Pasarelas de Montfalcó y Congost de Mont-rebei. (II)
El regreso es por el mismo sendero. La ida ha sido más
rápida; la vuelta queremos demorarla. En el despejado cielo de agosto flota un
sol de hierro. Hay zonas con algo más de arbolado, pero al llegar a las
primeras escaleras ya no hay sombra. Al principio puede apreciarse bien el
anclaje a la roca. Ganamos altura sobre la misma vertical, viendo solamente un
trozo de río en el que hay varias piraguas, y vamos girando a la derecha, con
la escalera adaptándose a las curvas de la caliza, hasta arriba. Estamos poseídos
por la presencia rocosa en una experiencia arrebatadora, mística, en este
agosto que arde. Sentimos una especie de crepitación espiritual, tenemos el ser
convulsionado.
Forcejeando con la fatiga, tratando de no sobrepasar las restricciones
del cuerpo y las leyes de la física, con estoica serenidad, atacamos las
segundas escaleras, que salvan un desnivel vertical con tonos grises y
anaranjados, ascendiendo en vertical y en zigzag. La vista de las escaleras
desde abajo es impresionante. Con una excitación cercana a la euforia, con el
ser convertido en un vértigo y una antorcha, ascendemos con lentitud geológica,
cruzándonos en los rellanos con las personas que bajan, con la sombra aplastada
contra la roca. La subida ocupa el pensamiento. La escalera se resiste con la
perseverancia de las cosas inertes. Las tensiones de la voluntad se manifiestan
en esta especie de ritual de autoinmolación y la sangre recorre el camino de
las venas. En lo alto, el corazón salta en el pecho mientras echamos miradas de
águila atalayando el río, en este diálogo entre las personas y el espacio con
la bóveda del cielo como techumbre. Hemos perdido todo vínculo con el tiempo y
la realidad. Estamos entregados al presente. “Todo parece ahora eterno”
(Shelley). Son instantes totalmente desligados del antes y del después. Incluso se siente la tentación del vacío: "Cuando miras al abismo, el abismo te mira" (Nietzsche).
La montaña achica a las personas, que sólo se engrandecen cuando pisan
su cumbre; pero cuesta recuperarse anímicamente. El oleaje humano está sentado
a la sombra -porque estamos en el horno del día- y en un silencio de asombro,
lleno de pensamientos y cargado de expectación. Después de la asombrosa subida,
la bajada hasta el puente tiene el aliciente de la vista sobre el Congosto.
Penetrados de fatiga atacamos la fuerte subida en una exhibición de oculta
energía. Somos espíritu y materia, optimismo y cansancio, pero la luz que nos
ilumina puede más que las exigencias corporales a las que está esclavizado el
ser humano. Abundantes gotas de sudor perlan la frente bronceada. Desde arriba,
deteniéndonos con la boca abierta para respirar el aire espeso y caliente,
vemos la arquitectura rudimentaria del imponente farallón calizo cruzado de
escaleras y la agreste belleza del valle. La realidad de estos instantes no
cabe en las palabras, porque es más bella que la imaginada. Esta percepción
visual que nos tiene absortos, cerradas las compuertas de los demás sentidos,
contiene la vida.
Aunque el sol está ya alto, a partir de aquí hay tramos
sombreados que nos alivian algo. Bajo el mismo cielo vamos los senderistas, el
sol y las encinas, en este día de sensación de libertad y aventura, sin
dejarnos contagiar de la naturaleza rocosa, inerte, del suelo que pisamos, de
estas laderas pedregosas por donde trepan rebaños de encinas. La grieta del
Congosto avanza hacia nosotros, ahora algo más iluminada, con los tonos
amarillos y anaranjados más vivos. En las pacíficas aguas del embalse destacan
los colores chillones de las piraguas. El agua está baja, pero no tanto que
haya dejado al descubierto el sendero primitivo. Bajamos a comprobarlo y alguno
aprovecha para darse un refrescante baño. Efectivamente, el sendero está
cubierto por las aguas y debemos volver, subiendo hasta el sendero nuevo con
una respiración que levanta el pecho, con el corazón desordenado e
independiente de la voluntad.
El resto del sendero, que acabó con la impenetrabilidad
del valle, es llano. Nos preparamos para recuperar la impresión que hemos
tenido antes al atravesar el desfiladero, el tajo de piedra, el insospechado
abismo, la imponente depresión del valle. Es la apoteosis geológica del cañón.
El horizonte no puede ser más recortado y el paisaje, sostenido por la osamenta
de las rocas, más agreste. Recorriendo los bordes del precipicio, avanzando con
pasos cuidadosos, se siente el ímpetu geológico de la serranía. La severa
austeridad y magnificencia de las desnudas rocas constituye el epicentro de un
mundo agreste, de belleza ascética. La verdad de la piedra de este paisaje con
cuerpo de roca evoca ancestrales impulsos, viejos e imperecederos ritos alentados
por la espiritualidad de la montaña. En las cumbres y el desfiladero puede
leerse la lección eterna de la Naturaleza, una naturaleza agreste que se
despeña por el Congosto.
Se dice que la mayor prueba de la auténtica grandeza del
hombre está en su capacidad de percibir su propia pequeñez, que la capacidad de
comparación es en sí misma una prueba de nobleza. Esto se siente en el
desfiladero, al final del cual llegamos al puente y al sendero abierto bajo un
cielo duro y abrasado. Volvemos fatigando los confines del valle, pero sin
llegar al momento donde la voluntad se disocia de la fuerza. La serenidad
mineral de la zona contrasta con nuestra alegría y cansancio: la materia y la
energía, lo inerte y lo activo. Hemos realizado un sueño a medida de nuestros deseos,
hemos caminado el sendero del esfuerzo, hemos hecho acopio de vida, no somos
geógrafos de sofá. Hemos recorrido las dos rutas, pero es posible y conveniente
saborearlas por separado porque las dimensiones restringen las ambiciones.
Los sueños, como las viejas historias, no se agotan. Es
cierto que el cuerpo guarda la memoria de la edad, pero estas rutas están al
alcance de muchas personas, no sólo de las que parece que hemos sufrido algún
disturbio cerebral. Es cierto que no debemos equivocarnos por un exceso de
confianza, que todas las cosas llevan cerca su lado opuesto, lo positivo y lo
negativo, la duplicidad, y que toda decisión tiene un motivo para no tomarla,
pero no podemos ser pasado en vida. “Los cobardes mueren muchas veces antes de
perder la vida. Los valientes no experimentan la muerte sino una vez”
(Shakespeare, Julio César).
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