jueves, 9 de diciembre de 2021

 La lluvia amarilla

Cuando en el año 2016 apareció el libro “La España vacía”, de Sergio del Molino, se puso título, se conceptuó una situación que siempre había existido en España, pero que se acentuó y se hizo más evidente en la segunda mitad del siglo XX. La población se iba concentrando en las ciudades de ciertas regiones a expensas del vaciamiento de grandes áreas del país. Esta situación se ha agravado, es objeto de continuos debates y de intento de aprovechamiento político, y hasta se pronuncian tímidamente algunas posibles soluciones a un problema irresoluble.

En 1988 vio la luz “La lluvia amarilla”, de Julio Llamazares, que significó un hito importante en la visualización de lo que no se hablaba, del problema del mundo rural agonizante y desamparado que veía desaparecer muchas aldeas en gran parte de España. El propio pueblo natal del autor, Vegamián, es otro de los desaparecidos, ahogado en el fondo de un embalse. Algunas novelas -anteriores- de Miguel Delibes ya trataban el tema, al igual que lo hicieron Antonio Labordeta, Avelino Hernández, etc., pero este libro, como dice su autor, “tocó la fibra en carne viva de la que nadie hablaba. Era la España real”, que no aparecía en los medios de comunicación.

El libro puso rostro a uno de los dramas más sobrecogedores que el territorio español ha sufrido desde la posguerra, la despoblación. El panorama de gran parte del interior de nuestro país era pueblos vacíos, casas en ruinas con los tejados derrumbados, chimeneas apagadas, maderas podridas, bancales conquistados por la maleza, etc. La maleza devora los muros de las casas y la ausencia de habitantes devora la memoria de los lugares, mientras las ciudades crecen sin memoria y se vuelven menos humanas. Así Ainielle, provincia de Huesca -una de las que más pueblos abandonados tiene-, se convierte en un símbolo del ocaso del mundo rural y de una antigua forma de vida, en el quejido de un mundo que desaparece, en una metáfora de la desolación, y la expresión “lluvia amarilla” se refiere al paso del tiempo, a la caída de las hojas, al color que adquieren las viejas fotografías.

La novela de Julio Llamazares relata la desolación y agonía del último vecino de un pueblo abandonado, pero el autor opina que “La lluvia amarilla aborda muchos temas. La gente se queda con el de la despoblación. Es el más evidente, porque es lo que cuenta la novela: la desaparición de un pueblo, pero es el menos importante para mí. Hay otros que me interesan más: la soledad, la ruina, la incapacidad para adaptarte a los cambios de la historia, para expresar las emociones, para manifestar los sentimientos, para vivir sin culpar a nadie de las desdichas, para comprender… De todo eso habla La lluvia amarilla por debajo de la anécdota principal, que es el final de un pueblo y de un mundo”.

Los días eran largos, perezosos, y la tristeza y el silencio se abatían como aludes sobre Ainielle. Yo pasaba las horas vagando por las casas, recorría las cuadras y las habitaciones y, a veces, cuando el anochecer se prolongaba mansamente entre los árboles, encendía una hoguera con tablas y papeles y me sentaba en un portal a conversar con los fantasmas de los antiguos habitantes. … Y ahora que la muerte ronda ya la puerta de este cuarto y el aire va tiñendo poco a poco mis ojos de amarillo, incluso me consuela pensar que están ahí, sentados junto al fuego, esperando el momento en que mi sombra se reúna para siempre con las suyas”.

El problema sigue ahí, agravándose, el libro no ha perdido su vigor y su lamento es más hondo. El campo sigue desangrándose sin remedio, en un proceso irreversible, consecuencia del cambio de modelo cultural y económico. El dinero dedicado a la agricultura y ganadería está, en gran parte, en pisos de las ciudades. Muchos agricultores, ganaderos, funcionarios, etc, ya no viven en los pueblos. Van y vienen a la ciudad, donde están los servicios. La mejora de las carreteras y el coche han contribuido a despoblar el campo. En la actualidad hay que tratar de entender los dos ámbitos, porque los que viven en las ciudades provienen en gran parte del mundo rural y reproducen su cultura y forma de relacionarse.

En el Teatro Español se representa una adaptación del libro -estrenada en Huesca, de donde es Jesús Arbués, el adaptador-, en la que dos personas llenan el escenario de voces, recuerdos y ensoñaciones, en un paisaje de casas derrumbadas habitadas por zarzas, hiedra, olvido y herrumbre. Rodeados de silencio y pasado, los espectros de los antiguos habitantes vuelven a sus hogares, a la lumbre, donde antaño, juntos, se contaban historias de otras épocas “para ahuyentar el frío y la tristeza del invierno”.

Treinta y tres años después de su publicación llega esta versión teatral en la que el monólogo de Andrés es el de tantas personas que vieron derrumbarse su mundo, transformándose en ausencia poblada por los fantasmas de la memoria. Es una experiencia individual y social, una tragedia de seres humanos concretos y una tragedia colectiva, de un país, de una forma de civilización que se apaga. Ainielle existe, como se dice al principio del libro y de la obra, pero es un símbolo, un testamento del vacío. La adaptación fue costosa porque no es un monólogo, Andrés no le habla a nadie, es la verbalización poética de lo que él piensa en su último momento de vida, lo que evita caer en el costumbrismo. Además, el monólogo interior tan intenso y emocional es difícil de interpretar. Si un tema árido a priori llega al corazón del lector es por la calidad de la prosa, indicador de que la forma puede ser tan importante como el fondo. El arte que conmueve siempre está impregnado de poesía.

La traslación de una novela al teatro cambia la experiencia, es otra cosa, especialmente si partimos de un material cuyas virtudes son tan estrictamente literarias. Las opciones son sacrificar la poesía para que prime la acción o mantener la fidelidad al texto, el amor a la obra original, elección esta última hecha, al parecer, por Jesús Arbués, en una apuesta arriesgada porque exige un gran trabajo interpretativo. Sobre el escenario aparece un cruce de voces y un espacio lleno de símbolos, puesto que, en cada imagen de bosques, niebla, casas abandonadas, etc., aparece una emoción, un estado mental.

En esta poética del éxodo rural, en este grito contra la despoblación, en el que el pueblo es un personaje más -romería laica por la Senda Amarilla el primer sábado de octubre-, Andrés de Casa Sosa -importancia de la casa en lugar del apellido para identificar a las personas, fidelidad a las raíces, a los antepasados-, en la soledad de su última noche, refleja con énfasis su diálogo con los fantasmas de sus antepasados, de su mujer suicida, de sus hijos muertos o perdidos en la emigración, del derrumbe final de una tierra. Es un arquetipo. El otro personaje, una mujer con estética enlutada y ojeras que expresan todas las tristezas, asume los trozos más poéticos y da vida a Sabina, que se pasea como una sombra en una interpretación múltiple en la que puede ser una mujer del pueblo, el autor que habla o la conciencia de Andrés y su lucha con la memoria, resultando el nexo entre los monólogos del protagonista, la conductora de la acción.

La presentación es muy escueta: ausencia de sonido y de acción, mobiliario mínimo, iluminación sencilla. Pero la utilización del narrador, junto a un eficaz diseño del espacio, la ingeniosa contribución musical (José Antonio Labordeta, La jota triste de López Bruna y Aqueras montañas, canción popular occitana) e interpretativa de Alicia, y el vistoso trabajo audiovisual, con el uso del “video mapping”, contribuyen al éxito de la representación. Al salir, noche cerrada, queda en la memoria la última frase del libro: “La noche queda para quien es”.



 

 

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