sábado, 26 de agosto de 2017

Pasarelas de Montfalcó y Congost de Mont-rebei. (II)

El regreso es por el mismo sendero. La ida ha sido más rápida; la vuelta queremos demorarla. En el despejado cielo de agosto flota un sol de hierro. Hay zonas con algo más de arbolado, pero al llegar a las primeras escaleras ya no hay sombra. Al principio puede apreciarse bien el anclaje a la roca. Ganamos altura sobre la misma vertical, viendo solamente un trozo de río en el que hay varias piraguas, y vamos girando a la derecha, con la escalera adaptándose a las curvas de la caliza, hasta arriba. Estamos poseídos por la presencia rocosa en una experiencia arrebatadora, mística, en este agosto que arde. Sentimos una especie de crepitación espiritual, tenemos el ser convulsionado.



Forcejeando con la fatiga, tratando de no sobrepasar las restricciones del cuerpo y las leyes de la física, con estoica serenidad, atacamos las segundas escaleras, que salvan un desnivel vertical con tonos grises y anaranjados, ascendiendo en vertical y en zigzag. La vista de las escaleras desde abajo es impresionante. Con una excitación cercana a la euforia, con el ser convertido en un vértigo y una antorcha, ascendemos con lentitud geológica, cruzándonos en los rellanos con las personas que bajan, con la sombra aplastada contra la roca. La subida ocupa el pensamiento. La escalera se resiste con la perseverancia de las cosas inertes. Las tensiones de la voluntad se manifiestan en esta especie de ritual de autoinmolación y la sangre recorre el camino de las venas. En lo alto, el corazón salta en el pecho mientras echamos miradas de águila atalayando el río, en este diálogo entre las personas y el espacio con la bóveda del cielo como techumbre. Hemos perdido todo vínculo con el tiempo y la realidad. Estamos entregados al presente. “Todo parece ahora eterno” (Shelley). Son instantes totalmente desligados del antes y del después. Incluso se siente la tentación del vacío: "Cuando miras al abismo, el abismo te mira" (Nietzsche).

La montaña achica a las personas, que sólo se engrandecen cuando pisan su cumbre; pero cuesta recuperarse anímicamente. El oleaje humano está sentado a la sombra -porque estamos en el horno del día- y en un silencio de asombro, lleno de pensamientos y cargado de expectación. Después de la asombrosa subida, la bajada hasta el puente tiene el aliciente de la vista sobre el Congosto. Penetrados de fatiga atacamos la fuerte subida en una exhibición de oculta energía. Somos espíritu y materia, optimismo y cansancio, pero la luz que nos ilumina puede más que las exigencias corporales a las que está esclavizado el ser humano. Abundantes gotas de sudor perlan la frente bronceada. Desde arriba, deteniéndonos con la boca abierta para respirar el aire espeso y caliente, vemos la arquitectura rudimentaria del imponente farallón calizo cruzado de escaleras y la agreste belleza del valle. La realidad de estos instantes no cabe en las palabras, porque es más bella que la imaginada. Esta percepción visual que nos tiene absortos, cerradas las compuertas de los demás sentidos, contiene la vida.



Aunque el sol está ya alto, a partir de aquí hay tramos sombreados que nos alivian algo. Bajo el mismo cielo vamos los senderistas, el sol y las encinas, en este día de sensación de libertad y aventura, sin dejarnos contagiar de la naturaleza rocosa, inerte, del suelo que pisamos, de estas laderas pedregosas por donde trepan rebaños de encinas. La grieta del Congosto avanza hacia nosotros, ahora algo más iluminada, con los tonos amarillos y anaranjados más vivos. En las pacíficas aguas del embalse destacan los colores chillones de las piraguas. El agua está baja, pero no tanto que haya dejado al descubierto el sendero primitivo. Bajamos a comprobarlo y alguno aprovecha para darse un refrescante baño. Efectivamente, el sendero está cubierto por las aguas y debemos volver, subiendo hasta el sendero nuevo con una respiración que levanta el pecho, con el corazón desordenado e independiente de la voluntad.

El resto del sendero, que acabó con la impenetrabilidad del valle, es llano. Nos preparamos para recuperar la impresión que hemos tenido antes al atravesar el desfiladero, el tajo de piedra, el insospechado abismo, la imponente depresión del valle. Es la apoteosis geológica del cañón. El horizonte no puede ser más recortado y el paisaje, sostenido por la osamenta de las rocas, más agreste. Recorriendo los bordes del precipicio, avanzando con pasos cuidadosos, se siente el ímpetu geológico de la serranía. La severa austeridad y magnificencia de las desnudas rocas constituye el epicentro de un mundo agreste, de belleza ascética. La verdad de la piedra de este paisaje con cuerpo de roca evoca ancestrales impulsos, viejos e imperecederos ritos alentados por la espiritualidad de la montaña. En las cumbres y el desfiladero puede leerse la lección eterna de la Naturaleza, una naturaleza agreste que se despeña por el Congosto.

Se dice que la mayor prueba de la auténtica grandeza del hombre está en su capacidad de percibir su propia pequeñez, que la capacidad de comparación es en sí misma una prueba de nobleza. Esto se siente en el desfiladero, al final del cual llegamos al puente y al sendero abierto bajo un cielo duro y abrasado. Volvemos fatigando los confines del valle, pero sin llegar al momento donde la voluntad se disocia de la fuerza. La serenidad mineral de la zona contrasta con nuestra alegría y cansancio: la materia y la energía, lo inerte y lo activo. Hemos realizado un sueño a medida de nuestros deseos, hemos caminado el sendero del esfuerzo, hemos hecho acopio de vida, no somos geógrafos de sofá. Hemos recorrido las dos rutas, pero es posible y conveniente saborearlas por separado porque las dimensiones restringen las ambiciones.


Los sueños, como las viejas historias, no se agotan. Es cierto que el cuerpo guarda la memoria de la edad, pero estas rutas están al alcance de muchas personas, no sólo de las que parece que hemos sufrido algún disturbio cerebral. Es cierto que no debemos equivocarnos por un exceso de confianza, que todas las cosas llevan cerca su lado opuesto, lo positivo y lo negativo, la duplicidad, y que toda decisión tiene un motivo para no tomarla, pero no podemos ser pasado en vida. “Los cobardes mueren muchas veces antes de perder la vida. Los valientes no experimentan la muerte sino una vez” (Shakespeare, Julio César).

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