martes, 3 de octubre de 2017

Salado IV.

En una mañana otoñal perfecta, azul y radiante, con un cielo sin nubes, con fresco a primera hora pero con la temperatura en aumento, voy a recorrer la cuarta y última etapa en el río Salado por un despejado vallecito sin nombre, avenado por arroyos tributarios suyos, que bascula hacia el Oeste. Ve sus horizontes limitados a una franja de cielo acotado al sur por una serie de lomas que van desde el Alto del Monte, 1.103 m de altitud, detrás de Palazuelos, hasta el Alto del Cerro, 1.053 m., cerca de Cirueches; al norte lo limita la Sierra de Bujalcayado, 1.123 m., y al oeste otras lomas, como Cabeza del Monte, 1.062 m., que cierran el valle.

El desagüe se produce al suroeste por donde sale el río de la Hoz que ha captado a todos los demás arroyos y que se abre paso hacia el Salado por una serie de estrechos cortados en la caliza. En medio del valle queda la loma Montellano, 1.071m., rodeada por el río del Cubillo, que viene de Riosalido, al norte, y por el río del Vadillo, que viene de detrás de Palazuelos, cerca de Sigüenza, donde se produce el cambio de vertiente, al Sur.


 Es un relieve llano en el fondo -a excepción de Montellano-, por encima de los 900 m., rodeado por un relieve arrasado, por lomas bajas de una altura muy similar. Los pueblos están situados a media ladera, en los lugares donde aparecen los manantiales por donde vierte la caliza de la parte superior: Palazuelos-973 m., Carabias-1.018, Cirueches-993, La Olmeda de Jadraque-983, Bujalcayado-950, Riosalido-1.020 m.



Inicio la ruta en Palazuelos, magnífico pueblo de traza urbanística medieval, rodeado por murallas del siglo XV conservadas casi en su totalidad, integrado en el 10º tramo de la Ruta de Don Quijote y en la Ruta del Románico Rural. Salgo por la GU-135 en dirección a Carabias y pienso tomar el camino a la derecha que va directo hasta Cirueches, pero cambio de idea y no me resisto a admirar de nuevo la Iglesia del Salvador. Tras ver un rebaño de ovejas –que comparten con los vecinos la agonía del pueblo- a la izquierda de la carretera, llego a Carabias mientras despierta al día el campo.

Un extremo de la plaza está agraciada por una fuente que exhala su perpetuo sollozo frente a la magnífica iglesia. Desde detrás, la altura del pueblo permite ver el fondo plano del valle, de amarillo de cereal cosechado y marrón, rodeado de pequeñas lomas vegetadas de un verde oscuro, con más arbusto que arbolado. Al otro lado, al norte, empequeñecido por la distancia, en el espacio claro que sobre el vallejo es el día, se ve Bujalcayado, a donde llegaré más tarde. El cielo, remoto y desierto. Los ojos abarcan un horizonte tan ancho que lo incluye todo. El sol tibio de la mañana acaricia el rostro.

Callejas en pendiente llevan a plazuelas silenciosas y al final del pueblo, donde se encuentran la calle y el camino, está el descenso perpendicular al camino que debía haber tomado. En el cruce se ve bien Carabias, completamente rodeado el pueblo de arbolado, pero no el monte. Giro al oeste, pasando por unos campos cercados con vacas a ambos lados y con el monte arbolado acercándose, hasta Cirueches, que ya se veía antes a la derecha, tras cruzar el río de la Hoz. Atravieso la vaquería y, por buen camino, sigo la ruta que marca el río. Entre cortados calizos se aprecia la diferencia de vegetación, encinas en el monte y frondosas en el cauce, junto con aneas, juncos, etc. Pedaleo al amor del sol, alzando la mirada al cielo limpio de la mañana.


Conforme el valle se estrecha, desaparece la finca ganadera y los campos de labor. El monte se espesa. El tramo es tan recóndito que parece el lugar donde debe estar escondido el secreto de la vida. De pronto, la finca ha cortado el camino, así que no puedo seguir para ver la ermita de la Virgen de la Soledad, de El Atance –puesto que el pueblo está arrasado-, que había conocido en el blog de Albanécar (Javier de Mingo, arquitecto, máster en conservación del Patrimonio) y que me interesaba porque “el auténtico pasmo es que posee una pequeña armadura de cubierta de limas mohamares, que de momento sigue en su sitio e incluso conserva un curioso almizate policromado”, en las autorizadas palabras de Javier.



En el despejado cielo de septiembre flota un pálido sol. Desde el fondo de la mañana la temperatura ha ido aumentando, pero esta mañana no arderá. Vuelvo admirando el contraste de colores, la gama de verdes. La naturaleza no muestra mucha alegría y la sequía ha desecado los arroyos, pero el otoño empieza a dar altura artística al paisaje. Desde Cirueches tomo la GU-113, Calle Real, un camino llano, ancho y bueno, arbolado y sombreado a tramos. A la izquierda hay campos hasta el monte y a la derecha hasta las salinas, que van confluyendo. En este tramo llegan al río de la Hoz el del Vadillo y el del Cubillo, además del arroyo de la Dehesa que viene del valle entre La Olmeda y Bujalcayado.



Las primeras salinas son las de La Olmeda de Jadraque, con instalaciones abandonadas y otras en uso, y las siguientes las de Bujalcayado, abandonadas. Salvando un duro repecho subo hasta La Olmeda, pueblo alargado que parece caminero, y veo la iglesia, con trazas románicas y con buenas vistas desde la barbacana, antes de dar la vuelta porque no encuentro a nadie con quien poder hablar. De nuevo veo las salinas de La Olmeda, pero han desaparecido los camiones y personas que he visto antes y tampoco hay nadie con quien hablar en esta actividad pseudoindustrial, la única en una zona totalmente agrícola y ganadera.



Por el camino que sigue al principio el arroyo de la Dehesa asciendo en dirección a Bujalcayado, refugiado en la sierra de su nombre. Al ir acercándome veo la desolación que supone siempre un pueblo abandonado, muerto, y no me decido a llegar. Me doy la vuelta, bajo hasta el camino y miro. El pueblo está como dormido en el pasado. Vive tranquilamente recostado en la ladera, ajeno a cuanto ocurre alrededor. No hay demasiados árboles, destacando las encinas con su verde oscuro de las frondosas -con colores amarillentos, ya otoñales- que indican la situación de manantiales, fuentes, etc. Sigo cruzando el río del Cubillo en medio de campos de cereal cosechado, amarillos, y otros marrones. Al fondo, a la derecha de Bujalcayado, se ve Riosalido.



En un cruce, antes de girar a la derecha, paso el río del Vadillo al que se ha unido el río de Pozancos. Es mucho decir llamarlos ríos, especialmente en este año tan seco. A la derecha, a lo lejos, se ve el gran arbolado que rodea Palazuelos. Cruzando campos inundados de luz, campos amarilleantes, con el amarillo de las tierras paniegas, salgo a la GU-135, cruzo de nuevo el Vadillo, y ya está a la vista el castillo de esta población, a donde entro por la Puerta del Cercao hasta la plaza.

Hay obras en dos edificios que miran sobre ella. Es agradable ver señales de actividad en estos pueblos pequeños, corroídos por el tiempo y el abandono, en un soñoliento silencio sin apariencia de vida. Éste, en concreto, aunque caballeresco y medieval, todavía es una presencia, no un decorado. Unas furgonetas de empresas de obras traen materiales y un operario de una de ellas fuma tranquilamente a la sombra de los árboles cerca de la fuente, que tiene detrás, todo en uno, un abrevadero, formando un bello conjunto animado por cuatro peces, dos rojos y dos amarillos, que componen una especie de bandera nacional como si quisieran expresar su opinión en estos días aciagos (es el día 29 de septiembre). Es un buen final para una bonita ruta ciclista a la que le ha faltado el calor humano.


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