más allá de la sierra. Los árboles ralean. El bosque se abre definitivamente y el viento nos refresca la cara. El sol brilla más, por encima de la calima, nos inunda la cara y hace brillar las raquetas. A esta altitud está todo nevado, aunque con poco espesor y más allá se ven las pistas con poca nieve, con todos sus perfiles destacados. En estas soledades estamos cuando, inopinadamente, aparece un atleta despojado de prendas de abrigo y con un ritmo muy alto que desaparece en un momento. Vamos parando a respirar continuamente. En el llano, a pesar de los colores descoloridos por la calima, se aprecia muy bien la diferencia entre las dos clases principales de vegetación, de bosque, el color ocre de los robles y el verde oscuro de los pinos. Pinares y robledales de roble melojo (ecosistema característico de gran valor ambiental, explotados para carbón vegetal por su capacidad para rebrotar de raíz). Tupidas robledas que se escalonan. Además, hay retamares y piornales (piornos y enebros rastreros), especialmente en la parte alta, cuando escasean los árboles.
Los pasos marcan las pautas del tiempo. Jadeando por el esfuerzo, al tiempo que anticipamos la vista, nos entregamos al camino. Vista larga y paso corto. Estamos cerca de llegar a lo alto, a la cuerda, para seguir hasta el pico del Lobo, pero estamos muy cansados. El cuentakilómetros del cerebro se queda en blanco. Los jóvenes podrían seguir, pero, en atención a los mayores y con actitud de digna capitulación, vamos a dar la vuelta porque también se hace tarde para comer.
Más tarde vemos el otro lado de la plaza, con la iglesia
de Ntra Sra del Manto, conjunto renacentista de finales del siglo XV y
principios del XVI, con planta rectangular de tres naves y un ábside.
Posteriormente se le añadieron capillas, sacristía, baptisterio y la torre
campanario, coronada por balaustrada de piedra y flameros.
Todavía vemos el aparcamiento de autocaravanas antes de salir. La hostelería está presente en cualquier momento, en cualquier casona, incluso en antiguos palacetes reconvertidos. Hoy está cerrado, pero en plena temporada tendrá mucha clientela.
Salimos por el parque de El Rasero, con el antiguo Vía
Crucis y sus 18 cruces de piedra y la ermita de San Roque, construida tras la
epidemia de finales del siglo XVI, aunque el porche de la entrada es de los
años 1980.
A la salida nos acordamos de otra ruta cercana en años
más jóvenes. Desde Riaza, cruzar el puerto de la Quesera (hayedo de la Pedrosa
a nueve km, 87.000 has de extensión, altura 1.500-1.700 m, nacimiento del río
Riaza) en bicicleta hasta Majaelrayo. Eran otros tiempos.
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