San Juan de la Peña (II): Monasterio bajo o viejo.
La planta baja está formada por la Sala de Concilios y la iglesia mozárabe. La primera, que fue el

dormitorio común, es una estancia con la escasa iluminación que penetra a
través de estrechas aspilleras, dividida en espacios rectangulares mediante
grandes arcadas apoyadas sobre cuatro pilastras cruciformes que sostienen las
bóvedas de cañón. Es de mediados del s. XI y después quedó convertida en una
especie de cripta. La iglesia mozárabe es la parte más antigua, quizá de la
segunda mitad del s. IX, de estilo mozárabe de tradición visigótica, tiene dos
pequeñas naves, prolongadas en el s. XI, terminadas en ábsides rectangulares
excavados en la roca y comunicadas por doble arco de herradura sobre columna
única, a modo de ajimez. A destacar los frescos románicos del s. XII, del
maestro del panteón de San Isidoro de León.

En el s. XI se construyó encima un nuevo monasterio. Se
inicia por el Panteón de Nobles, un
ancho
pasillo con techo de roca con un muro que tiene, semejando los
columbarios romanos, dos hileras de nichos sepulcrales, 13 en el cuerpo
superior y 11 en el inferior, con lápidas semicirculares enmarcadas por
decoración románica, como el ajedrezado jaqués que, en forma de imposta, recorre
el panteón y enmarca cada nicho. La mayoría de los nichos están ornamentados
con una cruz o crismón, como la cruz de Íñigo Arista y, en algunos, figuras
femeninas, como cariátides, sostienen la estructura arqueada de los nichos. Una
lauda es muy interesante: se trata de la resurrección del alma que, en forma
corpórea y enmarcada en una mandorla, es alzada hacia el cielo por dos ángeles
mientras, en la parte baja, borroso, el cadáver está en el ataúd mientras se
celebra el funeral. Los nichos de la parte baja tienen otra ornamentación
basada en animales como una leona, imagen recurrente de la simbología funeraria
en la Edad Media o un grifo, animal mitológico cuya leyenda se emparenta con la
resurrección del alma.
La parte de enfrente está formada por restos de
dependencias monásticas y en la pared que cierra
está la sepultura más moderna,
la del conde de Aranda, del s. XVIII. Al lado está la puerta por la que se
accede a la iglesia nueva, románica
del s. XI, con un primer tramo cubierto por la roca en la que se han excavado
los tres ábsides semicirculares, mayor el central, decorados en el interior por
arquerías ciegas. El segundo tramo está cubierto por bóveda de cañón reforzada
por arcos fajones sobre pilastras.

En perpendicular al muro del Evangelio se abre el Panteón de Reyes, que funcionó como
sacristía
y tiene planta en L. El tramo más largo, el perpendicular, limita con
el Panteón de Nobles, es del tiempo de Carlos III y tiene cuatro relieves de
estuco: batalla de Aínsa con la cruz de Sobrarbe, batalla de Arahuest con la
cruz de Íñigo Arista, sitio de Huesca y jura de los reyes de Aragón. Enfrente
están la mayoría de los reyes aragoneses hasta Pedro I, tras laudas sepulcrales
de bronce del s. XVIII.
De la iglesia se sale por una puerta de arco de herradura,
típicamente mozárabe, que procede de
la parte baja del monasterio. En las
dovelas de la puerta hay una inscripción en latín del s. XII: “La puerta del
cielo se abre a través de ésta a cualquier fiel, si se aplica en unir a la fe
los mandamientos de Dios!” El muro exterior de la iglesia está convertido en un
museo epigráfico, acribillado por lápidas funerarias en las que constan
nombres, cargos y fecha de la muerte de monjes, una forma de luchar contra el
tiempo que continúa el culto a la muerte, uno de los valores de la Edad Media,
de este panteón que custodia los restos de reyes y nobles.
A continuación está el magnífico claustro, sin techo, el lugar más impresionante, que tiene diez
arcadas en las crujías Norte y Sur y seis en las otras dos. La Norte
desapareció en el gran incendio de 1675 y la Este está muy deteriorada. Los
capiteles, que muestran una historia ilustrada, pueden clasificarse en dos
grupos. El más antiguo, de finales del s. XI, presenta temas animalísticos y afinidades
con la escuela languedociana.
El otro grupo, unos 20, son de mediados del s. XII,
fechados entre 1145 y 1175, obra del Maestro de San Juan de la Peña,
descubierto en una columna de la iglesia de Santiago de Agüero. Las
características más reseñables de su obra son los ojos grandes y abombados, las
manos grandes y explicativas de la acción, la cabeza desproporcionada, etc.
Representan escenas del Génesis y del Nuevo Testamento: Creación, Tentación y
Castigo de Adán y Eva, Caín y Abel, Anunciación, Visitación, Natividad, Anuncio
de los Pastores, Sueño de San José, etc.
A la izquierda, saliendo de la iglesia, queda la capilla de San Victorián, s. XV,
fundada por el abad
Marqués, que lo había sido del monasterio de San Victorián
–en el Sobrarbe- y está enterrado en el muro de la epístola. Tiene una bella
portada de estilo gótico florido, con cinco arquivoltas decoradas, y bóveda de
crucería. En el otro extremo del claustro está la capilla de los Santos Voto y
Félix, del s. XVII, que tiene menor interés artístico.
Aquí, bajo la roja desnuda, se siente la fuerza telúrica,
la atracción de la tierra que hace de este lugar un enclave mágico y misterioso
al margen del arte que lo rodea. A los hechos ya registrados por la historia,
al conocimiento histórico y al interés por el pasado se suma una intuición
espontánea que nos acerca a lo que fue la vida aquí, a una reflexión sobre el
pasado y el tiempo desbordando los planteamientos tradicionales que se dan en
otros lugares antiguos, sagrados pero ya muertos, con su destino petrificado,
sin poder escapar de su cuerpo de piedra. Este lugar de sonoras evocaciones,
carente ya de su sentido antiguo pero con un gran valor presente, es visto
ahora como si fuésemos llevados en sentido contrario por dos corrientes del
tiempo, pero, por unos momentos al menos, algo nos acerca a estas venerables
piedras y la emoción sube a la garganta.
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