viernes, 16 de febrero de 2018


Carnavales en Guadalajara.

Los orígenes de los carnavales no están claros, se pierden en la noche de los tiempos. Para ilustrar su origen pagano se cita a Carna (diosa celta de las habas y el tocino) y a los hindúes Karna (hijo del dios del sol) y Kamadeva (dios del amor y del deseo sexual; Kama Sutra, aforismos de Kama o máximas sobre el amor), etc. También se busca su origen en las fiestas en honor del toro Apis en Egipto, en las celebraciones dionisíacas griegas o en las fiestas de invierno romanas (Saturnales) y en honor de Baco, dios romano del vino (Bacanales). La iglesia Católica propuso como etimología el término latino carnem-levare, “abandonar la carne”, que era prescripción obligatoria durante los viernes de Cuaresma, y que acompañó a la versión carne-vale, “adiós a la carne”, más popular. Representó un periodo de permisividad y cierto descontrol, pero se ha convertido simplemente en una fiesta popular de carácter lúdico.

Almiruete

El Carnaval en la provincia de Guadalajara es muy rico en acontecimientos, de los que pueden citarse algunos como ejemplo. El día 2, en Arbancón, se celebra la Fiesta de las Candelas, La Candelaria, la fiesta de la luz, en la que aparece la botarga, personaje misterioso que con su disparatado traje, su máscara terrorífica, campanillas en la cintura, una cachiporra en la mano y una naranja en la otra, se lanza en locas carreras cobrando protagonismo y recogiendo donativos. El que salga en mitad del invierno se interpreta con funciones relacionadas con ritos de fecundación, germinación de los campos y fertilidad de la mujer. Actuando como una especie de mediador entre los dioses y los hombres, atrae sobre sí al espíritu del Mal y deja que las fuerzas del Bien, representadas por el sol, tengan el camino libre, función que perdió con el cristianismo cuando de diablo se reconvirtió en bufón.

El sábado de carnaval, día 10, se celebra en Luzón, situado a 1.176 m de altitud en la falda occidental de un cerrillo rodeado en parte por el río Tajuña. Su nombre alude a los lusones, pueblo celtíbero asentado por estas tierras. De esa época es un castro conocido como La Cava, frente al que está la Torre de los Moros. Desde el s. XII hasta el XIX perteneció a la casa de Medinaceli. La celebración es una de las Diabladas, antiguas fiestas paganas en las que, danzando con los acordes de la música con un sentido rítmico, los humanos se mezclan con la mitología de los dioses y sus luchas eternas. Rememorando la tradición pre-cristiana que pretendía expulsar los malos espíritus que iban contra la fertilidad de la aldea, los diablos recorren el pueblo y tratan de asustar a la gente tiznando de hollín sus rostros.

El ritual de la preparación es complejo. Cubren sus rostros y brazos con una crema protectora, untan su cara y manos con una pasta negra mezcla de aceite y hollín y se colocan una enorme dentadura tallada en patata –antes en remolacha-, lo que les proporciona un aspecto fantástico por el contraste de colores entre ojos, dientes y cuerpo. La amplia vestimenta es de color negro y, para terminar de adquirir esa apariencia aterradora, se colocan unos enormes cuernos de buey sobre sus cabezas. Los cencerros –también conocidos como trabucos o cañones- que cuelgan de sus cinturas serán los que anunciarán su llegada al pueblo a las cinco de la tarde, aunque el frío clima ha sido ambientado antes por los dulzaineros.

En el Museo de las Tradiciones del pueblo hay una leyenda que lo explica: "Una vez al año, los diablos abandonan el vientre de la Madre Tierra a través de una grieta que nadie conoce. Un estruendo de cencerros anuncia a vecinos y forasteros la llegada de los portadores de un misterio ancestral. Una mezcla de hollín y aceite marca el rostro de los que se dejan atrapar. Otros, corriendo despavoridos por las callejuelas, van a taparse con mascaritas que vagan sin dirección, sin expresión alguna, portadoras quizás de un secreto mudo".

El contrapunto lo ponen las Mascaritas, el segundo personaje importante –como en Almiruete-, el Bien, vestidos con trajes largos y coloridos, sayas y toquillas, y un trapo blanco con agujeros en ojos y boca cubriendo el rostro. Son silenciosos, indefinidos, y no pueden ser manchados de hollín por los diablos, para lo que llevan un bastón con el que golpearán a quien lo olvide. Acompañada por la música de la dulzaina, toda la comitiva recorre la plaza, la iglesia y el monumento dedicado a los diablos, erigido en mitad del pueblo, para regresar de nuevo a la plaza. Al caer la noche, como si la tierra acogiera otra vez a los diablos, los cencerros dejan de sonar.

Este año, 2018, se ha suspendido por el mal tiempo y no nos enteramos hasta llegar al pueblo, cuando  varias personas nos dicen que se ha trasladado al día 24. Recorremos el pueblo desde el puente con un artístico pretil, junto a la fuente de los nueve caños y el lavadero, pasando por la plaza del Ayuntamiento y la Iglesia parroquial de San Pedro, s. XVI, y subiendo hasta el Museo de las Escuelas y Capilla de los Escolapios, s. XIX. Una señora nos indica el camino hasta
la Ermita de la Virgen de la Peña, desde donde retrocedemos hasta el Monumento al Carnaval. Las calles están cubiertas con nieve y de los tejados cuelgan largos carámbanos. Todo el campo está nevado, el cielo está encapotado y la sensación y la temperatura son frías, aunque no lo consideramos suficiente para haber suspendido la celebración.


El martes de carnaval, día 13, sale la botarga en Tórtola de Henares, una de las primeras del invierno. Para su recuperación, la Asociación Cultural Torela diseñó la italianizante vestimenta arlequinada de colores rojo, amarillo y verde, frecuentes en otras botargas. Lleva la cara muy pintada, sin careta, medio escondida en la capucha con capirote, cayado pastoril y cachiporra para llamar a las puertas solicitando el aguinaldo –dar el portazo-, borceguíes negros con punta, cascabeles por el cuerpo y en los extremos del capirote y borceguíes, y cuatro cencerros medianos en la parte de atrás de la cintura. José Ramón López de los Mozos dice que el traje es “una especie de mono que en su parte inferior, a modo de pantalón bombacho, llega hasta media pierna”, que el cayado se usaba para “robar los chorizos de las despensas y chimeneas de aquellas casas en que, por descuido, se habían dejado la puerta abierta”.

Alarilla
Por los colores de la vestimenta, además de otros detalles, puede compararse con las botargas de Mazuecos, Montarrón, infantil de Robledillo de Mohernando (sin máscara, con garrota o cayado), Alarilla (porra), Fuencemillán, una de Guadalajara, Hita, y las de casados de Humanes de Mohernando (porra), Málaga del Fresno (porra) y Robledillo de Mohernando (porra).


Fuencemillán
Málaga del Fresno


El miércoles de ceniza, día 14, aparecen Los Chocolateros en Cogolludo. Son un grupo pequeño de jóvenes que, en esta fecha divisoria entre el Carnaval y la Cuaresma, vestidos con pantalón y camisa blanca, con fajas y pañuelos rojos y encapuchados con una tela blanca con orificios en ojos y boca, recorren las calles con un orinal lleno de chocolate –que se calienta en una hoguera en la plaza- y acompañado de bizcochos para ofrecerlo –la tentación- a los viandantes: el que acepta rompe el ayuno, el que lo rechaza es manchado con el chocolate. En esta última actuación del carnaval, el comportamiento de estos diablillos blancos es parecido al de las botargas.

Robledillo de Mohernando
El Carnaval ha terminado. El sonido de los cencerros, la canción del Carnaval, ha poblado las tardes. Caen los disfraces y las máscaras. Se dice que cada uno se disfraza de aquello que es por dentro, que cuanto más te disfrazas más te pareces a ti mismo (José Saramago), por lo que a algunas personas los disfraces no los disfrazan, sino que los revelan. Del mismo modo, las máscaras revelan el verdadero rostro de las personas (Carlos Ruiz Zafón) porque una máscara dice más que una cara. Todo el mundo piensa que la máscara social que se luce es el auténtico rostro, pero las personas son más complejas que las máscaras que se usan en sociedad. Cuando se lleva una máscara mucho tiempo se corre el riesgo de olvidarse de quién eres debajo de ella, por lo que las personas pueden no llegar a conocer su verdadero aspecto. Menos mal que la posibilidad de quitarse la máscara en todas las ocasiones es una de las raras ventajas que se reconocen a la vejez (Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar).

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