domingo, 11 de julio de 2021

 Antonio y Cleopatra

 


La obra de Shakespeare “Antonio y Cleopatra” (1606), una de las más poliédricas, narra la relación entre Marco Antonio y Cleopatra durante los últimos años de su existencia, la confrontación de dos mundos, de dos formas de entender la vida. Marco Antonio representa el deber en el contexto de la sociedad romana de la época, de eficiencia fría y calculadora, mientras Cleopatra, mujer pasional, política, inteligente, representa lo contrario de la moral de Antonio, la exuberancia, la opulencia, la sensualidad y el capricho, pero también el amor a su pueblo. Es un choque de dos civilizaciones con intereses diferentes. La romana, que quiere extender su forma de ver la vida por el mundo conocido, en auge y expansión, y la egipcia, luchando por su supervivencia.

 



Por un lado, vemos valores como la lealtad, la ambición, el anhelo de poder, el deseo de progresar, los movimientos por intereses políticos (matrimonio de Antonio con Octavia), la política, el ejercicio del poder, mientras que por otro esta obra es un canto a la sensualidad, al erotismo, al amor, a la pasión. La astucia de Cleopatra, muy posesiva, mujer poderosa, irreductible, que se opone a la autoridad masculina, hace temblar el triunvirato romano compuesto por el rico Lépido, el astuto César y el impulsivo Marco Antonio. La amalgama de todo esto lleva a las dudas, deslealtades y traición de Antonio, a la ruptura de su amistad con César, al enfrentamiento, al infortunio, a la pérdida de los valores y a la falta de sentido de la vida en Cleopatra.

 



Cierta espiritualidad y los sentimientos y valores más elevados, más sublimes, coexisten y se contraponen con los impulsos más bajos, más mezquinos. Personajes fascinantes, grandiosos, unos profundos y otros más superficiales, forman un conjunto existencial realista, que no puede terminar sino en el enfrentamiento, en la tragedia, incluso queriendo entender el significado de amarse sobre todas las cosas. Antonio, un hombre de guerra que ha perdido el equilibrio que le caracterizaba, frágil, que conoce la deshonra y la vergüenza en la batalla y que intenta recuperar su coraje: “uno de los pilares del mundo reducido a bufón de una ramera”. Ella, astuta y seductora, gestiona su relación como una estratega: “Si lo encuentras pensativo dile que estoy bailando; si está alegre le dices que he caído enferma”, le ordena a su criada. La combinación tan compleja de las relaciones de los dos amantes es perfecta, están dominados por una pasión incontrolable de la que brotan tanto sus virtudes y aciertos como los defectos y errores. En el alma de las criaturas de Shakespeare conviven el invierno y el verano, está el cosmos, está todo.

 



El humor, la acción, un lenguaje cautivador, innovador, imaginativo y lúdico, incluso la ruptura de las unidades de tiempo y lugar, configuran esta reflexión sobre la vida misma y los conflictos humanos que se repiten con el paso del tiempo. La obra nos deja un peso de dos mil años de historia, pero el texto sigue en plena vigencia al mostrar el retrato de una sociedad que, a pesar de sus cambios aparentes, continúa actuando impulsada por los mismos motores, el erotismo, el amor, la pasión, la ambición, la nobleza, la lealtad, la envidia, etc. Finalmente, la muerte se presenta luminosa como puerta hacia la eternidad, hacia la trascendencia. Cuando Cleopatra recurre a la mordedura de una serpiente, desolada por la pérdida de Antonio, esa historia de amor que parecía superficial se vuelve sublime. La paradoja es que, al morir, ambos han logrado la dimensión de héroes, Antonio reconciliado con la causa de su caída, Cleopatra al renunciar a una vida desprovista del hombre a quien amó sin límite.

 



Esta magnífica obra se ha podido ver en el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida 2021, bajo la dirección de José Carlos Plaza, con Lluís Homar y Ana Belén en los papeles protagonistas y en la traducción y versión de Vicente Molina Foix. La estrategia es la de poner a unos magníficos profesionales al servicio de uno de los textos más importantes, como la vida. Un texto antiguo, moderno, eterno. El conjunto global es lo que genera la magia del teatro. Los actores dan altura a un texto elevado de por sí, cambiando de registro a lo largo de la obra. Por ejemplo, Cleopatra (Ana Belén) se inicia en el histrionismo de su etapa frívola, cuando se resiste a expresarle el amor a Antonio en su presencia, pero que llora después en la soledad, hasta la soberbia y la tragedia al mirar cara a cara a la muerte, entrelazando política, sentido de Estado, humor, amor apasionado, etc.

 



Con todo, el resultado final es desequilibrado. Es muy visual gracias a una coreografía muy ágil, de movimientos enérgicos, de acción controlada en las entradas y salidas, a lo que contribuye la ausencia de mobiliario, compuesto únicamente por seis cubos negros que actúan de asientos, cama, elevación, etc; al final, dos escaleras unidas representan la altura del palacio de Cleopatra. El escenario se cierra -tapando buena parte del frontal del Teatro Romano- con un muro polivalente y ágil, hecho de módulos de efecto espejo, en el que se cambia la unidad escénica facilitando el acceso mediante el movimiento de paredes, la apertura y cierre de puertas, con un arco de luz total o parcial. Este muro refleja la luz de modo tan importante como los focos directos de una iluminación muy sencilla. La música es prácticamente inexistente. El vestuario tampoco aporta nada y resulta especialmente negativo en los trajes de Cleopatra, muy oscuros y poco atractivos, poco sugerentes, poco sensuales, bien distintos del que usó el año pasado Belén Rueda.

 



Los actores principales están bien, pero representarían un momento crepuscular, otoñal, de la vida de los personajes, no corresponden a la edad, como si lo hace, por ejemplo, Julio César y otros. Ana Belén es muy profesional y actúa muy bien, pero no corresponde a este papel; está elegida por motivos comerciales evidentes y resulta un acierto completo: el graderío está lleno. Lo mismo sucede con Lluís Homar. El texto y sus complejidades, modernizado, ha perdido algo de musicalidad. Y, finalmente, la adaptación resulta increíblemente larga sin ninguna justificación, sin que la mayor duración aporte nada especial a la obra. La excesiva longitud hace necesario un intermedio, un descanso, lo que alarga el tiempo hasta las tres horas, resultando pesado, monótono y reiterativo en algunos momentos, a pesar de que en otros el ritmo es frenético, un tobogán constante de emociones e impulsos incontrolados.




Según un dicho inglés, “Nunca se puede interpretar mal a Shakespeare”, indicando que la fuerza de la acción y la emoción de sus prodigiosos textos superan cualquier error de adaptación, de dirección, interpretación, decorado, etc. Si a esto unimos el magnífico entorno del Teatro Romano de Mérida, se comprende la afirmación. Pero no es suficiente. En conjunto resulta un intento algo fallido, lo que se traduce en la escasez y frialdad de los aplausos al final.






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