martes, 18 de mayo de 2021

Lavaderos (I)

El tipo de vida actual, cómodo pero artificioso, hace que en algunos momentos nuestro pensamiento vuelva al pasado, a un pretérito tradicional, del que todavía mantenemos algunos restos, como la conciencia de ese tiempo. Ese es el motivo por el que se restauran los restos de ese pasado, como los antiguos lavaderos, ahora lugares de ornamentación local.

La tarea del lavado de la ropa era muy dura y esencialmente femenina. La expresión “hacer la colada” se refería al proceso casero y periódico, con agua muy caliente en un caldero en el que, después del remojo, se echaba ceniza -preferentemente de carrasca- que tenía el efecto lejía para limpiar y blanquear las prendas. Quedaba el aclarado, en el río, acequias o en los lavaderos públicos.


En el río, acequias, lavaderos, etc., también se hacía el lavado completo, porque en las casas no había agua corriente. Las mujeres llegaban desde el pueblo acarreando la ropa sucia y una tabla con hendiduras para facilitar el restregado de la ropa, excepto en el lavadero. Tanto en el río como en el lavadero se congregaba un mundo femenino que realizaba una dura tarea, con frío en invierno (sabañones por el agua helada) y calor en verano (peso de la ropa en las pendientes, puesto que el lavadero o el río se situaban en zonas bajas). Era también un trabajo colectivo, puesto que se ayudaban, por ejemplo, al torcer; una de un lado y la otra del otro.

Una operación previa había sido la elaboración artesanal del jabón, usando grasas -normalmente de cerdo- y añadiéndole sosa (agresiva para la piel). Se guardaba cortado en piezas rectangulares. La ropa enjabonada se ponía a clarear en los prados y arbustos para que el sol la blanqueara. En invierno, si había menos sol, se usaba ceniza. Con todo esto, la ropa no quedaba sólo blanqueada, sino también desinfectada. Después había que aclarar, torcer, secar y planchar con cuidado (las planchas eran de carbón y podían manchar la ropa).


Santorcaz (Madrid)
El lugar que reunía todas estas actividades era el lavadero, construido en las afueras de los pueblos y cerca de praderas o arboledas para tender y orear la ropa. Tenían dos estanques, uno para enjabonar y otro para aclarar. Alrededor de ellos había un espacio con inclinación y ondulaciones para frotar la ropa. Al principio, las mujeres lavaban de rodillas; después se construyeron de forma que pudieran estar de pie.

Camarma de Esteruelas (Madrid)
Este trabajo era cotidiano en todas las mujeres, pero algunas lo hacían de forma profesional, las lavanderas. Se decía que no había pueblo sin iglesia, fuente y lavadero. Aunque estos han ido desapareciendo, últimamente se están recuperando. Su importancia deriva de que su uso iba más allá del lavado; eran un foco de vida y cultura alrededor del agua, eran depósitos de memoria donde se lavaban los trapos ajenos, las intimidades y los estigmas sociales. El agua canalizada hacia el lavadero integraba lo rural en lo urbano, la naturaleza en la cultura, con un valor social preferentemente.


Granada
Eran espacios de terapia, donde se hablaba de todo. Los espacios privados se convertían aquí en públicos, para conseguir unión ante algún problema, reclamación, etc. Se resolvían asuntos individuales y colectivos, privados y públicos. Se secreteaba, se hablaba de todo, del pueblo, del cura, de métodos anticonceptivos, de miedos y problemas, de ayudarse, etc. Pero todo quedaba allí: “o que se di aquí vai polo río”. Eran terapias de grupo donde se contaban problemas y penas, se compartían situaciones.

Fuente Grande. Ocaña (Toledo)
Eran, además de un lugar de trabajo, puntos de encuentro y tertulia, de confidencias, un universo femenino que se ponía al día de los sucesos de la vida cotidiana, que cantaba y contaba historias, y que provocaba nuevos acontecimientos en la vida de la comunidad (Saramago: “las conversaciones de las mujeres mueven el mundo”). También servía para “mocear”, siendo aquí las mujeres la iniciativa y el reclamo.

Fuente de los Caños y lavadero. Sorbas (Almería)
Se hablaba y se escuchaba. Incluso el hecho de golpear sobre la piedra era terapéutico porque era una forma de liberar la rabia, tensión o tristeza. Esa percusión, expresión primera, era también musical. Rosalía de Castro ponía a las lavanderas como elemento tanto visual como sonoro del paisaje. Voces hablando, riendo, cantando, ruido al aclarar, etc., los sonidos del lavadero.  Ahora el territorio está mudo, aunque son lugares vivos, plenos de conciencia y memoria. Nos transportan a otra época donde estas sencillas instalaciones eran elementos socializadores.

Velillas (Huesca)
Aquella gente, que ya se fue, era consciente del fin de su cultura. Ahora son remansos donde el tiempo se detiene o sigue transcurriendo al fluir de un caño. Se restauran, no por nostalgia, sino atendiendo a su valor comunitario, a la revitalización del espacio público, aunque quede reducido a la categoría etnográfica de costumbrismo o tradiciones con encanto. Sin embargo, son más que un rincón pintoresco, son patrimonio. Los canteros tallaron y pulieron la piedra, integrándolo en el paisaje, en el que son oasis de biodiversidad que atraen vegetales, aves (lavanderas) e insectos. Su silencio actual parece traernos sus sonidos de antaño, sus historias de vida transmitidas oralmente, sus comportamientos que describían la cultura de una comunidad en el contexto de su sistema de valores y creencias.

Apiés (Huesca)


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