Camino de Santiago: Burgos.
Cervantes decía que “Tres cosas hacen a los hombres
discretos: letras, edad y camino”. Hay espíritus a los que se les quedan
pequeñas las fronteras de la vida cotidiana, que sienten la necesidad de
sublimar una existencia hedonista, de conseguir paciencia, autodisciplina y
generosidad, de vivir una vida que conecte con la de los otros, de experimentar
emociones pseudoaventureras. Al atractivo místico del viaje –que se parece al
cumplimiento de un destino literario al que damos un tratamiento idealizado- se
suma la llamada del Camino, así que, aunque sean pocos días, volvemos de nuevo.
Salimos de Burgos
temprano, a oscuras el campo, el Camino ciego. Es noche cerrada y hasta las
7:00 h no llega el amanecer que alarga las sombras. Esta será la marcha de
todos los días. Pasamos por el Barrio de San Pedro (hospital de Alfonso VI) y, dejando
a la izquierda el Monasterio de las Huelgas y el Hospital del Rey (Alfonso
VIII), cruzamos el Arlanzón por el puente de Malatos (hospital de enfermos
contagiosos) y seguimos por el parque del Parral. La carretera va a Villalbilla
de Burgos, que queda a la izquierda. Por la derecha se cruza la autovía y,
después, el Arlanzón por el puente del
Arzobispo. En los campos hay cigüeñas blancas y la vegetación de ribera –chopos,
sauces, alisos- que acompaña al río gira a la izquierda. Paramos un momento
junto a los carrizos y espadañas de la orilla.
En Tardajos (Alterdallia,
Otero de Ajos en el Liber sancti Jacobi), por donde pasaba la calzada
Clunia-Julióbriga y donde hubo un hospital, desayunamos antes de seguir por la
carretera hasta Rabé de las Calzadas.
En medio de los dos pueblos se cruza el río Urbel –famoso por su fauna y sus molinos-
que sirve de drenaje al acuífero de la zona, integrado por materiales calcáreos,
y que forma muchos meandros al pasar por este terreno blando, produciendo
inundaciones que hacían difícil el cruce. De esta dificultad nació la letrilla:
“De Rabé a Tardajos, no te faltarán trabajos. De Tardajos a Rabé, libéranos
dominé”.
Rabé se situaba en la intersección de la calzada y el
Camino y conserva la portada románica en su iglesia parroquial de Santa Marina.
Desde Burgos ha habido mucha vegetación de ribera, pero ahora disminuye hasta
casi desaparecer. El paisaje está ocupado por amarillos campos de cereal cosechados.
Campos inundados de luz en el aire abrasado, cuya ondulante línea corta el
horizonte. Un ascenso suave hasta el páramo, con la única nota de color verde
de la fuente de Praotorre a la derecha, nos lleva hasta la vista de Hornillos del Camino (Furnellos), a
donde se llega tras brusco descenso, la cuesta de Matamulos, y cruzando el río
Hormazuelas.
Es un típico pueblo-sirga, donde hubo una comunidad
benedictina relacionada con un monasterio francés y un lazareto o leprosería. La calle contiene muchas casas de piedra de
buen aspecto y esta vez hay más albergues y restaurantes que la vez anterior.
Nos quedamos porque, como dijo Séneca desterrado en Córcega, “toda la tierra es
patria”. Al irnos, nos despide el gallo en lo alto de la fuente, en la plaza de
la iglesia. Se sale en subida, por camino ancho, hasta el llano del
páramo. Lejos, a ambos lados, hay molinos de viento. De nuevo se baja hasta el arroyo San Bol, donde hay albergue,
antes de volver a subir. Sólo alguna pequeña arboleda verde mancha la llanura
amarilla, tostada por el sol. La tierra es seca y aterronada. Un mar de tierra.
Caminamos bajo la dulce paz del campo, ese sosiego que derrama la madre
naturaleza en nuestro espíritu, sintiendo el alma sin edad de las piedras y la
tierra sin vejez de los campos. En otra bajada brusca aparece Hontanas, con muchos albergues. Se deja
a la derecha la ruina de San Miguel, a modo de monolito, y se desciende hasta
la carretera acompañados por algunas hileras de chopos.
Siguiendo el arroyo Garbanzuelo se llega a las ruinas del
convento de San Antón, que fue
preceptoría de los hermanos Hospitalarios de San Antonio, s. XII, que curaban
la erisipela o fuego de San Antón, o fuego sagrado –erupciones cutáneas-, y el
mal rojo de los cerdos. Una T –tau- queda visible bajo una ventana. Por el
doble arco gótico, s. XIV, -con una alacena para depositar alimentos para los
peregrinos que llegaban de noche-, bajo el que pasa el Camino continuamos hacia
Castrojeriz que muy pronto queda a
la vista. El desafío del horizonte resulta ineludible.
Es otro pueblo-sirga típico, muy alargado. Su origen,
como el de Burgos, puede estar en el castillo, muñón arruinado que vigila el
valle desde un cerro, erguido como una aguerrida presencia. Se tienen noticias
desde Alfonso III, aunque su nombre –Castrum sigerici- sugiere algo anterior,
visigodo. En el s. XV tuvo cuatro hospitales y varios conventos de órdenes
mendicantes. Se pasa por la Colegiata de la Virgen del Manzano (transición al
gótico, talla del s. XIII, Alfonso X la nombra en las Cantigas) y se continúa
hasta la plaza a la sombra de las piedras arruinadas del castillo. Comemos en
la Casa Cordón, donde hemos estado otras veces, que ahora también tiene
albergue.
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Paco-Lía-Pepe-José Luis- Giancarlo |
El valle del río Odra era inundable como el del Urbel. Se
cruza por un largo puente medieval, antes de la dura subida a la meseta de
Mostelares. Toda la poética de las guías se estrella contra la realidad de la
cuesta. Es un camino en nuestra vida largo, árido, duro, que aceptamos con
indomable perseverancia. Los pasos se graban en el polvo y hay momentos en que
la mochila parece contener todo el peso del mundo. El viento y un aliento de
esperanza nos refrescan hasta la cima. Una fuerte bajada nos devuelve al llano
y a la fuente del Piojo en medio de la monotonía de cereal cosechado y girasol
de los campos. A la derecha queda Itero del Castillo, donde hubo una casa de la
Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén y otra del noble castellano Nuño
Pérez de Lara, siendo quizá uno de sus restos la ermita de San Nicolás.
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Nuria-Silvia-Imma |
Estos tramos son de paisaje. No hay muchos elementos
artísticos señalados. Pero aunque los hubiera, lo mejor del Camino siempre son
las personas que conocemos y con las que “convivimos” unos días. Trashumando el
Camino se vive un mundo de amistades instantáneas, aunque efímeras. En Hornillos
conocimos la consideración de Laura (Canadá), la simpatía de Paco (Valencia), la
expresividad de Lía (Italia) y la espiritualidad maratoniana de Giancarlo
(Cerdeña, Italia). En las ruinas de San Antón hablamos con dos catalanas de
Girona. En Castrojeriz apreciamos la introversión de Daniel (Illescas, Toledo),
la espontaneidad de Antonio (Almería) y trabamos amistad con la jovialidad de Antonio
y Silvia (Roma, Italia). En el restaurante Casa Cordón conocimos a las intrépidas
y jovencísimas ciclistas, Nuria, Silvia e Imma, catalanas de Vich (Barcelona).
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Silvia-Antonio |
La fuerza de andar este Camino –que nos separa falsamente
del mundo- parece privilegio de elegidos que unen fraternalmente sus corazones,
que no laten de envidia ante la alegría de los otros. La metamorfosis del
Camino consiste en la exaltación de las virtudes de la amistad y sacrificio por
el compañero durante el viaje, en los vínculos de solidaridad entre peregrinos.
Algunos andan guiados por el coraje que infunde un alto propósito, pero el
Camino –como la vida- tiene distintos significados para cada persona.
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