jueves, 2 de julio de 2020


La playa en el museo.

Con el levantamiento de las restricciones a los viajes, ya se ha podido ir a la playa. Pero siempre ha habido arenas y olas en los museos, como nos advierte Isabel Gómez Melenchón en un artículo en La Vanguardia. Desde mediados del siglo XIX la playa irrumpe con fuerza en las costumbres sociales y, como consecuencia, en los trabajos de los artistas. En los museos españoles hay una buena representación de estas obras.


Manuel García Rodríguez: Playa de Sanlúcar de Barrameda, 1895-1911, Museo Carmen Thyssen, Málaga.


Joaquín Sorolla: Chicos en la playa, 1909. Museo del Prado. Madrid.
Si un pintor ha captado la alegría de los baños de sol y mar es el valenciano Sorolla. Colores brillantes, cargados de energía y libertad.


Samuel S. Carr: Niños en la playa, 1879-1881.
Cuando el artista norteamericano de origen británico pintó las costas de Coney Island, estas se proclamaban “el mayor balneario del mundo”.

Pablo Picasso. Platja de la Barceloneta, 1896. Museu Picasso.

Julio González: Chica dormida en la playa, 1914. Museo Nacional d´Art de Catalunya.


Gerhard Richter: Marina, 1998, Museo Guggenheim. Bilbao.
El artista alemán trabajó sobre la base de una fotografía tomada en Tenerife para crear esta pintura de casi nueve metros cuadrados.


Joan Miró: Platja de Mont-Roig, 1916. Fundació Joan Miró. Barcelona.
Esta pintura resume la relación de Miró con Mont-Roig desde sus veraneos de joven.


MUSEO CARMEN THYSSEN, Málaga.
La playa, como entretenimiento primero burgués y más tarde popular, y como escenario paisajístico, está ampliamente representada en la colección de este museo, en la misma costa.


Fritz Bamberger, Estepona, 1855.
Aún bajo la estela del romanticismo.

Vicente Palmaroli, Los días de verano, 1885. 
Sentada frente al mar, junto a la orilla, una dama abandona un momento su lectura para volver la mirada al espectador. A pesar de su ubicación en plena playa, aparece vestida con un traje de falda larga de color morado con suntuosos adornos de encaje negro y delantal blanco, envuelta en un confortable echarpe, con un sombrero con blondas y plumas y pertrechada con una pequeña sombrilla. Parece estar tranquilamente acomodada, apartada del resto de veraneantes, junto a las sillas de anea que se empleaban para descansar cerca del mar y a otros útiles de playa y algunas ropas. Así, reservada y entregada a la lectura, sorprendida en su soledad, esta imagen de mujer veraneante posee un tono melancólico y refinado, propio del gusto de la alta burguesía europea del último cuarto del siglo y responde además a un estereotipo de feminidad burguesa bien conocido a través de la literatura, que tuvo su reflejo en una tipología artística perfectamente acuñada, que Palmaroli explotó con verdadero éxito comercial.

Modest Urgell, Playa. 
A Urgell se le considera un pintor realista. Su lenguaje pictórico evolucionó muy poco y se mantuvo al margen de las innovaciones que caracterizan las obras de otros artistas de su generación. Sin embargo, en cuanto a los temas, la inspiración neorromántica de sus lienzos indica una proximidad de gusto con la vertiente más espiritualista del modernismo. Playa es uno de sus cuadros característicos, monumental por su formato y minucioso en su técnica. En una playa casi desierta destaca la presencia de una barca de pescador y otra auxiliar, con unas pocas figuras de hombres dedicados a unas labores que no se llegan a percibir con claridad. El punto de vista y el horizonte, muy bajos, permiten ver en primer plano, con detalle, la arena y las piedras de la playa solitaria. La luz y el viento invernales bajo un cielo inmenso, que son en definitiva el tema principal del cuadro, se presentan repletos de presagios imprecisos para la vida de los hombres del mar.

Guillermo Gómez Gil, Marina II, años 20 del siglo XX.
En esta Marina, el pintor nos invita a sumergirnos en un mar apacible, apenas exaltado por rayos de sol que se filtran con sosiego entre unas nubes que no desestabilizan anunciando un drama. Los dos puntos de rudeza, equilibrados en la composición para no herir, son esas masas rocosas que se han elegido en el encuadre para activar la composición con ciertos juegos lineales. Van a ser los verdes y los grises los que en suave armonía construyan un paisaje sereno y sincero, en el que el pintor ha huido intencionadamente de poetizar o dramatizar con la paleta violenta y agresiva de las horas extremas. Por ello, el cuadro se mueve, dentro de su placidez, en el territorio del realismo del fin de siglo español, tras de Beruete, en un género que podría ser actual, sin experimentos, sencillamente realista. 

Ricardo Verdugo, Buscando conchas en la playa, 1920-30.
Costumbrista. 
La marina fue una categoría temática en Málaga de la mano de Emilio Ocón. Uno de sus sucesores es Ricardo Verdugo, que entendió bien las inquietudes de la modernidad intelectual de su momento.  Sus marinas están centradas en los accidentes costeros, cuanto más agresivos y dramáticos mejor, pero sin desestimar otras historias más amables con embarcaciones o actividades marineras. En esta obra se aprecia la estrecha fusión entre la población y la playa, la dependencia del medio, puesto que los recios muros de la fortaleza la convierten en punto de estrategia defensiva de la costa. Pero, en este caso, se alude al ocio y al descanso; las rocas no son agresivas, sino que permiten actividades cotidianas y juego de niños. Los personajes relatan una actividad social que se va imponiendo en el país, como es el ir a la playa o el veraneo. La técnica es ligera, con mucha espontaneidad y frescura, que evidencia una observación directa y un trabajo de inmediatez interpretativa. Parece un apunte del natural, pero su tamaño indica otra intención, la de buscar los efectos lumínicos y el uso de gruesos empastes.

José Navarro Llorens, Baño en la playa junto a los carromatos, 1915. 
Una mujer, cubierta con un pañuelo color salmón en su cabeza, despliega una gran sábana blanca para secar a una niña recién bañada en un barreño. Detrás, dos niños esperan su turno, uno sentado sobre la arena, mientras, en segundo término, unos bueyes sacan del agua una barca con una enorme vela de sombras azules hinchada por el viento, que acaba de regresar de la pesca. A ambos lados, unas casetas-vestuario móviles logran un perfecto encuadre de la escena caracterizada por el movimiento de sus elementos. El resto de personajes se resuelve de forma muy abocetada. El hábil manejo de la luz del sol es una constante de este pintor. Aquí, la baja intensidad de una luz que parece tamizada, amortigua los efectos de contraluz que dominan la composición, logrando transmitir a una escena costumbrista de carácter puramente anecdótico cierto aire de dramatismo. Todo logrado con una pincelada rápida, segura, de corto recorrido.

Darío de Regoyos, La Concha, nocturno, 1906. 
Darío de Regoyos siempre sintió una enorme atracción por los nocturnos, tanto de interior como de paisaje. Esta obra corresponde a su periodo impresionista maduro y fue realizado en 1905-1906. Recoge magistralmente el ambiente clásico de un anochecer en el que las personas dialogan al lado de un mar en calma, delante de las siluetas del monte Igueldo y de la isla Santa Clara, y donde sólo un barco al fondo altera su tranquilidad. La composición de luces y sombras queda completada con la inclusión de las ramas en el lado superior izquierdo, consiguiendo una luminosidad perfecta en el primer plano. El centrado del cuadro, habitual en este pintor, lo llevó a cabo mediante líneas horizontales y oblicuas que distribuyen de forma muy equilibrado el espacio pictórico. Las figuras humanas, distribuidas equidistantemente, se caracterizan por el sosiego y la intimidad.

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