Mostrando entradas con la etiqueta Guadalajara Sierra. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Guadalajara Sierra. Mostrar todas las entradas

martes, 14 de noviembre de 2023

 Robleluengo

El carnaval de color del otoño ha llegado. Los lujosos colores resaltan la belleza del paisaje, al que el otoño da altura artística. Los árboles son recorridos por los colores como un incendio silencioso y frío, sin calor ni humo, sin muerte. La caída de las hojas en esta estación quizá podría darnos idea, leyendo los procesos esenciales, del inicio de la vida y no de su atardecer, puesto que las hojas caídas levantarán un imperio de verdes meses más tarde. La sugerente lección que nos da esta estación es que lo que se alza en el bosque se debe a lo que ha caído antes. Y esto hay que verlo.


Una salida otoñal cercana, cuando los fresnos y robles tiñen de amarillo el paisaje, es la que puede hacerse a la zona de la arquitectura negra, ubicada en el Parque Natural de la Sierra Norte de Guadalajara, enclave natural de 117.898 hectáreas con gran diversidad paisajística y cultural. Su conjunto montañoso engloba a los tres picos más altos de Guadalajara: Lobo (2.273 metros), Cerrón (2.129 m) y Cebollera Vieja o Tres provincias (2.129 m), a los que debe añadirse el característico Ocejón (2.048 m). Estas sierras son el nacimiento de las cuencas hidrográficas de los ríos Jarama, Jaramilla, Sorbe, Bornova. 


La diversidad de materiales geológicos proporciona gran variedad de paisajes. La mayoría de las rocas visibles son metamórficas: gneises (más duros, cumbres de las montañas), cuarcitas (cotas algo inferiores), pizarras y esquistos (por debajo). Cuando estas rocas son erosionadas por los ríos forman cañones profundos y crestas afiladas que confieren al entorno un alto valor paisajístico.

La climatología es uno de los factores que determina qué poblaciones vegetales se disponen en cada zona, con gran diferencia entre las caras norte y sur. La acción humana ha reducido mucho la extensión de los bosques: dominan las encinas por debajo de los 1.000 m, los robles melojos o rebollos hasta los 2.000 m, y por encima los piornos, enebros, jaras, brezos, etc. Esa disposición puede variar según la exposición al sol y la humedad. Las repoblaciones se han hecho con pino silvestre y pino resinero y quedan restos de hayas (Tejera Negra) y quejigos. Todo compone un espacio de enorme valor natural que acoge a gran número de especies animales, como mamíferos (corzo, jabalí, lobo, zorro, etc.), aves (rapaces fundamentalmente), peces (trucha), etc.

Al tesoro paisajístico y medioambiental que supone la zona, debe unirse un conjunto de pequeños pueblos que han conservado su peculiar fisonomía arquitectónica, basada en la pizarra negra. El atractivo de la arquitectura popular añade un extraordinario valor etnográfico. La pizarra, elemento constructivo principal, da color a zonas como la sierra de Ayllón o la sierra del Alto Rey. Es material abundante y el único de que disponía una zona tan aislada junto con la madera y el barro, aplicándose a todo tipo de construcciones. La vivienda, la edificación más importante, tenía una planta baja compartida entre animales y personas y una planta alta usada como almacén, y era un volumen compacto casi sin aberturas al exterior -cara sur- con cubierta a dos aguas. Esta arquitectura especial, hermética, hecha para este clima tan riguroso, da como resultado unos edificios de gran simplicidad, miméticos, confundidos con el terreno, integrados en el paisaje.

Había otros edificios auxiliares -tenada, tinada, majada, borda-, cobertizos para resguardar el ganado, que podían estar aislados en el monte o cerca del pueblo, y tenían una nave única con un añadido para guardar la hierba. En algún caso, las tainas y viviendas cercanas fueron origen de un pueblo, como Majaelrayo o Roblelacasa. Son muy característicos los cercados, muros bajos de pizarra con algunas lajas más grandes en vertical.

 

Un edificio comunitario importante es la iglesia. Construidas a partir del siglo XII, cuando se estabilizó la población, se encuadran arquitectónicamente en el románico. Suelen estar orientadas canónicamente, con el acceso en el lado sur. Son de una nave, ábside algo sobreelevado, cabecera plana o semicircular, construcción sencilla y pocos huecos en aspillera.


Estos pueblos tan atractivos, ahora restaurados, resultan un claro objetivo para una salida. Al placer de una caminata por alguna de las múltiples sendas señalizadas se une la gastronomía contundente de carnes y, ahora en otoño, setas. Pero los pueblos, al margen de la actividad turística, están vacíos, aunque parecen vivos en los fines de semana o vacaciones. Estamos en una región de vacío y silencio.

 

La base económica, la forma de subsistencia de la escasa población indígena, en esta zona aislada fue la ganadería ya desde épocas prerromanas y así continuó con romanos y visigodos. El periodo musulmán fue de inestabilidad y del comienzo del proceso de degradación de la cubierta vegetal de la Sierra, límite fronterizo. Perteneció a la Taifa de Toledo hasta su conquista por Alfonso VI en el siglo XI. Las repoblaciones se produjeron desde final del siglo XI hasta mediados del XIII: Cogolludo fue repoblado con fuero en 1102. En el siglo XII la organización territorial se realizó a través de los Comunes de Villa y Tierra, perteneciendo Majaelrayo y Campillo de Ranas al de Ayllón. La población se estabilizó, se definieron los núcleos y se construyeron iglesias románicas. La actividad principal siguió siendo la ganadería. Los núcleos de población se consolidaron definitivamente a partir del siglo XVI, alcanzando el máximo de población a comienzos del siglo XIX. El aislamiento aumentó la tendencia migratoria que llevó al despoblamiento en las décadas 1960 y 1970.



El objetivo concreto para esta salida es Robleluengo, pequeña población de seis habitantes en 2022 (a mediados del siglo XIX tenía 40 casas según Pascual Madoz), situada a 1.166 m de altitud. Es pedanía de Campillo de Ranas (Guadalajara) y se ubica cerca del pico Ocejón, entre Campillo y Majaelrayo.

 

La construcción de sus edificios, que aprovechan la soleada vertiente oriental del cerro Cabeza de Ranas, responde, como los demás pueblos de la zona, a la llamada arquitectura negra. Los edificios se distribuyen a ambos lados de su calle mayor y al final, en un ensanchamiento, se encuentra la iglesia, con espadaña de influencia románica en forma triangular y dos huecos para campanas. Las viviendas tienen unos hornos típicos, bien en el interior o adosados al exterior. Conserva un juego de bolos. Los huertos están cercados con hincaderas, mampostería seca de pizarra. El pueblo está rodeado de espectaculares parajes naturales, entre los que destaca el magnífico bosque dehesa de robles centenarios.


Toda la comarca lleva tiempo viviendo de los mitos asociados al paisaje, en un principio de inspiración romántica puesto que el paisaje no es nada, no está en lo contemplado, sino en la mirada de quien lo contempla (Byron: un paisaje es un estado de conciencia). Las mitologías rurales ejercen una función liberadora para el ocio urbano, pero este paisaje tan bello, cuya postal no ha sido estropeada por ninguna revolución industrial, está falto de presencias, resulta un decorado y ya Unamuno, Azorín, Machado, sentían la soledad del paisaje al situarse en él.

Una excursión muy sencilla es el RCGU-48, que, desde este pueblo, llega al molino de Majaelrayo y la cascada de la Matilla. Es un recorrido de ida y vuelta, de 5,6 km, que puede andarse en menos de dos horas por sendas y carriles en buen estado. Es la ruta denominada SL GU-03 “El molino de Majaelrayo”, que forma parte de GR-60 Pueblos de la Arquitectura Negra de Guadalajara.


El cielo se ha ido cubriendo de nubes conforme nos acercábamos a la zona. Ahora está casi cubierto. Hay un cielo pesado de nubes plomizas, con poca luz. Algunos rayos del sol consiguen entreabrir la capa casi uniforme de nubes brevemente, pero nubarrones de plomo, que parecen retener un agua abundante, con reflejos lívidos, entoldan la bóveda celeste. En algunos momentos, un ligero viento mueve las nubes y la escasa zona soleada va cambiando de posición.
 

Un paisaje sólo se conquista con las suelas de las botas, así que empezamos. Se inicia la ruta bordeando por la izquierda la plaza de Robleluengo, donde hay un cartel indicador con las rutas de la zona. Un poste indicativo muestra el camino al “Molino de Majaelrayo”, 2,5 km, 50´de marcha. En las últimas casas hay una barrera metálica cerrada: hay que abrirla y dejarla cerrada, como la encontramos. El camino carretero, con base en la propia roca, se adentra en un rebollar adehesado que recorre la base del “Cabeza de Ranas”, 1.495 m, y va ascendiendo lentamente. La dirección es norte y, aunque no resulta necesario, las balizas muestran el camino. Mientras avanzamos rodeados del bosque de robles, dejamos a la izquierda un antiguo abrevadero, y a la derecha, al este, el pico Ocejón, 2.048 m, con la cima envuelta en nubes, y el pueblo de Majaelrayo en el fondo del valle principal.

El ascenso, que no exige ningún esfuerzo, termina en el Collado del Lobo (máxima altura, 1.230 m), que actúa de divisoria de aguas. El camino y la hierba están completamente empapados y el agua viene en sentido contrario mientras ascendemos. En la cima nos detenemos para recrearnos mirando el paisaje, esparciendo los ojos alrededor. Queda un paisaje atrás y otro delante, esperándonos. El paisaje continúa pendiente abajo en ambos sentidos. Aunque la zona se vive en las hondonadas, se mira desde los altos. Poco después hay otra cancela metálica que, como todas, dejamos como la encontramos después de aprovechar el paso cruzándonos con un vehículo de los guardas forestales. Desde el Collado, el agua desciende junto a los caminantes por el interior del denso robledal. Las nubes se han ido abriendo algo y hay más luz, aunque la cima del Ocejón se nos sigue negando.

Poco después hay un poste señalizador indicando una senda estrecha a la izquierda. Abandonamos el camino y seguimos la senda que lleva a una zona de rápido descenso para salvar un desnivel pronunciado. El paisaje se embravece con sentido escultórico, aumentando la potencialidad plástica del lugar. Esta tierra es áspera, pero apacible, de elegante austeridad. Frente al color mate que van adoptando los robles, la hierba tiene un verde muy brillante, fruto de las abundantes lluvias de los últimos días. Se desborda el verdor. Los cambios de tonalidad de los verdes y amarillos, estas largas modulaciones del color que son las notas del paisaje en estos días, producen una agradable animación visual.



Abajo se llega al fondo del valle, a la orilla del arroyo de la Matilla -afluente del Jaramilla- que es quien lo ha labrado. Se sigue a contracorriente por su margen izquierda, atravesando antiguos campos y huertos que quedaron abandonados. Garcilaso tuvo sensibilidad para captar la belleza de paisajes como éste (Nemoroso, “
Corrientes aguas, puras, cristalinas / árboles que os estáis mirando en ellas, / verde prado de fresca sombra lleno, …”), la melancolía vegetal. Las nubes, la lluvia, el río, todo es movedizo e inquieto como la vida. El agua del arroyo, la conciencia del paisaje, bate fuertemente en los cambios de dirección.

El bravío valle se amansa. El paseo en llano, entre árboles replicados en el espejo del arroyo, lleva a las ruinas del viejo molino de Majaelrayo. Aquí nos sentimos prendidos por la belleza del lugar y por la tragedia que supuso la desaparición de una forma de vida, de una cultura, de un significado. Las ruinas del molino nos traen un eco de ese pasado. Este paisaje se vincula con la tradición, es memoria, es recuerdo de todas las pisadas anteriores, sostiene las huellas del pasado. Es la exaltación del esfuerzo humano. 

Los molinos harineros eran absolutamente necesarios para transformación de la producción de cereales. Este molino es de rueda horizontal, denominada rodezno, mecanismo más adecuado en cursos con períodos de escasez de agua. El mecanismo es simple, pasando el movimiento del rodezno directamente a la piedra o muela giratoria, sin engranaje. Había una pequeña balsa de acumulación con una compuerta, para dar mayor velocidad y fuerza al agua de la acequia que entraba en el molino. Una rejilla facilitaba la limpieza del agua que, cayendo desde algo de altura, tomaba la suficiente presión para mover el rodezno, situado debajo en una cueva abovedada llamada cárcavo, sobre la que se levantaba el edificio. Un canal de retorno, o socaz, devolvía el agua al cauce de riego.

El mismo paseo llano, entre antiguos campos separados por paredes de pizarra cubierta de musgo muy húmedo y brillante, lleva a una pequeña cascada, que no es natural, sino que es el azud que servía para elevar el nivel del agua y derivarla por una acequia -ahora enterrada- hasta la balsa de acumulación del molino. El arroyo baja caudaloso debido a las abundantes lluvias y el rumor del agua antecede a la vista de la cascada enviando un eco murmurado a través del sendero entre la hierba. Es el sonido del paisaje. El blanco de la espuma del agua resalta entre la variedad de verdes y amarillos, ocres, marrones, etc., resultando todo un lujo cromático para la vista. El exhibicionismo del paisaje propicia, en generosidad cromática, una sinfonía de colores.




En la paz del arroyo, en este horizonte cercano, se hace palpable la diferencia entre naturaleza y paisaje: la naturaleza es lo que es en sí misma, mientras que paisaje es el fragmento que selecciona nuestra mirada en un tiempo determinado y con un estado de ánimo preciso. Por eso, el paisaje es un fenómeno cultural, una síntesis, mientras que el acto de observar es un análisis, es un acto estético que resulta muy agradable, resulta analgésico. Tratando de discriminar el objeto de la mirada se cae en la cuenta de que estamos divorciados de la naturaleza (Ortega y Gasset: El hombre es un tránsfuga de la naturaleza), de que ya no percibimos sus sentidos ocultos.

El regreso es por el mismo camino. Apetecerá volver aquí en el futuro, pero hay que recordar la vieja queja del viajero de que de nada sirve regresar porque, aunque los paisajes parece que permanecen inmutables, una mirada jamás se repite. El paisaje perdura, pero la condición humana cambia. Las espesas nubes han ido cayendo, tapando el paisaje más lejano, y una tenue llovizna nos anima a marchar. La temperatura baja, es el otoño mudando a invierno.

 

martes, 18 de julio de 2023

 Viñuelas. Alejo Vera


El día ya es la tarde. El pueblo de Viñuelas (Guadalajara) yace postrado bajo un calor africano, bajo el alto sol del horno del día, en esta lenta y perezosa tarde del 14 de un julio que arde. Encima, el azul intenso y límpido del cielo estival. La tierra, soleada, parece incendiarse, aunque la cercanía de la sierra y la mayor altitud se hacen notar y en el patio de la Residencia de Mayores “La campiña de Viñuelas”, bajo los toldos, la temperatura es más agradable. El motivo de la venida es, atendiendo la amable invitación de su presidenta, visitar la exposición que ha preparado la Residencia sobre el pintor Alejo Vera.

 

El pintor Alejo Vera Estaca nació en Viñuelas el 14-7-1834 y murió en Madrid el 4-2-1923, por lo que en este año de 2023 se cumple el centenario de su muerte. Este año, por tanto, es de celebración y de conmemoración de este pintor no demasiado conocido y la Diputación de Guadalajara ya realizó una importante exposición (comentada en otro artículo de fecha 4 de abril). A esta celebración quiere sumarse el pueblo donde nació el pintor, representado por la Residencia, con la exposición de unos dibujos propiedad de la familia Pascual-Heranz Ortega. 

Siempre se ha dicho que la tierra es infiel a sus hijos, que pasan las generaciones y se olvidan, que nada significan. Y no sólo eso, sino que, en ocasiones, el merecido reconocimiento se consigue fuera del entorno más cercano, en lugares más alejados. Esto se expresaba con la sentencia de que “nadie es profeta en su tierra”. Este año de celebración trata de cambiar esta idea. La familia Pascual-Heranz Ortega siempre había valorado la obra de Alejo Vera y la Residencia se ha identificado totalmente con su memoria por lo que, ya en la calle, antes de entrar, destaca la presencia de unos carteles sobre su vida y obra que continúan en el interior. 

Las personas residentes ya están colocadas en las primeras filas, esperando tranquilamente que empiece la conmemoración, y, constituida la mesa, se abre la tarde con unas sentidas y emotivas palabras de Julián que ilustran sobre lo sucedido durante la pandemia, sobre el sufrimiento padecido sin que el dique emocional haya estado a punto de romperse en ningún momento, y sobre cómo, finalmente, puede darse por concluida, por lo que la Residencia vuelve a abrirse al mundo, vuelve a abrirse a la cultura, recupera su estado anterior.



Estaba previsto que Lourdes Escudero Delgado, autora de los textos colocados por toda la Residencia y experta en Alejo Vera, hiciese un comentario técnico -variedad, material, grosor del trazo, etc.- sobre los dibujos que se exhiben, pero, ante su imposibilidad para participar en el acto, el texto que había preparado es leído por Irene Pascual-Heranz Bronchalo, hija de Julián. La saga continúa.

 



Todos los parlamentos y comentarios no se extienden demasiado, tratando de no alargar el acto y de aligerarlo de cara al público en general y, especialmente, a las personas residentes que asisten animadas a las explicaciones. Mientras tanto, las profesionales del centro siguen atendiéndolas, abanicándolas, refrescándolas en esta calurosa tarde. 



Vuelve a tomar la palabra Julián para explicar cómo han dedicado esta celebración a una edición limitada de vino, queriendo potenciar la comarca La Campiña, desatendida, y valorando la cultura y los principios heredados. Viñuelas fue tierra de vinos, “caldos con recuerdo a jara, tomillo, encina, cereal, a adobe y guijarro, a chopo en la ribera del Torote” (Lourdes Escudero).

 Cuando Alejo Vera estaba en Roma se estaba descubriendo Pompeya, y quedó impresionado con la ciudad cubierta por cenizas. La lava del Vesubio, sangre de la tierra, fuente de inspiración del pintor, rebrota a través de un viñedo enraizado en tierra de volcanes, por eso su nombre es Vulcanus. Este vino saca a la luz la obra de Alejo Vera “Una señora pompeyana en el tocador”.


Oscar Carrasco, director comercial de la bodega Encomienda de Cervera, habla brevemente de esta bodega castellanomanchega situada en el Macizo Volcánico del Campo de Calatrava, término de Almagro (Ciudad Real). Sus viñas rodean varios volcanes, destacando el Maar de la Hoya de Cervera, Monumento Natural en 1999. La bodega se destaca por su amor a la tierra, por su apuesta por la calidad y, respetando la tradición, por la innovación. También comenta las características de los vinos, uno blanco, que es el que vamos a probar, y otro tinto.



 



La directora de la Residencia, Asunción, señala que llevan tiempo trabajando en la preparación de este día. Un grupo de residentes ha confeccionado la vestimenta y adornos para representar el cuadro “Una señora pompeyana en el tocador”, que es el que aparece en la etiqueta de las botellas de vino.

 

Se trata de uno de los cuadros históricos de Alejo Vera, presentado en 1871, año en el que se produjo la unificación italiana y es acertado, hablando con propiedad, hablar de Italia. El pintor estaba en su primera visita a lo que sería Italia desde 1859 y en 1874 lo encontramos de profesor en Madrid. Su segunda visita se produjo en 1878 y en 1901 lo volvemos a encontrar de profesor en Madrid.

De fechas anteriores a “Una señora pompeyana en el tocador”, 1871, tenía Walia-1855, Licinia-1858, El martirio de san Lorenzo-1862, y posteriormente pintó su famoso “Los últimos días de Numancia”, 1881, cuya reproducción está en un punto central del patio. Esta obra forma parte de una serie de cuadros de temática histórica española de los que deben destacarse “La batalla de Tetuán” (Mariano Fortuny, 1863-73), “La batalla de Tetuán” (Eduardo Rosales, 1868), “Dª Juana la Loca” (Francisco Pradilla, 1877) y “El suspiro del moro” (Francisco Pradilla, 1879-82), todos ellos anteriores al lienzo de Alejo Vera. También hay que destacar, al menos, dos lienzos posteriores, “La rendición de Granada” (Francisco Pradilla, 1882) y “El fusilamiento de Torrijos” (Antonio Gisbert, 1888).

 



Mientras se prepara la representación, aprovecha el alcalde, Leandro Fernández, para ilustrar brevemente lo que significa la Residencia y estas celebraciones para el pueblo (¿A qué espera el Ayuntamiento para dedicar una calle principal a Julián?).




La preparación va culminando, ayudando los miembros de la familia a las residentes. Todo el público contemplamos las maniobras con ojos aprobatorios y mirada empática, y, finalmente, el cuadro aparece ante el público en todo su esplendor. Es la fuerza de la voluntad.



 

 

 


 

A continuación, se procede a la presentación del vino que se había explicado antes y que se degustará después de ver la exposición.

 


En la entrada a la Residencia hay una copia del cuadro que aparece en todas partes, hasta en las botellas, que es el que se ha representado, “Una señora pompeyana en el tocador”, que fue premiado dos veces, en 1871 (Tercera medalla de primera clase y Cruz de Carlos III en la Exposición Nacional de Bellas Artes) y 1876 (Medalla en la Exposición Universal de Filadelfia).


El interior atesora la colección de dibujos que forma esta exposición. Son pequeñas obras de arte a las que el paso del tiempo parece dar una nueva forma de belleza, sin sufrir la vejez humana. La poética mirada del pintor insufla a su obra un extraño soplo de vida. Dan idea de un acto duradero, de conservar la eterna vida del arte. Han sobrevivido al siglo y enseñan a amar el pasado y la cultura.

 

 


 

 

Tras la exposición, el vino, cuyo sabor llena la boca inmediatamente, y la conversación hacen agradable el momento, pero la tarde avanza. Algunos residentes ya han sido llevados al interior y los demás pronto entrarán a cenar. El cielo ha perdido algo de luz y el día va cayendo, comienza a extinguirse en sombra difusa. Es un momento repleto de conversaciones, risas y bromas en el lento declinar del sol, en su lento descenso, en la mansa luz del atardecer. El sol, después de haber horneado la zona, se acerca a la sierra tras la que se derrumbará. 

El sosiego y la quietud marcan estas horas del atardecer. Es un buen momento para la reflexión. Después de la pandemia, al ver lo que había pasado en algunos lugares, se ha demonizado a las residencias de mayores, con razón en muchos casos. Pero, ya se sabe que las generalizaciones no aportan justicia y equidad al debate, y así han sido pasados por alto casos como éste, en los que el trato y la atención han sido exquisitos, no sólo en lo más elemental del cuidado físico, sino en el factor anímico, en el entretenimiento mediante la participación cultural en diversos actos, como, por ejemplo, el que nos ha ocupado hoy. Residencias así se salen del modelo presentado en los tristes momentos pasados y es de justicia proclamarlo. La familia Pascual-Heranz Ortega está haciendo aquí un grandioso, a la par que callado, trabajo. Sirva esta apresurada crónica de una de sus actividades para manifestarlo claramente.

El crepúsculo, todavía lejano, va alargando las sombras y el paisaje ya tiene la suya. La tarde de verano se encamina lentamente hacia la noche. Las conversaciones parecen languidecer, las palabras parecen morir lentamente, al igual que la tarde, en la penumbra del día declinante. La luz empieza a desvanecerse como la alegría que había hace poco. Todavía falta para la última luz del día, pero los residentes deben entrar a cenar. Es el momento de despedirse de esta entrañable celebración mientras se oscurece el azul del cielo, envuelto en los resplandores de un día moribundo, llevándose el buen sabor de boca que ha dejado el buen sabor del vino volcánico y el buen hacer de la familia Pascual-Heranz Ortega en esta Residencia “La campiña de Viñuelas”.