Cuando, en 1986, la Unesco la declaró Ciudad Patrimonio
de la Humanidad, adujo que “Cáceres
ofrece un ejemplo eminente de una villa dominada durante los siglos XIV al XVI
por una serie de facciones rivales, con Casas Fuertes y Palacios, que son testimonios
de tales luchas y es un ejemplo único de características patrimoniales e
históricas, propias de Extremadura, que han sido conservadas”. El tren que
tiene tan molestos a los extremeños, pero que en esta ocasión se ha portado
bien, nos ha traído para ver esto de nuevo atravesando los magníficos encinares
adehesados.
Ya el Paleolítico Superior dejó restos en la cueva de
Maltravieso (dentro del casco urbano). Después la población indígena de las
tribus de lusitanos y vettones sería romanizada por dos campamentos y la
Colonia Norbensis Caesarina, formando parte de la provincia de Lusitania. El
“Castra Servilia”, fundado por el Procónsul Quinto Servilio Cepión en el 139
a.C., es conocido como “Cáceres el Viejo”. Formó parte de la posteriormente
llamada Vía de la Plata.
Destruida en el s. IV, quedó en ruinas hasta el s. X, cuando
los almohades la dotaron de murallas, alcázar (aljibe) y mezquita. Tras su
reconquista en 1229 se construyó una nueva ciudad formada por casas fuertes en
el interior de la muralla. En el s. XV se construyeron la mayoría de los
edificios civiles y religiosos, reformados en el XVI, en el Renacimiento,
convirtiendo las casas fuertes en casas-palacio. Del s. XVIII quedan importantes
aportaciones arquitectónicas como el Convento de Jesuitas y la transformación
de la Puerta Nueva en Arco de la Estrella.
Desde la gran Plaza Mayor nos adentramos en un mundo de
granito, pizarra y cuarcita, un mundo de orgullo con más de 1.300 escudos
heráldicos, con muchos palacios torreados, con muchas casonas, rodeado todo
ello por fuerte muralla que se atraviesa por el Arco de la Estrella (Puerta
Nueva desde el s. XIV al XVIII), donde la Reina Isabel juró los fueros de la
ciudad en 1477, trazada “en esviaje” para permitir el acceso de carruajes a la parte
izquierda del Adarve. Contiene una imagen de la Virgen, al igual que el Arco de
Santa Ana, también del s. XVIII y cerca de la torre del Postigo. La lluvia lava
la pizarra y la cuarcita convirtiéndola en resbaladiza.´
Las murallas son almohades, construidas con sillares,
sillarejo y algunas con la técnica de tapial (cal y arcilla), que le dan su
color característico, en el siglo XII y principios del s. XIII. Las torres
muestran la alternancia típica entre las albarranas (Bujaco -25 m.-, Yerba,
Horno –horno de pan y alhóndiga en sus cercanías-) y las de cubo o adosadas
(Púlpitos). En algunas (Bujaco, Redonda, adosada) se han hallado sillares
romanos en su base. Otros elementos característicos son el arco albarrano en la
torre del Horno y la barbacana en la del Horno y la Redonda (que es de base
cuadrada y octogonal). El muro albarrano puede verse bien en la torre de la
Yerba. Después de un rato de calma, de nuevo rompe a llover y la noche avanza
oscura.
Este apretado mundo interior de las murallas se abre en
multitud de placitas a las que dan cara infinidad de palacios torreados,
casonas, iglesias, etc. Los palacios, serios como un dogma, destacan por la profusión de escudos,
especialmente en sus fachadas, y por las altas torres que geometrizan el
espacio, desmochadas por real orden debido a su falta de lealtad. La mayoría
son de los siglos XV y XVI, existiendo algo anterior en el de Carvajal (torre,
s. XII), en los de Toledo Moctezuma y la Torre Espaderos (sin palacio) del XV,
y algo posterior, de fines del s. XVI, manierista, en el de los Condes de
Adanero y en el de Isla. La urbe se diluye,
empequeñecida, en la bruma de la noche lluviosa.
Los más importantes son: Toledo-Moctezuma (símbolo del
mestizaje de las culturas europeas y americana, hoy Archivo Histórico-Provincial),
Mayoralgo (Sede de Caja Extremadura, fachada renacentista y restos anteriores),
Hernando de Ovando (esgrafiado del águila de los Vera), Condes de Adanero
(fachada manierista, imponente portada de sillares almohadillados según modelo
italiano), las Cigüeñas (torre más alta y singular patio y escaleras), Golfines
de Abajo (hermosa fachada, impresionante torre, escudos), Carvajal (balcón de
esquina, patio y jardín), Galarza (ventana de esquina, patio interior), Marqués
de Camarena (torre imponente con balcón en matacán), La Isla (en el lugar de la
sinagoga judía, crítica a la nobleza heredada).
Deambulando a la que salta en medio de esta orgía pétrea,
acotándola en la memoria, vemos las casonas importantes, que son de los siglos
XV y XVI. Destacan: Ovando-Saavedra (escalera), Diego García de Ulloa (portada
con arco de grandes dovelas, escudos), Mudéjar (mampostería y ladrillo), Sol
(gran extensión, matacán semicilíndrico con aspilleras), Cáceres-Nidos (“del
Mono”, gárgolas), Moraga (escudos, inscripción), Ribera (portada
almohadillada), Águila (escudo de alabastro), Becerra (puerta con largas
dovelas, blasones).
No podían faltar las iglesias, pero sólo podemos ver la
de San Francisco Javier, de la Compañía de Jesús, s. XVIII, fachada barroca con
dos grandes torres. Al lado está el antiguo Convento, con un gran
patio-claustro, destinado a variados usos. También vemos el Hospital de los
Caballeros (escudo de Ulloa) y varios museos (maquetas, piezas arqueológicas,
joyas, y cuadros importantes de arte moderno –Genovés, Millares, Saura, Miró,
Picasso-).
Repetimos el itinerario por la mañana, con un cielo
despejado que confiere a las piedras y a la historia un relieve casi táctil. Ha
aumentado el número de visitantes. Ruando estas callejuelas con residuos de
grandeza, convertidas ahora en hormigueante zoco, nos asalta un tropel de
evocaciones históricas y literarias. Uno no sabe si quitarse el sombrero, es
decir, la gorra. Siguiendo a su profesor, un grupo de estudiantes miran sin
ver, con hemisferios mentales ajenos por completo al lugar.
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