León: catedral.
La mole gótica
comenzó a levantarse en 1250 con muchos problemas por estar pisando historias
movedizas (Pedro Trapiello) –termas romanas, palacio real, catedral de barro
mozárabe, catedral de ladrillo románico-, que dieron origen a la leyenda del
topo descomunal que retrasaba las obras –el topo que odiaba la ojiva-, el
pellejo del cual sería lo que está sobre la puerta de entrada, aunque después
se ha sabido que es el caparazón de una tortuga laúd. Hija de Reims en su
planta, de Notre-Dame en su piedra labrada y hermana de Chartres en el brillo
del vitral, fue el punto de entrada de Europa en este portón cerrado de ideas
con almenas.
Ya en 1631 el
Cabildo pidió a Juan de Naveda, arquitecto mayor de Felipe IV, que reparase la
catedral, levantada con piedra de Boñar, una preciosa caliza blanca con vetas
de arcilla muy sensible a las inclemencias meteorológicas. Planteó un proyecto
muy aparatoso que culminó con una grandiosa cúpula sobre el crucero, remate
barroco de mucho peso que ejerció unos empujes perjudiciales. En 1844 fue
declarado el Primer Monumento Religioso Nacional y, gracias a eso, se produjo
“la gran restauración” debido al estado de ruina, lo que obligó a mantenerla
cerrada al público desde 1859 hasta 1901, 42 años y seis arquitectos después.
2018 es el Año
Europeo del Patrimonio Cultural y la Pulchra luce como una muestra inequívoca
de patrimonio, material e inmaterial, con ámbitos etéreos, intangibles,
mezclados entre sí entre los pliegues del tiempo cambiante. Con la nuca grapada
a la espalda apreciamos los profetas y reyes del lateral norte, de diálogo
congelado, que abren el tiempo caminando por la profunda oscuridad de las
viejas Escrituras. Desde el nogal de la sillería gótica, que esconde las
picardías obscenas de aquella catequética medieval que tenía libertad para
censurar pecados y costumbres, se elevan retazos de música gregoriana que
forman una partitura compuesta de pedazos luminosos.
En este auténtico
universo de arte e historia se puede ver más allá del innegable valor histórico
y artístico de cada pieza. El primer ministro británico en la época victoriana,
W. Gladstone, glosando la eterna aspiración humana de dejar huella de su
existencia, dijo que “es mejor escribir
una palabra sobre una roca que mil en el mar o en la arena”. Los símbolos y
signos, aparecidos antes que la escritura, se han mantenido a lo largo de la
cultura por su simplicidad gráfica y su lenguaje universal, como las marcas de
cantero, firmas lapidarias que configuran un universo de símbolos que hacen que
la materia pétrea se eleve al ámbito de lo simbólico y lo significativo.
La penumbra
medieval del templo, esa atmósfera indefinible, la claridad tamizada que inunda
el interior, permiten que los sillares de piedra guarden sus mensajes hasta que
la luz ilumina alguno de ellos y hace surgir las marcas de cantero. ¿Servían
para identificar su trabajo y determinar el salario? ¿Por qué existen sillares
con dos marcas diferentes? El mismo mecanismo universal de activación cerebral
que producen los pictogramas o los glifos lo reproducen estas marcas, la
realidad y el mundo como un símbolo, cuya edad de oro fueron los ss. XI-XV. En
este mito, en esta nebulosa, se envuelven algunas personalidades como la del
maestro de obras (escultura de quien lo fuera en 1445-1481, Joskin o Jusquín de
Utretch), o las mujeres, una tercera parte de los artífices.
También hay tallas
de dibujos en piedra, con los que se delineaban las partes o elementos de una
construcción, diagramas de ojivas y otros elementos constructivos grabados en
los muros, grafitis con símbolos diversos (tijeras, geométricos, etc.), signos
para planos, esbozos o croquis, dos zoomorfos (saurios o grandes lagartos). Un
claro ejemplo es el diseño original del rosetón norte, tallado sobre una lápida
sepulcral perteneciente a la catedral románica y reutilizada. Todos estos
símbolos, al final, son patrimonio exclusivo de la comunidad que los creó y que
es la única que los entiende.
Todos los grandes
monumentos encierran misterios insondables. La leyenda del topo no es más que
una metáfora de la debilidad de un templo que estuvo a punto de desplomarse. Se
erigió en un solar ocupado por varias construcciones superpuestas a lo largo
del tiempo, quizá porque lo consideraban un punto telúrico, un lugar donde hay
corrientes electromagnéticas, pero hubo que tirar parte de la muralla romana en
lugar de desplazar el edificio.
En las vidrieras
está representada la historia de la creación y los relatos del Antiguo
Testamento, pero también hay temas mundanos para que, según algunos, “el hombre pueda escoger entre la virtud y el
vicio, el saber o la ignorancia…”. También aparece Simón el Mago, que
podría ser competencia de Jesús. En las más luminosas se utilizó el amarillo de
plata en el s. XIV, compuesto que se conocía desde un siglo antes y que es el
resultado fallido de intentar convertir nitrato de plata en oro, el arte
secreto de la alquimia (en una vidriera de la fachada sur aparece un alquimista
con su matraz).
Hay una alusión al
dios Mitra junto a la capilla del Carmen, lo que resulta curioso porque durante
el Imperio romano el culto a esta divinidad se desarrolló como religión
mistérica, organizada en sociedades secretas. También aparecen otros dioses,
como piezas relacionadas con el culto a Mercurio en la cripta de Puerta Obispo
(ninfeo del complejo termal), una alusión al dios egipcio Ra en una vidriera
que representa una mujer vestida de verde con los brazos en alto y la
inscripción “sol ra”.
También aparece el
demonio Bafomet, símbolo templario, en una ménsula del lado Sur y en la puerta
de la capilla de Santiago. En torno a ellos existe una leyenda: una doncella
enamorada de un templario le dio un bebedizo para ser correspondida. Surtió
efecto y el caballero robó objetos sagrados de una iglesia para huir con ella.
El maestre de la orden les convirtió en piedra negra y les condenó a tomar
distintas formas bafométicas en la catedral durante diez siglos.
En la catedral de
Burgos se utilizó como medida el pie castellano (27,86 cms) y en la de León el
pie carolingio (32,16 cms), aunque algunos opinan que realmente se usó el
famoso número de oro, número algebraico irracional (decimal infinito no
periódico).
Otras rarezas son
un capitel del claustro en el que aparecen Alfonso XI, su amante Leonor Ramírez
de Guzmán y el obispo don Juan Ocampo, el Green man (hombre verde) que aparece
en el pórtico principal y otros lugares, creación extendida en la Edad Media
vinculada a la India que se representa con una cabeza humana rodeada de follaje
y tallos que salen de su boca y nariz. Otros seres fantásticos y mitológicos
(sirenas, tritones, centauros, dragones, arpías) aparecen en muchos lugares,
incluida la sillería del coro y, aunque no sabemos la intención de los maestros
que los cincelaron, parece seguro que no están de forma casual.
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