Mojácar.
Este pequeño pueblo, que ha visto pasar tantas culturas y
civilizaciones, asiste ahora a la llegada de hordas de turistas en un exaltado
cosmopolitismo. Dividido en dos áreas diferentes, el pueblo y la playa, y
situado a 175 m de altitud en la falda de la Sierra Cabrera, domina esta zona
de la provincia de Almería. Su singular emplazamiento, la herencia de su pasado
musulmán reflejado en sus tortuosas, laberínticas y estrechas calles, la
cegadora monocromía blanca de sus fachadas, la geométrica construcción en cubos
como en otros pueblos, la amalgama de sus casas, todo conforma un conjunto
arquitectónico de gran belleza.
Su nombre puede derivar de Murgis-Akra, el Muxacra moro,
o de Monxacar, Monte Sagrado, y su símbolo, Indalo o “muñeco mojaquero”, a
pesar de haber sido descubierto en la Cueva de los Letreros, cerca de
Veléz-Blanco, parece un hombre estilizado con un arco sobre la cabeza cuyo
nombre proviene de la palabra ibérica “Indal”, dios protector y poderoso, y puede ser un cazador con un arco o un
hombre con un arco iris sobre su cabeza. Su significación es la de ídolo
religioso protector de los malos espíritus, y se pintaba con almagre (arcilla
roja) para proteger las casas, cortijo y la sierra.
Su historia antigua es poco conocida, desarrollando su
personalidad durante el periodo musulmán, que terminó cuando el 10 de junio de
1488 los líderes de la región acordaron someterse a los Reyes Católicos. Parece
que Alavez, gobernador de Mojácar, no quiso entregarse porque dijo que era
español, que no quiso la guerra y que quería ser tratado como hermano y no como
enemigo. Finalmente, el día 12 de junio se firmaron las capitulaciones, fecha
recordada en la fiesta de Moros y Cristianos, que se celebra el fin de semana
más próximo a esa fecha. Las Asociaciones, kábilas y cuarteles, con vistosos y
coloristas trajes de inspiración árabe, cristiana o goyesca, celebran esta
entrega pacífica y negociada.
La expansión del siglo XVIII elevó su población hasta las
10.000 personas, pero las severas sequías provocaron la decadencia, sólo
aliviada por el descubrimiento de minas de plata en el siglo XIX que
propiciaron un breve periodo de auge económico. En 1910 había casi 6.300
personas, pero el censo descendió hasta los poco más de 1500 en 1981. El
turismo hizo aumentar la demografía, que llegó a 6.330 en 2017, dividida la
población entre los 1586 del pueblo y los 4959 de la playa.
Desde la playa se llega por la Fuente Mora, morisca,
donde Alavez, el último gobernante, se entregó
a los cristianos, como reza una
placa encima de los doce chorros. La calle lleva en ascenso y descenso hasta un
aparcamiento. Cerca, un camuflado ascensor, signo de modernidad, nos evita
cómodamente un tramo de subida y nos deja en una estrecha calle que se dirige
directamente, pasando bajo un arco, a la Plaza Nueva y al Mirador, desde que
hay unas inmejorables vistas de las profundas ramblas –con verdor en el fondo,
en medio del árido paisaje- de las sierras Cabrera, Bédar y Almagrera, del río
Aguas y de las playas. El día es claro y se ve Garrucha, el puerto, Vera, etc.
Por un lado la calle asciende hasta la iglesia de Santa
María, con aspecto de fortaleza, y una plaza que hay detrás, la del Parterre,
antiguo cementerio musulmán. Todo es blanco excepto los suelos y la prismática
iglesia, en dorada piedra, con perfecta sillería en esquinas y puerta de
acceso. Todo está muy limpio y cuidado. Las fachadas están perfectamente
encaladas. Los cruces de las calles propician una serie de deliciosos rincones
y placitas en las que destacan los distintos verdes de las plantas en macetones
y los colores cálidos, rosas y rojos, de las buganvillas. Las líneas rectas
estructurales compiten con las curvas de vanos y arcos, y, en algún punto,
hacen su aparición de forma esporádica los azulejos.
Bajando nos detenemos en una deliciosa placita, delante
de la iglesia, con la Estatua de la Mojaquera, en mármol, homenaje a las
mujeres aguadoras, vestidas con las típicas túnicas. Antes hemos visto otra al
lado del aparcamiento. De nuevo en la plaza, puede ascenderse al otro lado,
hasta “el castillo”, el punto más alto desde el que también se tiene una buena
vista. Al bajar a la plaza, comprobamos en una carnicería cómo son de excesivos
los precios, cómo las tiendas se aprovechan del turismo. Algo parecido sucede
en la zona de la playa, tanto en los bares y restaurantes como en la gran zona
comercial.
También son curiosos el Ayuntamiento (plaza con
azulejos), la puerta de la ciudad (original del s. XVI, emblema con un águila
de dos cabezas), el barrio del Arrabal (barrio judío s. XVII, calles estrechas
y colores vivos), etc. Pasear por sus estrechas y sombreadas calles es ameno, sin
embargo, la sensación que se tiene al ruar por esta magnífica población, lo
mismo que pasa con otras, no es tan agradable. El turismo masivo lo arrasa
todo. Estas poblaciones son un parque temático en el que sólo hay servicios
para el turista, que es el que manda, el que deja dinero, el que da trabajo a
la gran cantidad de bares, restaurantes, tiendas de todas clases, etc. Es una
sensación agridulce.
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Fotografías antiguas recopiladas por José Antonio Camacho |
Se acerca el mediodía, la hora de comer. Nos han
recomendado ir al cercano pueblo de Turre,
a Casa Adelina, que, según nos
cuentan, es muy famosa. Está abierta desde 1969 en la calle principal, la
Avenida de Almería nº 9, y entre sus especialidades destacan gurullos, trigo,
pelotas, ajo colorado, caracoles, migas, cous cous, etc.
Como ayer en Sorbas probamos el “trigo”, hoy, tras un plato magnífico de caracoles al que han dado
un justo punto de picante, comemos los “gurullos”
que igual que ayer “entran bien” a la
sombra, a pesar del calor. Tanto ayer como hoy nos explican amablemente las
características de estos platos, que mantienen la tradición mejor que el
urbanismo y la dedicación de las gentes. La degustación de estas delicias entre
gente tan amable siempre es un buen final para una visita turística.
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