Obras maestras españolas de la Frick Collection
El Museo del Prado exhibe la pintura española de The Frick Collection, importante colección neoyorquina. Se trata de nueve obras de Velázquez, el Greco, Murillo y Goya, obras excepcionales que son el punto de referencia. Así, junto a San Jerónimo del Greco cuelga Retrato de médico, que es su contrapartida en términos de retrato civil y de gama cromática gris; mientras que al lado de La expulsión de los mercaderes, de ese mismo pintor, se sitúa La anunciación, pues ambas muestran un uso equiparable de los recursos arquitectónicos para resolver la fuga espacial. En el caso de Velázquez, el Felipe IV en Fraga, de la Frick, fue realizado en la misma época, el mismo lugar y con la misma tela que El primo. De su contemporáneo Murillo llega un Autorretrato inscrito en un marco ovalado y pétreo, según una tipología muy característica del pintor, y que es común a Nicolás Omazur, del Prado, junto con el que se expone. También se muestran conjuntamente el Retrato de dama firmado por Goya en 1824, y el retrato de Juan Bautista Muguiro que este mismo artista realizó en 1827, lo que permite entender el alto grado de calidad que mantuvo el pintor en sus últimos retratos.
Henry Clay Frick (1849-1919) labró una gran fortuna en las industrias, interrelacionadas, del carbón, el acero y los ferrocarriles. Sus orígenes como empresario se vinculan con Pittsburgh y sus alrededores, pero en 1905 se trasladó a vivir definitivamente a Nueva York, donde hizo construir un palacio neorrenacentista al arquitecto Thomas Hastings, en la Quinta Avenida. Como muchos de los magnates de su tiempo, Frick desarrolló un fuerte interés por el arte europeo de la Edad Moderna y comienzos de la Contemporánea, y fue uno de los protagonistas de un capítulo fundamental en la historia del coleccionismo, por el que cientos de obras maestras cruzaron el Atlántico rumbo a América en las primeras décadas del siglo XX. La colección que reunió Frick en su residencia neoyorquina, y que abriría sus puertas como museo en 1935, cuenta con obras de muchos de los pintores más importantes desde los inicios del Renacimiento, y se distingue tanto por el alto nivel de calidad de la mayoría de las obras, como porque responde a unos criterios de gusto muy definidos: sus cuadros fueron adquiridos para convivir con ellos, y eso condicionó el predominio de temas como el paisaje, el retrato, las escenas galantes, etc.
Vincenzo Anastagi, El Greco, 188 x 126,7 cm, 1575
Una inscripción ahora oculta reveló el nombre del retratado, un militar italiano vinculado a la orden de Malta y cuya carrera le llevó a Roma, donde muy probablemente fue retratado por el Greco poco antes de que este partiera para España. Es el único retrato del pintor en el que el modelo aparece aislado, de cuerpo entero y de pie. Destacan los riesgos que ha asumido el Greco tanto a la hora de combinar colores como al complicar las referencias espaciales, lo que da lugar a una obra dinámica que, junto al gesto de los brazos en jarras del modelo, transmite una impresión a la vez vivaz y un tanto intimidante de Anastagi.
La expulsión de los mercaderes del Templo, El Greco, 41.9 x
52.4 cm, 1600
La obra representa uno de los temas más queridos por el Greco y su clientela. El artista pintó el asunto en varias ocasiones tanto en Italia como en España, en formatos pequeños y medianos. La clave de su éxito es que permitía representar una historia ejemplar, localizada en un escenario suntuoso y protagonizada por un número elevado de personajes, muy variados en lo que se refiere a su identidad, fisonomías y actitudes. A través de ella el Greco demostraba su capacidad como compositor, sus habilidades descriptivas, su conocimiento de la perspectiva arquitectónica o su valentía a la hora de manejar colores vivos y altamente expresivos. También su maestría para representar masas en movimiento y para crear un ritmo interno de gran coherencia y tensión, aspectos muy apreciados por los artistas del siglo XX.
La Anunciación, El Greco, 1570 - 1572. Óleo sobre tabla, 26,7 x 20 cm
Se representa el momento en que María acepta los designios divinos transmitidos por el arcángel san Gabriel. “Descenderá sobre ti el Espíritu Santo. Quedarás protegida a la sombra del poder del Altísimo. Por eso el Santo de ti engendrado se llamará Hijo de Dios (Lucas, I, 34-35”). Se han apuntado varias fuentes para explicar la forma en que El Greco concibió esta representación: obras de Tiziano como La Anunciación de Santa María degli Angeli (Murano, 1537) o la Santa Catalina de Alejandría del Museum of Fine Arts de Boston (1567), y estampas de Giulio Bonasone y Giorgio Ghisi. El óleo del Greco mantiene elementos de esas composiciones, destacando el fondo escénico, donde se ha representado una monumental arquitectura clásica en perspectiva que ilustra propuestas del arquitecto Vitruvio (I a. C.) que están presentes en otros artistas venecianos, y que el cretense incluyó en distintas versiones de La curación del ciego y La expulsión de los mercaderes del templo. Otra repetición con respecto a su propia producción en esas mismas fechas es el grupo de ángeles que coronan la escena, que aparecen igualmente en La Adoración de los pastores de la parisina colección Broglio y en la versión del duque de Buccleuch. Es una obra muy cuidada en su ejecución, con un dibujo delicado realizado sobre la base de preparación, a la que luego se aplicó una primera capa de color, una emulsión al temple cubierta con un tratamiento posterior al óleo.
La cercanía de la Expulsión
de los mercaderes, realizada en España, y La Anunciación, que
fue pintada en Italia unos treinta años antes, permite comprobar hasta qué
punto existen elementos de continuidad entre una etapa y otra. Entre ellos
figuran los amplios espacios arquitectónicos de carácter clasicista, con un
gran vano central hacia el que tienden las líneas de fuga. Es un recurso que
aparece en tratados de arquitectura y se utilizaba también en la escenografía
teatral, y que en el caso de estos cuadros de pequeñas dimensiones del Greco
resultaba muy útil para relajar y ampliar la sensación espacial, además de como
fuente de luminosidad.
San Jerónimo, El Greco, 110,5 x 95,3 cm, 1590-1600
La carencia de atributos que identifiquen al personaje con un santo, su mirada frontal o los rasgos tan poco idealizados de su rostro hicieron que esta y otras versiones de San Jerónimo pintadas por el Greco se creyeran durante mucho tiempo retratos. En algún caso, incluso, llegaron a relacionarse con personajes concretos, como el cardenal Gaspar de Quiroga, arzobispo de Toledo. El éxito de esta novedosa fórmula iconográfica para representar al Padre de la Iglesia también hay que buscarlo en sus valores plásticos y narrativos, que combinan una composición de gran efectividad cromática con un lenguaje gestual igualmente atrayente: el santo ha detenido la consulta del libro para atender a alguien (nosotros) que irrumpe en su espacio.
Retrato de un médico (el doctor Rodrigo de la Fuente), El
Greco, 1582 - 1585. 96 x 82,3 cm
El retrato de caballero, con gesto de disertar sobre alguna materia relacionada con el volumen en el que apoya la mano izquierda, ha sido identificado como médico por llevar en el dedo pulgar un anillo, distintivo en la época de los galenos. Como tal se le identifica en el siglo XVII, cuando aparece referido en el Real Alcázar. Se han propuesto los nombres de Luis Mercado, catedrático, tratadista y Médico de la Real Cámara, y el de Rodrigo de la Fuente, el médico más famoso de Toledo, según relató Cervantes en La ilustre fregona, caballero con conexiones familiares en la corte y vecino, además, del Greco. Sea quien sea el hombre retratado, la hondura e intensidad con que aparece representado ha sido vista por los estudiosos como prototípico ejemplar del médico humanista. La obra enlaza con las efigies de intelectuales realizadas en Venecia en el siglo XVI: figuras de medio cuerpo y donde la mano derecha realiza un gesto de explicación. La obra está firmada en el fondo a la derecha, cercana al libro.
La exposición ofrece la
oportunidad de juntar el San Jerónimo, que durante un tiempo se creyó un
retrato, con este “verdadero retrato”, y comprobar hasta qué punto el Greco
recurrió a fórmulas parecidas para representar a dos intelectuales. Sin
embargo, algunas cosas los distinguen: el rojo imponente del cardenal, su canon
más alargado o la mesa que se interpone entre él y el espectador crean una
distancia de respeto.
Felipe IV en Fraga, Diego Velázquez, 129,9 × 99,4 cm, 1644
En junio de 1644, cuando Felipe IV y su séquito se encontraban en la ciudad aragonesa de Fraga, en el contexto del conflicto militar de Cataluña, el rey se hizo retratar por Velázquez en traje “de campaña”. El resultado fue esta obra, que en agosto se expuso en Madrid para celebrar la toma de Lérida. Es un cuadro excepcional por varios motivos. Al concebirse como obra aislada, el monarca no se vuelve hacia su izquierda, algo muy inusual en un retrato real. Por otro lado, las combinaciones de los tonos encarnados, plata y marfil, junto con la manera tan eficaz y abreviada de Velázquez, dan lugar a una obra de inusitada brillantez cromática, y de una valentía técnica solo al alcance de este artista.
El Primo, Diego Velázquez, 106,5 x 82,5
cm, Madrid, Museo Nacional del Prado
El retrato sedente, con las piernas hacia el espectador, subraya la corta estatura del personaje, cubierto con una indumentaria de rico colorido, en la que destacan los rojos y los verdes. Esa riqueza cromática, junto a la soltura técnica, la ubicación del modelo en un espacio indeterminado, sus puños cerrados o la mirada directa e inquisitiva convierten esta obra en uno de los retratos de bufones que establecen una relación más directa con el espectador. Durante un tiempo se tendió a identificar al modelo con Sebastián de Morra, otro bufón de la corte.
Las cuentas relacionadas con el viaje del rey a Cataluña demuestran que Velázquez, además de su retrato, pintó otro del Primo, un bufón que acompañaba al monarca. Durante mucho tiempo se ha tendido a identificar con un personaje al que el artista retrató vestido de oscuro, sentado en el suelo y pasando las páginas de un libro, en una obra que está en el Prado. También llamaba la atención que el retrato que se identificaba como el bufón Sebastián de Morra tuviera una imprimación y estuviera hecho sobre un tipo de tela inusual en Velázquez.
Las cosas se aclararon en
2012, cuando Pablo Pérez d’Ors, Richard Johnson y Don Johnson, a raíz del
estudio técnico realizado al Felipe IV en Fraga, descubrieron que la tela
sobre la que está pintado es exactamente la misma (al igual que la preparación)
que la del supuesto retrato de Sebastián de Morra, desde entonces reconvertido
definitivamente en El Primo.
Autorretrato,
Bartolomé Esteban Murillo, 107 x 77,5 cm, 1650-55
The Frick Collection, New York. Regalo de Dr. and Mrs.
Henry Clay Frick II, 2014
Murillo construye un sofisticado juego de artificio en torno a su propia imagen. Su retrato está enmarcado en una moldura oval que pertenece a un sillar. A su vez, su antebrazo derecho parece traspasar los límites de ese marco pétreo, con lo que se juega a tensar los límites entre escultura, pintura y realidad. Destaca la presencia de mellas en el sillar, lo que nos habla del paso del tiempo, y, por extensión, de la fama artística, capaz de sobrevivir al mismo. En ese sentido, hay que tener en cuenta también las connotaciones prestigiosas que el formato oval tenía en el campo del retrato, pues se asociaba a la idea de medalla, que a su vez se vinculaba con el concepto de fama y de pervivencia de la memoria.
Nicolás Omazur, Bartolomé Esteban Murillo, 1672. 83 x 73 cm, Museo del Prado
Aunque Murillo se dedicó, sobre todo, a la pintura religiosa, de su mano salieron varios retratos que representan a destacados miembros de la sociedad sevillana. El protagonista de este cuadro fue un amigo y admirador del pintor que nació en Amberes en torno a 1609 y se había asentado en Sevilla, donde se dedicó al comercio. También al coleccionismo de arte, como prueba el inventario de los bienes que dejó a su muerte, entre los cuales se incluían varios cuadros de su amigo. Era, pues, un miembro de la destacada colonia de comerciantes extranjeros asentados en Sevilla, que proporcionaron a esta ciudad un dinamismo y un cosmopolitismo infrecuentes en el resto de las poblaciones peninsulares, y que, probablemente, tuvieron cierto peso en la orientación del gusto artístico local. Se trata de una obra recortada por todos sus lados y que, a juzgar por una copia antigua, incluía en origen una inscripción latina y una firma y fecha. La austeridad con que está resuelta la imagen, muy lejana de la exuberancia y riqueza cromática de los cuadros religiosos de su autor, enlaza no sólo con las tradiciones retratísticas españolas sino también con las flamencas. La calavera convierte al cuadro en una vanitas que sirve al espectador para reflexionar sobre lo efímero de las glorias terrenales. Tuvo como compañero un retrato de su mujer con una rosa en la mano, también emblema de la caducidad de la vida.
La exposición permite reunir
las efigies del artista y su amigo en dos obras que tienen mucho en común, pues
forman parte de un pequeño grupo de retratos de medio cuerpo inscritos en
marcos fingidos circulares u ovalados que semejan estar realizados en piedra.
Con este recurso, Murillo nos invita a ir a más allá en el juego ilusionista,
pues los retratados traspasan los límites de su marco pétreo.
Pedro de Alcántara Téllez-Girón, noveno Duque de Osuna, Francisco de Goya y Lucientes, 113 x 83,2 cm, 1790s
El duque de Osuna (1755-1807)
pertenecía a una de las familias más poderosas de España y aumentó ese poder
gracias a su matrimonio con la duquesa de Benavente. Formaron una pareja
socialmente muy brillante, culta, que compartía buena parte de los ideales de
la Ilustración relacionados con el bien público y la necesidad de fomentar la
educación y la cultura. Fueron dos de los clientes más entregados e
inteligentes de Goya, que realizó más de treinta cuadros para ellos. Varios
fueron retratos, como este del duque, que lo representa con cerca de cuarenta
años y en una pose espontánea y relajada. Las facciones amables y la viveza de
los ojos convierten su rostro en uno de los más simpáticos que nos ha dejado el
pintor.
Retrato de un oficial (¿el conde de Teba?), Francisco
de Goya y Lucientes, 63,2 x 48,9 cm, ¿1804?
El modelo se identifica
generalmente con Eugenio Guzmán de Palafox y Portocarrero (1773-1834), conde de
Teba. Como militar y aristócrata, tuvo una participación notable en hechos de
carácter político y bélico. Fue enemigo de Godoy, se distinguió durante la
guerra de la Independencia y en 1814 fue nombrado capitán general del Reino de
Granada. Conoció en varias ocasiones la prisión y osciló entre un liberalismo
moderado, que le llevó a traducir el Bruto de Voltaire, y la adhesión a la
causa absolutista tras el fracaso del Trienio Liberal.
Su vida aventurera se
correspondía con un carácter exaltado, que no pasa inadvertido en este retrato:
el cabello desordenado o los grandes ojos oscuros, acostumbrados a sostener la
mirada, dan como resultado una imagen de intensa expresividad.
La fragua, Francisco de Goya y Lucientes, 181,6 x 125,1 cm, 1815-20
Goya sitúa a los herreros en
un plano próximo al espectador y crea una perspectiva monumental, a lo que
contribuye la poderosa anatomía y los gestos concentrados de los trabajadores,
su ubicación en un escenario sencillo y un uso expresivo del color. En torno al
blanco manchado de la camisa y al rojo ardiente del metal se ordena una
composición en la que dominan los negros y los grises. Como a Velázquez en su Fragua
de Vulcano, el tema ofrece a Goya la posibilidad de mostrar varias
perspectivas diferentes de la anatomía y hacer un alarde de su dominio de la
expresión corporal. También hay un concepto espacial similar: no hay un
escenario preexistente a las figuras, sino que son estas, disponiéndose
alrededor del yunque, las que con sus volúmenes y sus movimientos crean las
referencias espaciales.
1824 fue un año de cambios importantes
en la vida de Goya. Primero estuvo en Madrid; a continuación, viajó a París y
acabó estableciéndose en Burdeos, donde moriría cuatro años después. Eso impide
asegurar dónde se pintó esta obra, y también es un misterio la identidad de su
modelo. Generalmente, siguiendo a Aureliano de Beruete, su primer propietario
conocido, se identifica con María Martínez de Puga. En cualquier caso, es un
ejemplo espléndido de cómo Goya supo adaptar sus retratos al nuevo paisaje
social que le rodeó en los últimos años de su carrera. Las nuevas
circunstancias le permitieron trabajar con una franqueza técnica inusitada, que
justifica que con frecuencia ante esta obra acuda a la mente el nombre Édouard
Manet.
Juan Bautista Muguiro, Francisco de Goya y Lucientes, 103 x 85 cm, 1827
Juan
Bautista de Muguiro e Iribarren había nacido en 1786. En el período de la
guerra de la Independencia residía en Madrid, asociado a la firma bancaria de
su tío, "J. Irivaren y sobrinos", con su hermano Francisco. Este
último estaba casado con Manuela Goicoechea, hija de Martín Miguel de
Goicoechea, consuegro de Goya. El 8 de mayo de 1826 se registra en París el
visado de su pasaporte diplomático, para viajar a Burdeos, donde se reunió con
su hermano. En el parte de la policía se añade que era "desconocido para
los españoles" y se da la orden de vigilancia, como para otros emigrados
españoles. Son escasas las noticias en ese período, salvo que con su hermano y
cuñada fueron a tomar las aguas en Bagnères, y que su último visado con destino
a España, donde ocuparía importantes cargos públicos, fue el 2 de julio de
1827, por lo que el retrato fue pintado dos meses antes de que dejara Burdeos.
Muguiro aparece en el retrato de Goya sentado junto a la mesa de trabajo, con papeles y una escribanía de plata, sosteniendo una carta en la mano derecha. La inscripción, que no parece de mano del artista, revela la edad de éste, 81 años, la identidad del retratado y el carácter de amigo del pintor, así como la fecha, en el mes de mayo de 1827.
Tomando como punto de partida
el color oscuro habitual en la indumentaria de sus modelos, Goya ha reducido
mucho la gama cromática, buscando fondos neutros que armonicen con la oscuridad
de esas telas y no resten protagonismo al motivo principal. A un año de su
muerte, el artista ha sido capaz de individualizar todos los matices cromáticos
y las texturas de las diferentes prendas y ha conseguido crear una sensación
extraordinariamente verídica de volumen y presencia.
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