sábado, 31 de octubre de 2020

 Invitadas (II).

 SECCIÓN 2. El molde patriarcal. 


                                   El consejo del padre, Plácido Francés y Pascual, 1892


La atención que el Estado había concedido a la pintura de historia se desplazó a finales del siglo XIX hacia los temas de denuncia social y hacia los temas del día, escenas de costumbres y usos sociales que de este modo quedaban validados. Un tema que interesó fue la educación de las niñas, derecho reconocido por ley en cuanto a la instrucción primaria, pero diferenciada por sexos, lo que motivó críticas de escritoras como Emilia Pardo Bazán. Otras escenas habituales eran aquellas en las que los padres o abuelos transmitían los valores a sus hijas o nietas. Las imágenes más realistas de la pintura social mostraban esposas supeditadas a sus maridos.


SECCIÓN 3. El arte de adoctrinar.



                                                  Soberbia, Baldomero Gili y Roig, 1908


Algunas obras giraban en torno al paternalismo de esos años, según el cual los hombres debían controlar a las mujeres para que no se dejaran arrastrar por su incontrolable naturaleza emocional, entendida como parte de su encanto, pero también de su debilidad de carácter. El desequilibrio mental se plasmó también en la representación de la locura o la brujería, pero las pinturas en escenarios de ocio no incluían ninguna reflexión moralista, e incluso alguno, como Fillol, denunció la injusta posición de la mujer en las instituciones patriarcales.


SECCIÓN 4. Brújula para extraviadas.



                                            La bestia humana, Antonio Fillol Granell, 1897

A finales del siglo XIX triunfó un nuevo subgénero sentimentalista, el de las hijas que retornaban al hogar implorando perdón tras haberse dejado seducir por un hombre. Eran habitualmente de extracción humilde y con su arrepentimiento huían de una destino trágico de abandono, consecuencia de su rebeldía y de haber cuestionado su papel en la sociedad patriarcal. Eran imágenes de advertencia para las jóvenes inconformistas. Más tarde, otras obras denunciarían las redes de prostitución y de degradación de las víctimas, aunque solían provocar el rechazo de la crítica y el público. Las autoridades intentaban invisibilizar, pero no erradicar el problema. Sólo se toleraron las obras que transmitieran un mensaje moralizante.


El título de esta obra deriva de Zola, cuya obra leyó Fillol. La obra, lejos del tratamiento velado de las pinturas anteriores, refleja el compromiso del artista y su denuncia, pasando de ser neutral a convertirse en un arma de beligerancia. Era una opción atrevida presentar una obra de este tipo a un certamen oficial, pero los problemas no podían obviarse cuando la misma Iglesia pedía en la encíclica Rerum Novarum soluciones a la explotación y desigualdad. Sorolla había sido el primer español en tratar el tema en su obra Trata de blancas, 1895, aunque de un modo velado, por lo que no resultó polémico.

El escenario es frío, escueto, desangelado. Una casa semivacía, un lugar sin vida. La joven, bien vestida, de la clase media urbana, llora avergonzada, tapándose el rostro. Parece sin recursos y sin valor para afrontar la situación. La alcahueta tiene un aire grosero y vulgar, y el hombre es un ser gris y anodino, del medio burgués, que no se inmuta.

Desde el punto de vista compositivo y argumental la obra está perfectamente trabada, es una de las piezas maestras del naturalismo pictórico del siglo XIX.

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