lunes, 10 de junio de 2019


Mojácar.




Este pequeño pueblo, que ha visto pasar tantas culturas y civilizaciones, asiste ahora a la llegada de hordas de turistas en un exaltado cosmopolitismo. Dividido en dos áreas diferentes, el pueblo y la playa, y situado a 175 m de altitud en la falda de la Sierra Cabrera, domina esta zona de la provincia de Almería. Su singular emplazamiento, la herencia de su pasado musulmán reflejado en sus tortuosas, laberínticas y estrechas calles, la cegadora monocromía blanca de sus fachadas, la geométrica construcción en cubos como en otros pueblos, la amalgama de sus casas, todo conforma un conjunto arquitectónico de gran belleza.

Su nombre puede derivar de Murgis-Akra, el Muxacra moro, o de Monxacar, Monte Sagrado, y su símbolo, Indalo o “muñeco mojaquero”, a pesar de haber sido descubierto en la Cueva de los Letreros, cerca de Veléz-Blanco, parece un hombre estilizado con un arco sobre la cabeza cuyo nombre proviene de la palabra ibérica “Indal”, dios protector y poderoso,  y puede ser un cazador con un arco o un hombre con un arco iris sobre su cabeza. Su significación es la de ídolo religioso protector de los malos espíritus, y se pintaba con almagre (arcilla roja) para proteger las casas, cortijo y la sierra.




Su historia antigua es poco conocida, desarrollando su personalidad durante el periodo musulmán, que terminó cuando el 10 de junio de 1488 los líderes de la región acordaron someterse a los Reyes Católicos. Parece que Alavez, gobernador de Mojácar, no quiso entregarse porque dijo que era español, que no quiso la guerra y que quería ser tratado como hermano y no como enemigo. Finalmente, el día 12 de junio se firmaron las capitulaciones, fecha recordada en la fiesta de Moros y Cristianos, que se celebra el fin de semana más próximo a esa fecha. Las Asociaciones, kábilas y cuarteles, con vistosos y coloristas trajes de inspiración árabe, cristiana o goyesca, celebran esta entrega pacífica y negociada.

La expansión del siglo XVIII elevó su población hasta las 10.000 personas, pero las severas sequías provocaron la decadencia, sólo aliviada por el descubrimiento de minas de plata en el siglo XIX que propiciaron un breve periodo de auge económico. En 1910 había casi 6.300 personas, pero el censo descendió hasta los poco más de 1500 en 1981. El turismo hizo aumentar la demografía, que llegó a 6.330 en 2017, dividida la población entre los 1586 del pueblo y los 4959 de la playa.


Desde la playa se llega por la Fuente Mora, morisca, donde Alavez, el último gobernante, se entregó
a los cristianos, como reza una placa encima de los doce chorros. La calle lleva en ascenso y descenso hasta un aparcamiento. Cerca, un camuflado ascensor, signo de modernidad, nos evita cómodamente un tramo de subida y nos deja en una estrecha calle que se dirige directamente, pasando bajo un arco, a la Plaza Nueva y al Mirador, desde que hay unas inmejorables vistas de las profundas ramblas –con verdor en el fondo, en medio del árido paisaje- de las sierras Cabrera, Bédar y Almagrera, del río Aguas y de las playas. El día es claro y se ve Garrucha, el puerto, Vera, etc.





Por un lado la calle asciende hasta la iglesia de Santa María, con aspecto de fortaleza, y una plaza que hay detrás, la del Parterre, antiguo cementerio musulmán. Todo es blanco excepto los suelos y la prismática iglesia, en dorada piedra, con perfecta sillería en esquinas y puerta de acceso. Todo está muy limpio y cuidado. Las fachadas están perfectamente encaladas. Los cruces de las calles propician una serie de deliciosos rincones y placitas en las que destacan los distintos verdes de las plantas en macetones y los colores cálidos, rosas y rojos, de las buganvillas. Las líneas rectas estructurales compiten con las curvas de vanos y arcos, y, en algún punto, hacen su aparición de forma esporádica los azulejos.



Bajando nos detenemos en una deliciosa placita, delante de la iglesia, con la Estatua de la Mojaquera, en mármol, homenaje a las mujeres aguadoras, vestidas con las típicas túnicas. Antes hemos visto otra al lado del aparcamiento. De nuevo en la plaza, puede ascenderse al otro lado, hasta “el castillo”, el punto más alto desde el que también se tiene una buena vista. Al bajar a la plaza, comprobamos en una carnicería cómo son de excesivos los precios, cómo las tiendas se aprovechan del turismo. Algo parecido sucede en la zona de la playa, tanto en los bares y restaurantes como en la gran zona comercial.




También son curiosos el Ayuntamiento (plaza con azulejos), la puerta de la ciudad (original del s. XVI, emblema con un águila de dos cabezas), el barrio del Arrabal (barrio judío s. XVII, calles estrechas y colores vivos), etc. Pasear por sus estrechas y sombreadas calles es ameno, sin embargo, la sensación que se tiene al ruar por esta magnífica población, lo mismo que pasa con otras, no es tan agradable. El turismo masivo lo arrasa todo. Estas poblaciones son un parque temático en el que sólo hay servicios para el turista, que es el que manda, el que deja dinero, el que da trabajo a la gran cantidad de bares, restaurantes, tiendas de todas clases, etc. Es una sensación agridulce.


Fotografías antiguas recopiladas por José Antonio Camacho
Se acerca el mediodía, la hora de comer. Nos han recomendado ir al cercano pueblo de Turre, a Casa Adelina, que, según nos cuentan, es muy famosa. Está abierta desde 1969 en la calle principal, la Avenida de Almería nº 9, y entre sus especialidades destacan gurullos, trigo, pelotas, ajo colorado, caracoles, migas, cous cous, etc.
 
Ayuntamiento de Turre
Como ayer en Sorbas probamos el “trigo”, hoy, tras un plato magnífico de caracoles al que han dado un justo punto de picante, comemos los “gurullos” que igual que ayer “entran bien” a la sombra, a pesar del calor. Tanto ayer como hoy nos explican amablemente las características de estos platos, que mantienen la tradición mejor que el urbanismo y la dedicación de las gentes. La degustación de estas delicias entre gente tan amable siempre es un buen final para una visita turística.

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