Las montañas en el arte.
Un artículo de Almudena Blasco Vallés en La Vanguardia da la idea del valor de las montañas en el arte. Hoy volvemos a la naturaleza, pero siempre han mirado a ella los artistas. Aunque esta relación entre el artista y la naturaleza tuvo que ver con la teoría de la perspectiva lineal, las pinturas eran una clara respuesta a un planteamiento inicialmente literario: el poeta italiano Francesco Petrarca relata en una carta el viaje al monte Ventoux, en Provenza, majestuoso monte que había contemplado en sus años de niñez en Aviñón y Carpentras. Con su ascensión, los artistas se acercan a la naturaleza para entenderla sin las viejas alegorías bíblicas y se inicia el montañismo.
La manera de hacer arte imitando la naturaleza deriva de la percepción del paisaje como expresión de la belleza. La naturaleza corpórea se eleva a lo incorpóreo y para los artistas es como una ventana interior que sirve de entrada a un fondo donde recrean lo que ven, integrando el paisaje en la explicación del argumento del cuadro, sea cual sea su temática.
El Renacimiento alemán fue el más atrevido al retomar el tema del bosque de un modo algo nostálgico, como lugar de iniciación fuera del mundo. Albrecht Altdorfer convierte el goce estético en una aproximación teológica. El sentimiento de que el caballero está perdido en un oscuro bosque es la imagen de que el hombre se encuentra a sí mismo en el claro del bosque.
El precursor de esta aventura estética fue Patinir, quien en su Paisaje con san Jerónimo, 1516, hace de este deseo por captar la naturaleza, aún anclado en el sentido religioso, el punto de partida del paisaje. Pasando de Patinir a Durero y a Brueghel el Viejo, con sus paisajes nevados, tenemos otros precursores del ideal del paisaje, enlazando las teorías filosóficas y el arte.
Rodolfo II, 1606, encargó a Roelandt Savery un viaje por el Tirol para tomar apuntes y dibujos del natural, que después trabajaría en su taller. El paisaje se ha convertido en el protagonista de la obra. No se trata de un sitio concreto, sino de una mezcla de apuntes para construir un paisaje ideal. El paisaje se adueña de la escena, en la que casi no se percibe la presencia humana. El paisaje no es una alegoría, sino una exacta descripción de la naturaleza.
Este conocido cuadro transmite sublimación, como parte de lo que Umberto Eco (Historia de la belleza) llamó la “poética de las montañas”, es decir, “la fascinación por las rocas inaccesibles, los glaciares sin fin, los abismos sin fondo, las extensiones sin límite”. Lo que ve el personaje, no es solamente un valle con sus neblinas, es lo absolutamente grandioso de la naturaleza, fuente originaria de todo, y quizá la impenetrable tiniebla del alma. Es una imagen verdadera de lo infinito.
Thomas Moran trata de fijar el valor sacro de la montaña, entre el estupor y la admiración por el asombroso poder catártico de la obra de arte que se interesa por la naturaleza en estado puro. En el esfuerzo por curarse de un estado anímico bajo a lo largo del siglo XIX –antes de psicoanálisis de Freud- aparece la naturaleza y sus imágenes.
Estos icebergs crean una extraña sensación espacial porque el horizonte se aleja de ellos y el cielo se eleva a sus espaldas sin ninguna línea de comprensión. Se trata de una región de telúrica belleza, con ausencia de presencia humana y presencia de riesgo. No es un ejercicio únicamente estético, sino que marca los límites del ser humano, el poder de la naturaleza.
Los varios rostros de la naturaleza fueron estudiados por Waterhouse en Inglaterra o por Monet en Francia. Fiel a la idea del simbolismo, no solo se interesa en pintar una tempestad, sino también la sensación que produce en la protagonista. Es un recuerdo vivo hacia el plenairismo que le acercó al impresionismo. Los naufragios forman parte de la historia humana, y el exponerse al máximo peligro es el precio que hay que pagar por la seguridad.
A las impresiones de una naturaleza que cada vez se torna más exótica para ser absorbida por el artista –Gauguin-, o mística –Van Gogh en Noche estrellada-, el pintor suizo Hodler presenta el alma del mundo en forma de montaña transfigurada por la paleta del pintor. Es una apropiación de la naturaleza más allá de la idea de ser un paisaje que construye una cultura.
Aureliano de Beruete fue uno de los grandes paisajistas
españoles. Supo captar certeramente el alma de los distintos territorios.
El Guadarrama desde el Plantío de los Infantes, 1910, Museo del Prado.
Paisaje de Torrelodones.
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