La lluvia amarilla
Cuando en el año 2016 apareció el libro “
La España
vacía”, de Sergio del Molino, se puso título, se conceptuó una situación
que siempre había existido en España, pero que se acentuó y se hizo más
evidente en la segunda mitad del siglo XX. La población se iba concentrando en
las ciudades de ciertas regiones a expensas del vaciamiento de grandes áreas
del país. Esta situación se ha agravado, es objeto de continuos debates y de
intento de aprovechamiento político, y hasta se pronuncian tímidamente algunas
posibles soluciones a un problema irresoluble.
En 1988 vio la luz “
La lluvia amarilla”, de Julio
Llamazares, que significó un hito importante en la visualización de lo que no
se hablaba, del problema del mundo rural agonizante y desamparado que veía
desaparecer muchas aldeas en gran parte de España. El propio pueblo natal del
autor, Vegamián, es otro de los desaparecidos, ahogado en el fondo de un
embalse. Algunas novelas -anteriores- de Miguel Delibes ya trataban el tema, al
igual que lo hicieron Antonio Labordeta, Avelino Hernández, etc., pero este
libro, como dice su autor, “
tocó la fibra en carne viva de la que nadie
hablaba. Era la España real”, que no aparecía en los medios de
comunicación.
El libro puso rostro a uno de los dramas más
sobrecogedores que el territorio español ha sufrido desde la posguerra, la
despoblación. El panorama de gran parte del interior de nuestro país era
pueblos vacíos, casas en ruinas con los tejados derrumbados, chimeneas
apagadas, maderas podridas, bancales conquistados por la maleza, etc. La maleza
devora los muros de las casas y la ausencia de habitantes devora la memoria de
los lugares, mientras las ciudades crecen sin memoria y se vuelven menos
humanas. Así Ainielle, provincia de Huesca -una de las que más pueblos
abandonados tiene-, se convierte en un símbolo del ocaso del mundo rural y de
una antigua forma de vida, en el quejido de un mundo que desaparece, en una
metáfora de la desolación, y la expresión “
lluvia amarilla” se refiere
al paso del tiempo, a la caída de las hojas, al color que adquieren las viejas
fotografías.
La novela de Julio Llamazares relata la desolación y
agonía del último vecino de un pueblo abandonado, pero el autor opina que “
La
lluvia amarilla aborda muchos temas. La gente se queda con el de la
despoblación. Es el más evidente, porque es lo que cuenta la novela: la
desaparición de un pueblo, pero es el menos importante para mí. Hay otros que
me interesan más: la soledad, la ruina, la incapacidad para adaptarte a los cambios
de la historia, para expresar las emociones, para manifestar los sentimientos,
para vivir sin culpar a nadie de las desdichas, para comprender… De todo eso
habla La lluvia amarilla por debajo de la anécdota principal, que es el final
de un pueblo y de un mundo”.
“
Los
días eran largos, perezosos, y la tristeza y el silencio se abatían como aludes
sobre Ainielle. Yo pasaba las horas vagando por las casas, recorría las cuadras
y las habitaciones y, a veces, cuando el anochecer se prolongaba mansamente entre
los árboles, encendía una hoguera con tablas y papeles y me sentaba en un
portal a conversar con los fantasmas de los antiguos habitantes. … Y ahora que
la muerte ronda ya la puerta de este cuarto y el aire va tiñendo poco a poco
mis ojos de amarillo, incluso me consuela pensar que están ahí, sentados junto
al fuego, esperando el momento en que mi sombra se reúna para siempre con las
suyas”.
El problema sigue ahí, agravándose, el libro no ha
perdido su vigor y su lamento es más hondo. El campo sigue desangrándose sin
remedio, en un proceso irreversible, consecuencia del cambio de modelo cultural
y económico. El dinero dedicado a la agricultura y ganadería está, en gran
parte, en pisos de las ciudades. Muchos agricultores, ganaderos, funcionarios,
etc, ya no viven en los pueblos. Van y vienen a la ciudad, donde están los
servicios. La mejora de las carreteras y el coche han contribuido a despoblar
el campo. En la actualidad hay que tratar de entender los dos ámbitos, porque
los que viven en las ciudades provienen en gran parte del mundo rural y
reproducen su cultura y forma de relacionarse.

En el Teatro Español se representa una adaptación del
libro -estrenada en Huesca, de donde es Jesús Arbués, el adaptador-, en la que
dos personas llenan el escenario de voces, recuerdos y ensoñaciones, en un
paisaje de casas derrumbadas habitadas por zarzas, hiedra, olvido y herrumbre. Rodeados
de silencio y pasado, los espectros de los antiguos habitantes vuelven a sus
hogares, a la lumbre, donde antaño, juntos, se contaban historias de otras
épocas “
para ahuyentar el frío y la tristeza del invierno”.
Treinta y tres años después de su publicación llega esta
versión teatral en la que el monólogo de Andrés es el de tantas personas que
vieron derrumbarse su mundo, transformándose en ausencia poblada por los
fantasmas de la memoria. Es una experiencia individual y social, una tragedia
de seres humanos concretos y una tragedia colectiva, de un país, de una forma
de civilización que se apaga. Ainielle existe, como se dice al principio del libro
y de la obra, pero es un símbolo, un testamento del vacío. La adaptación fue
costosa porque no es un monólogo, Andrés no le habla a nadie, es la
verbalización poética de lo que él piensa en su último momento de vida, lo que
evita caer en el costumbrismo. Además, el monólogo interior tan intenso y
emocional es difícil de interpretar. Si un tema árido a priori llega al corazón
del lector es por la calidad de la prosa, indicador de que la forma puede ser
tan importante como el fondo. El arte que conmueve siempre está impregnado de
poesía.

La traslación de una novela al teatro cambia la
experiencia, es otra cosa, especialmente si partimos de un material cuyas
virtudes son tan estrictamente literarias. Las opciones son sacrificar la
poesía para que prime la acción o mantener la fidelidad al texto, el amor a la
obra original, elección esta última hecha, al parecer, por Jesús Arbués, en una
apuesta arriesgada porque exige un gran trabajo interpretativo. Sobre el
escenario aparece un cruce de voces y un espacio lleno de símbolos, puesto que,
en cada imagen de bosques, niebla, casas abandonadas, etc., aparece una
emoción, un estado mental.

En esta poética del éxodo rural, en este grito contra la
despoblación, en el que el pueblo es un personaje más -romería laica por la
Senda Amarilla el primer sábado de octubre-, Andrés de Casa Sosa -importancia
de la casa en lugar del apellido para identificar a las personas, fidelidad a
las raíces, a los antepasados-, en la soledad de su última noche, refleja con
énfasis su diálogo con los fantasmas de sus antepasados, de su mujer suicida,
de sus hijos muertos o perdidos en la emigración, del derrumbe final de una
tierra. Es un arquetipo. El otro personaje, una mujer con estética enlutada y
ojeras que expresan todas las tristezas, asume los trozos más poéticos y da vida
a Sabina, que se pasea como una sombra en una interpretación múltiple en la que
puede ser una mujer del pueblo, el autor que habla o la conciencia de Andrés y
su lucha con la memoria, resultando el nexo entre los monólogos del
protagonista, la conductora de la acción.

La presentación es muy escueta: ausencia de sonido y de
acción, mobiliario mínimo, iluminación sencilla. Pero la utilización del
narrador, junto a un eficaz diseño del espacio, la ingeniosa contribución
musical (José Antonio Labordeta, La jota triste de López Bruna y Aqueras
montañas, canción popular occitana) e interpretativa de Alicia, y el vistoso
trabajo audiovisual, con el uso del “video mapping”, contribuyen al éxito de la
representación. Al salir, noche cerrada, queda en la memoria la última frase
del libro: “
La noche queda para quien es”.
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