viernes, 29 de marzo de 2024

La Pinilla



Es un día de finales de un invierno que ha sido suave, con pocos días fríos y con pocas precipitaciones, disminuidas más todavía en forma de nieve. El día aparece muy despejado, sin nubes, pero con calima que enturbia la mirada lejana. El objetivo es la estación de esquí de La Pinilla, situada en la ladera norte de la Sierra de Ayllón (Sistema Central), término municipal de Cerezo de Arriba, provincia de Segovia, que se ubica sobre un antiguo circo glaciar y sus morrenas, las únicas formas glaciares de la zona. Su cota mínima está 1.497 m, y la cota máxima en 2.060 m. La máxima altitud es el Pico del Lobo, de 2.274 m, el más alto de Guadalajara y Castilla-La Mancha, en la frontera con Castilla-León.

 

Ha nevado algo hace unas semanas, pero la buena temperatura ha deshecho la nieve en gran parte. La estación de esquí está cerrada y vacía. Las banderas al ligero viento anunciándola, pero las instalaciones paradas, todo cerrado y los pasos cortados. Dos o tres coches más en el otro aparcamiento. Es una ciudad fantasma. La estación es pequeña, aunque cuenta con algunos servicios (hotel, restaurante, tiendas, etc.) y unas pocas viviendas, algunas de las cuales han visto tiempos mejores. En alguna ventana se ve un letrero de “Se vende” y da la sensación de que no se conservan debidamente los edificios. Si no hay nieve, no vale la pena invertir aquí, aunque el paisaje sea magnífico.

La temperatura es buena, aunque se nota el fresco de la altura. Lo previsto es una ruta con raquetas, pero la nieve se ve muy alta y es muy superficial en las pistas de esquí. Entra la duda, pero el ver a un grupo de montañeros que las llevan, se resuelve. Hay que cargar con las raquetas, que a eso hemos venido. Hay varias rutas aconsejadas en la zona, pero, en previsión de que no haya nieve, elegimos una difícil, muy dura, que nos lleve a la cima. Ruta que sale del aparcamiento, casi en línea recta ascendente bajo la aromática sombra del bosque de pinos, como si fuera una calzada romana. Sin tiempo para calentar los músculos, la senda asciende de forma muy fuerte y la respiración se altera enseguida. Sentimos la necesidad de sublimar una existencia hedonista.



La senda se sumerge en el denso bosque, muy espeso, los árboles contra el cielo, con apenas algún pequeño charco de sol entre la hierba que ilumina tenuemente la umbría. El camino es ancho, vestido de hierba y arbustos rastreros y con algunas rocas grises de granito que resaltan del verde.


 

Un pequeño monumento indica que alguien ha querido ponerle puertas al bosque, que nos engulle, se abre ante nosotros para dejarnos pasar, pero se cierra detrás, atrapándonos. El bosque innumerable oculta nuestra presencia, se adueña de la tierra. No tenemos perspectiva exterior, sólo árboles, el bosque se traga toda la visión del mundo que nos rodea. Vamos aislados del mundo con el verde invadiéndolo todo. Pasamos por una pequeña instalación que abastece de agua potable a la estación y seguimos subiendo con mucha pendiente. El manto verde asciende por las faldas de la montaña. El cansancio empieza a notarse. Mal empezamos, pero, con un poco de aplicación, conseguiremos empeorar bastante.


Para animarnos, aparece un amable cartel en un árbol que indica 4,5 km al pico del Lobo. El ritmo de marcha es lento y va a ser mucho trayecto. Las aplicaciones en el móvil nos indican lo que llevamos recorrido, poco, y lo que nos queda, mucho. Escuchando el itinerario de nuestros pasos conseguimos paciencia y autodisciplina. La subida ocupa nuestro pensamiento.

 

De improviso, como si hubiéramos alcanzado una altitud determinada, empieza a aparecer la nieve entre los pinos, pero no en el camino. Todavía se ve mucho verde entre el blanco y así seguimos subiendo. El bosque nos absorbe, nos engulle, desaparecemos en él. Vivimos en el verdor. Parece que estamos en el corazón de las tinieblas. Las veredas se desdoblan en la ladera, acosadas por el bosque. La ruta se quiebra en un bravo paisaje. La nieve va apareciendo también en tramos del embarrado camino, cada vez más densa, con un hilo de agua escurriéndose por debajo, deshaciéndose por la buena temperatura. Al aumentar el grosor de la capa de nieve nos hundimos más, por lo que es llegado el momento de ponernos las raquetas, que para eso las hemos traído. Podríamos seguir sin ellas, pero hay que estrenarlas. La colocación es fácil y rápida, a pesar de ser la primera vez que las usamos. 

La marcha era lenta por la fuerte pendiente y ahora lo sigue siendo por la pendiente y por la nieve. En algunos puntos está muy blanda y nos hundimos a pesar de las raquetas; en otros, parece estar algo helada y, para no resbalar en el lateral del camino, hay que clavar bien los pinchos pisando fuerte. Seguimos lentamente y con mucho cansancio. La senda asciende mientras se desprende de su escolta vegetal. El bosque parece que se va abriendo, va perdiendo su espesura, y entre los árboles se divisa, en medio de la calima que suaviza los colores, el paisaje llano más allá de la sierra. Los árboles ralean. El bosque se abre definitivamente y el viento nos refresca la cara. El sol brilla más, por encima de la calima, nos inunda la cara y hace brillar las raquetas. A esta altitud está todo nevado, aunque con poco espesor y más allá se ven las pistas con poca nieve, con todos sus perfiles destacados. 

En estas soledades estamos cuando, inopinadamente, aparece un atleta despojado de prendas de abrigo y con un ritmo muy alto que desaparece en un momento. Vamos parando a respirar continuamente. En el llano, a pesar de los colores descoloridos por la calima, se aprecia muy bien la diferencia entre las dos clases principales de vegetación, de bosque, el color ocre de los robles y el verde oscuro de los pinos. Pinares y robledales de roble melojo (ecosistema característico de gran valor ambiental, explotados para carbón vegetal por su capacidad para rebrotar de raíz). Tupidas robledas que se escalonan. Además, hay retamares y piornales (piornos y enebros rastreros), especialmente en la parte alta, cuando escasean los árboles. 


Los pasos marcan las pautas del tiempo. Jadeando por el esfuerzo, al tiempo que anticipamos la vista, nos entregamos al camino. Vista larga y paso corto. Estamos cerca de llegar a lo alto, a la cuerda, para seguir hasta el pico del Lobo, pero estamos muy cansados. El cuentakilómetros del cerebro se queda en blanco. Los jóvenes podrían seguir, pero, en atención a los mayores y con actitud de digna capitulación, vamos a dar la vuelta porque también se hace tarde para comer.

 

Debajo de nosotros, hundida, está la estación de donde hemos partido, y desde donde estamos se ve bien Riaza, a donde pensamos ir si es que tenemos fuerzas para salir de esta dura montaña, donde la tierra se hace nube, que limita el horizonte del valle y nos ha resultado inaccesible. La montaña achica al hombre, que sólo se engrandece cuando pisa su cumbre, que es lo que nos ha faltado hoy. En esta fragosa soledad, en este silencio serrano, con rocas y cielo desnudos, vamos leyendo entre las cumbres la lección eterna de la Naturaleza. El Lobo, testigo de tantas edades pasadas, con su aire alimenticio y su luz vivificante, nos mira desde su altura olímpica contemplando un horizonte infinito. Hay otras cimas y las montañas se comunican por ellas. La montaña domina el paisaje, lo que ha hecho que siempre tuviera un aire entre mítico y sagrado. Las civilizaciones primitivas sacralizaban sus montañas, pero no se atrevían a escalarlas. Hubo que esperar a Petrarca, Rousseau, etc., para que naciera el montañismo. 

La bajada se hace tan pesada como el ascenso, pero conseguimos volver al coche y llegar a la villa de Riaza, situada en la vertiente norte del macizo de Ayllón, provincia de Segovia, en transición ante la meseta castellana, a 1.190 m de altitud. La población se compone de 2.150 riazanos, -as (2023). La zona se pobló al consolidarse la frontera con los musulmanes en el Tajo, al final del siglo XI y principios del XII. Se trataba de pequeños asentamientos para aprovechamiento ganadero, forestal y minero, durante los reinados de Alfonso VI, Urraca I y Alfonso VII. A partir del siglo XIII se llamó Aldeaherreros. En el siglo XII pasó a manos del Cabildo Catedralicio de Segovia, en el siglo XV formó parte de los dominios del Condestable don Álvaro de Luna y, desde el siglo XVI, a los duques de Maqueda, hasta que se abolieron los señoríos en 1811. 

Aparcamos y nos dirigimos directamente a la plaza, donde hay varios restaurantes. Como hay poca gente nos atienden pronto y recuperamos algunas de las fuerzas que hemos perdido. Después nos fijamos en la plaza Mayor, de típica arquitectura con soportales. Era más grande, pero en 1873 se dividió en dos partes al colocarse el Ayuntamiento en medio. Una tiene forma de elipse y cuenta con unas gradas para salvar el desnivel separadas por barandales de hierro. Las casas solariegas, blasonadas, datan algunas del siglo XVIII. La plaza siempre es el lugar festivo donde se celebran todos los eventos lúdicos y el mercado. Esta parte de la plaza casi se cierra por el Ayuntamiento, en el que destaca su torre campanario, con la parte alta en hierro instalada a final del siglo XIX. 



Más tarde vemos el otro lado de la plaza, con la iglesia de Ntra Sra del Manto, conjunto renacentista de finales del siglo XV y principios del XVI, con planta rectangular de tres naves y un ábside. Posteriormente se le añadieron capillas, sacristía, baptisterio y la torre campanario, coronada por balaustrada de piedra y flameros.

 



Todavía vemos el aparcamiento de autocaravanas antes de salir. La hostelería está presente en cualquier momento, en cualquier casona, incluso en antiguos palacetes reconvertidos. Hoy está cerrado, pero en plena temporada tendrá mucha clientela.





 



Salimos por el parque de El Rasero, con el antiguo Vía Crucis y sus 18 cruces de piedra y la ermita de San Roque, construida tras la epidemia de finales del siglo XVI, aunque el porche de la entrada es de los años 1980.



 



A la salida nos acordamos de otra ruta cercana en años más jóvenes. Desde Riaza, cruzar el puerto de la Quesera (hayedo de la Pedrosa a nueve km, 87.000 has de extensión, altura 1.500-1.700 m, nacimiento del río Riaza) en bicicleta hasta Majaelrayo. Eran otros tiempos.

 

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