domingo, 25 de noviembre de 2018


Pamplona / Iruña.

Bajando desde la selva de Irati es obligado hacer escala en Pamplona, tan maravillosa como siempre. Después del silencio de Roncesvalles, Irati, etc., pasamos al alegre jolgorio de la ciudad; después del bosque espeso de vegetación primigenia, de las perspectivas de árboles en el nemoroso valle del Irati, pasamos a los adoquines. La vastedad de esos espacios impone, pero también es gratificante la animación de la ciudad. La ciudad como elemento civilizador del territorio.



Llegamos al atardecer a la vetusta ciudad, a la ciudad vieja, que todavía está en calma. Ya de noche la ciudad se enciende en reflejos, la calle entra en movimiento y alguna en concreto hierve en multitudes.  El –también- obligado paseo por la Navarrería y la Estafeta, llenas de gente por la noche, pone un sonoro contraste con los momentos pasados en la soledad del bosque, y la informal cena a base de exquisitos pinchos, pone un sabroso contraste con la seriedad del menú de la comida.

La ciudad fundada en el año 75 a.C. por el general romano Pompeyo se situó donde había un poblado vascón. Su valor estratégico hizo que siempre contara con fortificaciones. La muralla actual es renacentista, del s. XVI, y por ella comenzamos un recorrido ciudadano a la luz de una nueva mañana resplandeciente. Hay poca gente por la calle. Desde el Caballo Blanco tenemos una buena vista sobre la vegetación ripícola del Parque fluvial del cercano río Arga. Detrás de la otoñal arboleda queda el puente de la Magdalena, s. XII, y a nuestros pies el Portal de Francia, s. XVI. Hacia la derecha queda el Fortín de San Bartolomé (Centro de Interpretación de las Fortificaciones).  Seguimos hacia la izquierda, pasando por el Palacio Real-Archivo (arquitecto Rafael Moneo) y por el Museo de Navarra (Antiguo Hospital de Nuestra Señora de la Misericordia).



Un poco de callejeo nos acerca hasta los grandiosos Jardines de la Taconera, el más antiguo y emblemático de la ciudad, asentado en torno a las murallas pero espacio verde ya desde el s. XVIII. La diversidad de especies arbóreas y florales, junto con diversos elementos escultóricos, permite realizar diferentes itinerarios. Lo más curioso es el pequeño zoo situado en el foso, conde conviven varias especies de animales. Desde lo alto de su monumento, Julián Gayarre nos mira pasar mientras a sus pies canturrea el agua en los caños de una fuente. También hay monumentos al músico Hilarión Eslava, s. XIX, y a la popular Mariblanca. El otoño se ha aposentado en parte de la vegetación, pero el verde se mantiene en otros árboles como el magnífico y retorcido ejemplar de Sófora Japónica al lado del Café Vienés. Salimos por el Portal de San Nicolás para regresar al Casco Antiguo.



El recorrido continúa por la Catedral de Santa María la Real (ss. XIV-XV, fachada neoclásica de Ventura Rodríguez, sepulcro del rey Carlos III, claustro gótico), iglesias de San Saturnino y San Nicolás (altas torres de piedra), barroca fachada del Ayuntamiento (en la plaza donde confluyen los tres burgos medievales que se unificaron en 1423), cuesta de Santo Domingo (hornacina con la imagen de San Fermín de Amiens, primer obispo de la ciudad). Instintivamente se sigue el recorrido de los encierros (las primeras corridas se celebraron en el s. XIV) que continúa por las calles Mercaderes y Estafeta hasta la plaza de toros. Delante está el monumento a Ernest Hemingway, a quien han lavado la cara, con una placa nueva.



Terminamos en el corazón de la ciudad, en la gran Plaza del Castillo, escenario que fue de mercados, torneos, desfiles, corridas de toros, etc. Ahora está vacía, como las mesas de las terrazas de los bares. Los pájaros, posados en el suelo, esperan a que alguien les eche migas de pan. Poco a poco se va animando y las terrazas de pueblan. Aquí está el Gran Hotel La Perla, donde se hospedaba Hemingway.


También en la Plaza del Castillo está el mítico y entrañable café, bar y restaurante Iruña, fundado en 1888, que sería muy frecuentado por Hemingway y que guarda su recuerdo. Tiene un buen menú y nos quedamos a comer admirando su encanto tradicional. El tiempo se ha detenido aquí, en sus lámparas de época, en sus grandes espejos, en sus policromados escudos, etc. Ha sido punto de referencia de la ciudad y se dice que “no era de extrañar que sus clientes salieran alegres e iluminados, porque fue el primer establecimiento con luz eléctrica de la ciudad”.


En espacio contiguo se encuentra “El Rincón de Hemingway”, con fotografías de época y su imagen en estatua en bronce a tamaño natural (escultor D. José Javier Doncel). Parece ser que aquí pudo empezar a escribir libros como “Fiesta”, “Adiós a las armas”, “Por quién doblan las campanas”, etc.


El ambiente es agradable. Animado, pero no ruidoso. Alegre. “La gente buena, si se piensa un poco en ello, ha sido siempre gente alegre” (Ernest Hemingway).

No hay comentarios:

Publicar un comentario