viernes, 10 de julio de 2020


La playa en el museo. (II)


MNAC de Barcelona.


Darío de Regoyos, El chaparrón. Bahía de Santoña, 1900.
En esta marina vemos un hermoso arco iris que acompaña las últimas gotas mientras los caminantes, aún paraguas en mano, se dirigen al barco que les espera en la orilla.


Joaquim Torres-García, Tarongers vora el mar, 1911.
Recreación de la Arcadia soñada en la que las mujeres (¿ninfas?) recogen fruta en una cesta.

MUSEO THYSSEN-BORNEMISZA, Madrid.
Todos los estilos se encuentran en este museo.

Henri-Edmond Cross, Playa, efecto de tarde, 1902.
Puntillismo. La pincelada capta el olor a pino de una cala en la costa mediterránea francesa. Se instaló en St. Clair y se adhirió al Neoimpresionismo, aprendido según las lecciones de sus amigos Seurat y Signac. En sus punteados usaba tintas puras pero suaves, mezcladas con blanco, para expresar la decoloración de los tonos bajo la luz intensa del mediodía. Su conflicto era el dilema entre las dificultades del natural y la libertad de la imaginación. Este cuadro se encuentra todavía en un momento de equilibrio entre la fidelidad a la naturaleza y la fantasía decorativa. Más adelante, sus cuadros adquirieron colores más irreales y se poblaron de criaturas mitológicas, como ninfas o faunos. Los desnudos que protagonizan algunos de sus cuadros, aparecen aquí muy disminuidos por la presencia del gran árbol, un pino, que domina la composición. El pino también fue retratado por Cézanne, Signac, Matisse.

Ernst Ludwig Dichner, La cala, 1914.
Golpes enérgicos, expresionistas, de pincel, convierten a fuerza de color una apacible isla báltica en un remedo de los mares del sur. La obra representa varias bañistas en una de las características calas de la isla. Rememora los desnudos pintados en los años anteriores, pero el estilo más anguloso y abigarrado de esta pintura nos habla de una etapa más tardía. La escena está enmarcada por un gran árbol que abarca todo el lateral derecho, mientras que en el izquierdo, captadas a vista de pájaro, un grupo de bañistas desnudas juegan en la playa. A causa del movimiento de la escena, apunta la posibilidad de que no se trate de tres figuras sino de una, representada en varias posturas. El movimiento agitado del paisaje, el abombamiento del horizonte y la aparición de un astro solar agrandado de forma irreal, junto con la utilización de un colorido antinaturalista, adquieren unas connotaciones cosmológicas. La acusada diagonal ascendente de la costa y los trazos en zigzag con los que representa las dunas, incrementan la tensión de la escena.

Karl Schmidt-Rottluff, Conchas de mar, 1953.
Este expresionista alemán consigue meter el mar en unas caracolas de colores. Fue perseguido por “degenerado” y pasó años sin poder pintar. Durante el bloqueo de Berlín, 1948-49, la ciudad fue una isla en la que había pocos paisajes libres que le inspiraran. En las naturalezas muertas de esos años se revelan estas condiciones de estrechez. Evidenciando hasta qué punto era reducido el espacio vita, en las naturalezas muertas aparece el tablero con un corte semicircular de la misma mesita, y un exiguo repertorio: macetas, libros, candelabros, recipientes, conchas y caracolas que guardaba y que adquieren un significado iconográfico. Su brillante acorde de rosa, verde cobre y naranja domina sobre las flores y hojas de la maceta, potenciando el azul negro del fondo, los contornos verdes y los contrastes, empleados de manera elemental.

Winslow Homer, Escena de playa, 1869.
Los niños juegan, pero la desnudez estruendosa de Sorolla se ha convertido en contención. Criaturas tan elegantes y bien vestidas se remangan para adentrarse en las primeras olas. Fue uno de los primeros artistas en interesarse por el tema de los bañistas en la playa, puesto de moda por Eugène Boudin en París a mediados de los años sesenta. Este cuadro es una de sus obras más próximas al impresionismo, tanto por la vivacidad de factura como por su luminosidad. La composición queda organizada a base de tres grandes bandas horizontales, casi equivalentes. Apenas hay anécdota y la perspectiva parece aplanada. Lo sorprendente es el protagonismo concedido a los reflejos de los niños en la arena.

Caspar Friedrich, Barco de pesca entre dos rocas en una playa del Mar Báltico, 1830-35.
Aunque no se ha considerado la posibilidad de que la obra forma parte de un ciclo o una serie con temas comunes, no sería excepcional, pues otras de sus obras se enmarcan en ciclos de horas del día o de acciones de la naturaleza. El hecho de que esta pintura se hallase junto a otros seis cuadros del autor en una misma colección hace pensar en una voluntad de armonización temática. El cuadro representa un velero con varios pescadores a bordo haciéndose a la mar en una pequeña ensenada del litoral báltico. La escena, ambientada en una hora crepuscular, incluye un grupo de hombres, de pie y de espaldas al espectador, que despiden la embarcación, quizá tras prestar ayuda. El asunto es la separación entre dos grupos de hombres, los que salen a navegar y los que quedan en tierra. La composición se guía con una distribución marcada por la ortogonal, por la distinción de triángulos y por el eje longitudinal y las líneas de costa y del horizonte, que establecen una rigurosa repartición de espacios. A la escena principal le corresponde el área más privilegiada por el efecto de concentración de luces.

Paul Signac, Port-en-Bessin, la playa, 1884.
De un cromatismo deslumbrante, el lienzo es emblemático de la obra del joven Signac, pintor impresionista y gran admirador de Monet. Al pueblecito representado regresó en años siguientes, recogiendo distintos aspectos del modesto puerto pesquero. Estas obras reflejan todavía el estilo de todos los maestros a los que admira, pero también ponen de manifiesto las cualidades propias. En este cuadro, el brío de los colores y el vigor de la pincelada están canalizados por la rigurosa organización de la composición. En primer término, la clara oposición entre zonas de sombra y de luz expresa la afición a los contrastes. Las marcadas líneas ortogonales –el muelle, la vieja torre, los mástiles- anuncian su predilección por las vistas frontales que caracterizarán las obras posteriores. La pincelada, larga y de vivos colores para plasmar el acantilado, curvada y enérgica para expresar la fuerza de las olas y la espuma del mar, traduce su energía y entusiasmo de joven pintor.

Gustave Courbet, Los hijos del pescador, 1867.
Este lienzo, de tamaño más bien reducido, presenta tres aspectos particularmente interesantes. Combina una playa tranquila con marea baja y un celaje nuboso muy variado, una abrupta costa y una o dos personas al solaz y, en primer término, dos niños pobres. La posición del pintor es frente a los niños, pero a la altura de la dama del acantilado, es decir, por encima de la línea del horizonte, en un punto que abarca toda la escena; contempla el panorama en su conjunto y al mismo tiempo percibe cada detalle. La actitud implorante de los niños sitúa la obra en la línea de las pinturas socialistas de Courbet: llama la atención de la clientela burguesa de las playas sobre el abandono de los más desfavorecidos socialmente. Son personajes desidealizados, que pintaba tanto para expresar su sentimiento de justicia como para provocar a los acomodados visitantes de las exposiciones del Salón de París, que temían el contacto con las gentes de clases más bajas.

Claude Monet, La cabaña en Trouville, marea baja, 1881.
Este cuadro no es una sorpresa en la obra de Monet: el horizonte muy alto, el tema principal desplazado lateralmente, ósmosis entre mar y cielo, son elementos característicos. Conoce bien la región y aquí trató a amigos como Boudin, Courbet, etc. Los problemas sentimentales y financieros le hicieron pasar aquí una temporada. Esta obra es un ejemplo paradigmático de la pintura de lo efímero, en el que el tema no existe. La armonía líquida del cielo y del mar, separados por una tenue línea de horizonte más oscura, la transparencia del agua que lame la arena rubia al retirarse, son los auténticos temas de este paisaje. La costa cubierta de maleza y la casa sólo están presentes para que su masa oscura y desordenada contraste y realce al aire y al agua, interpretando las lecciones de su primer maestro, Boudin. Este cuadro quizá influyó a otros artistas, como Gustave Caillebotte, que ofrece una versión parecida en sus Casas de Trouville, de 1884, al utilizar la misma composición inspirada en los audaces paisajes de las estampas japonesas.

Eugène Boudin, Figuras en la playa de Trouville, 1869
Se le reconoce como el creador de un determinado género, plasmando a la sociedad burguesa en la playa. Esta fase de su trabajo se desarrolló entre 1860 y 1871 y le proporción cierto desahogo económico, lo que se le reprochó por hacer pintura comercial. Suele componer la vista de la playa con un ángulo muy abierto, utilizando los elementos del paisaje para enmarcar la escena. Las obras, a menudo anecdóticas, constituyen un testimonio de su época. Más tarde la composición clásica se transforma y empieza a presentar una división del espacio en franjas horizontales paralelas a la orilla y al lienzo. Esta obra, formato sobre tabla, es un buen ejemplo. El cielo ocupa dos tercios de la composición. Se ve denso y cargado de colores, iluminado por el sol poniente. La mayoría de las figuras están de espaldas al espectador, presentación novedosa, dispuestas en una franja uniforme. Para evitar la monotonía, algunos veraneantes nos miran sin rostro y una mujer marca el primer término, sentada algo apartada del grupo. El conjunto se completa con una escena anecdótica compuesta por un caballo y algunos pescadores tirando de una barca.

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