martes, 11 de septiembre de 2018


León: catedral.


La mole gótica comenzó a levantarse en 1250 con muchos problemas por estar pisando historias movedizas (Pedro Trapiello) –termas romanas, palacio real, catedral de barro mozárabe, catedral de ladrillo románico-, que dieron origen a la leyenda del topo descomunal que retrasaba las obras –el topo que odiaba la ojiva-, el pellejo del cual sería lo que está sobre la puerta de entrada, aunque después se ha sabido que es el caparazón de una tortuga laúd. Hija de Reims en su planta, de Notre-Dame en su piedra labrada y hermana de Chartres en el brillo del vitral, fue el punto de entrada de Europa en este portón cerrado de ideas con almenas.

Ya en 1631 el Cabildo pidió a Juan de Naveda, arquitecto mayor de Felipe IV, que reparase la catedral, levantada con piedra de Boñar, una preciosa caliza blanca con vetas de arcilla muy sensible a las inclemencias meteorológicas. Planteó un proyecto muy aparatoso que culminó con una grandiosa cúpula sobre el crucero, remate barroco de mucho peso que ejerció unos empujes perjudiciales. En 1844 fue declarado el Primer Monumento Religioso Nacional y, gracias a eso, se produjo “la gran restauración” debido al estado de ruina, lo que obligó a mantenerla cerrada al público desde 1859 hasta 1901, 42 años y seis arquitectos después.



2018 es el Año Europeo del Patrimonio Cultural y la Pulchra luce como una muestra inequívoca de patrimonio, material e inmaterial, con ámbitos etéreos, intangibles, mezclados entre sí entre los pliegues del tiempo cambiante. Con la nuca grapada a la espalda apreciamos los profetas y reyes del lateral norte, de diálogo congelado, que abren el tiempo caminando por la profunda oscuridad de las viejas Escrituras. Desde el nogal de la sillería gótica, que esconde las picardías obscenas de aquella catequética medieval que tenía libertad para censurar pecados y costumbres, se elevan retazos de música gregoriana que forman una partitura compuesta de pedazos luminosos.


En este auténtico universo de arte e historia se puede ver más allá del innegable valor histórico y artístico de cada pieza. El primer ministro británico en la época victoriana, W. Gladstone, glosando la eterna aspiración humana de dejar huella de su existencia, dijo que “es mejor escribir una palabra sobre una roca que mil en el mar o en la arena”. Los símbolos y signos, aparecidos antes que la escritura, se han mantenido a lo largo de la cultura por su simplicidad gráfica y su lenguaje universal, como las marcas de cantero, firmas lapidarias que configuran un universo de símbolos que hacen que la materia pétrea se eleve al ámbito de lo simbólico y lo significativo.


La penumbra medieval del templo, esa atmósfera indefinible, la claridad tamizada que inunda el interior, permiten que los sillares de piedra guarden sus mensajes hasta que la luz ilumina alguno de ellos y hace surgir las marcas de cantero. ¿Servían para identificar su trabajo y determinar el salario? ¿Por qué existen sillares con dos marcas diferentes? El mismo mecanismo universal de activación cerebral que producen los pictogramas o los glifos lo reproducen estas marcas, la realidad y el mundo como un símbolo, cuya edad de oro fueron los ss. XI-XV. En este mito, en esta nebulosa, se envuelven algunas personalidades como la del maestro de obras (escultura de quien lo fuera en 1445-1481, Joskin o Jusquín de Utretch), o las mujeres, una tercera parte de los artífices.

También hay tallas de dibujos en piedra, con los que se delineaban las partes o elementos de una construcción, diagramas de ojivas y otros elementos constructivos grabados en los muros, grafitis con símbolos diversos (tijeras, geométricos, etc.), signos para planos, esbozos o croquis, dos zoomorfos (saurios o grandes lagartos). Un claro ejemplo es el diseño original del rosetón norte, tallado sobre una lápida sepulcral perteneciente a la catedral románica y reutilizada. Todos estos símbolos, al final, son patrimonio exclusivo de la comunidad que los creó y que es la única que los entiende.




Todos los grandes monumentos encierran misterios insondables. La leyenda del topo no es más que una metáfora de la debilidad de un templo que estuvo a punto de desplomarse. Se erigió en un solar ocupado por varias construcciones superpuestas a lo largo del tiempo, quizá porque lo consideraban un punto telúrico, un lugar donde hay corrientes electromagnéticas, pero hubo que tirar parte de la muralla romana en lugar de desplazar el edificio.

En las vidrieras está representada la historia de la creación y los relatos del Antiguo Testamento, pero también hay temas mundanos para que, según algunos, “el hombre pueda escoger entre la virtud y el vicio, el saber o la ignorancia…”. También aparece Simón el Mago, que podría ser competencia de Jesús. En las más luminosas se utilizó el amarillo de plata en el s. XIV, compuesto que se conocía desde un siglo antes y que es el resultado fallido de intentar convertir nitrato de plata en oro, el arte secreto de la alquimia (en una vidriera de la fachada sur aparece un alquimista con su matraz).



Hay una alusión al dios Mitra junto a la capilla del Carmen, lo que resulta curioso porque durante el Imperio romano el culto a esta divinidad se desarrolló como religión mistérica, organizada en sociedades secretas. También aparecen otros dioses, como piezas relacionadas con el culto a Mercurio en la cripta de Puerta Obispo (ninfeo del complejo termal), una alusión al dios egipcio Ra en una vidriera que representa una mujer vestida de verde con los brazos en alto y la inscripción “sol ra”.





También aparece el demonio Bafomet, símbolo templario, en una ménsula del lado Sur y en la puerta de la capilla de Santiago. En torno a ellos existe una leyenda: una doncella enamorada de un templario le dio un bebedizo para ser correspondida. Surtió efecto y el caballero robó objetos sagrados de una iglesia para huir con ella. El maestre de la orden les convirtió en piedra negra y les condenó a tomar distintas formas bafométicas en la catedral durante diez siglos.




En la catedral de Burgos se utilizó como medida el pie castellano (27,86 cms) y en la de León el pie carolingio (32,16 cms), aunque algunos opinan que realmente se usó el famoso número de oro, número algebraico irracional (decimal infinito no periódico).





Otras rarezas son un capitel del claustro en el que aparecen Alfonso XI, su amante Leonor Ramírez de Guzmán y el obispo don Juan Ocampo, el Green man (hombre verde) que aparece en el pórtico principal y otros lugares, creación extendida en la Edad Media vinculada a la India que se representa con una cabeza humana rodeada de follaje y tallos que salen de su boca y nariz. Otros seres fantásticos y mitológicos (sirenas, tritones, centauros, dragones, arpías) aparecen en muchos lugares, incluida la sillería del coro y, aunque no sabemos la intención de los maestros que los cincelaron, parece seguro que no están de forma casual.



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