Yo también hago camino.
Madrugón. Nos levantamos a las 4:30, con el rostro
contaminado de sueño. El espejo devuelve una imagen lamentable. El motivo de la
locura es acudir a la llamada de nuestro amigo Julián Pascual-Herranz que,
junto con su familia, da vida a la Residencia de Mayores “Campiña de Viñuelas”.
La causa no puede ser más noble: es una jornada de reflexión sobre el Alzheimer
caminando a través del Camino Occidental a Santiago -que une Guadalajara con
Manzanares el Real-, en una etapa de 23,3 km totalmente balizada y con las
consabidas flechas amarillas, desde Viñuelas a Torrelaguna, pasando por las
poblaciones de El Cubillo de Uceda, Uceda y Torremocha de Jarama.
El primer premio del madrugón es la fresca temperatura.
Poco antes de las 6:00 h estamos en Viñuelas, a 902 m de altitud. Recepción:
entrega de credencial, flecha y bolígrafo. Muchos caminantes, éxito de
convocatoria. En una época en que demasiados caminos no llevan a ninguna parte
y demasiadas sumas no adicionan, las cronologías propias de cada uno se han
concertado en una misma idea. Los planos personales y espaciales se superponen.
El paisaje de los días parece estar compuesto de un amontonamiento de
materiales diversos, pero, en esta voluntaria forma de desposeimiento y
austeridad, no hay jóvenes demasiado teñidos de literatura.
Saludos, fotos y salida puntual, con una temperatura
ideal para andar, por un camino ancho y bueno, llano, rodeado de noche. El
grupo sigue compacto y a buena marcha quebrando el silencio y la oscuridad en
dos. Un tiempo después el cielo se torna rojizo. Es el amanecer que viene,
lentamente, hasta que el sol asoma por encima del horizonte y comunica su color
amarillo rojizo al mundo.
Ahora, recorriendo la mañana reciente que nace azul, se
distinguen bien los campos de cereal cosechado, de rastrojo amarillento, los
campos arados de color marrón oscuro, las zonas de monte donde reinan las
encinas, etc. Se empiezan a avivar los colores y, al fondo, ya vemos el primer
pueblo. Antes pasamos por la ermita de la Soledad, del s. XVI.
Tras 9,5 km hemos llegado a El Cubillo de Uceda, a 885 m
de altitud, que no se ha recuperado de la pérdida de población a lo largo del
s. XX. Al girar una esquina aparece de pronto el magnífico ábside mudéjar, de
ladrillo, cortado abrupta y heterodoxamente por la piedra que envuelve la
sacristía, atropello completado por un gran cable eléctrico que pasa por
delante. Sellamos la credencial en el interior de la iglesia y salimos a admirarla
y a comer algo.
Es la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, ss.
XII-XIII, reformada en el s. XVI, por lo que se ven muy bien las dos partes. El
ábside, la torre y el artesonado son mudéjares; el gran atrio y la fachada son
renacentistas, ésta última plateresca. En el interior se distinguen también las
dos partes y destaca el magnífico artesonado y varias lápidas de tumbas, dos de
las cuales tienen grabada una concha.
Salimos cumpliendo el horario previsto, bajamos hasta un
entrañable conjunto de fuente-abrevadero y lavadero en caliza, y ascendemos
hasta el nivel de la llanura, amplia, despejada de vegetación, con los campos
cosechados y unas cigüeñas en los rastrojos. A la derecha, un declive enseña ya
el río Jarama y, al fondo, en unas lomas de un verde opaco, se ven las líneas
rectas de la traída de aguas del Canal de Isabel II.
Desde El Cubillo, a lo largo de la carretera, venimos
transitando por la Ruta de la Raña, que comienza en Uceda y llega hasta Puebla
de Beleña. Se trata de unos relieves amesetados que ocupan los piedemontes de
las sierras paleozoicas, una formación sedimentaria que se compone de un
aglutinante arcilloso que contiene cantos de cuarcita, arrastrados por las
lluvias torrenciales del periodo neógeno, hace 2-2,5 millones de años.
Después de otros 6,3 km llegamos a Uceda, a 778 m de
altitud, que ha tenido un gran incremento de población desde el año 2000. Fue
un lugar importante en la Edad Media, conquistado definitivamente por Alfonso
VI, que pasó después a ser posesión del arzobispado de Toledo. No entramos al
pueblo y vamos directamente a la Iglesia de Santa María de la Varga, s. XIII,
románica cisterciense, ordenada construir por el arzobispo D. Rodrigo Jiménez
de Rada, situada en el borde de la meseta, junto a los restos del castillo y
con otra gran línea eléctrica justo por delante. Tiene planta cuadrada, con
tres ábsides semicirculares, y dos portadas, la meridional formada por siete
arquivoltas. Destaca el color claro de la caliza, de una cantera próxima al
monasterio de Bonaval (Retiendas). Su uso actual es como cementerio.
La imagen de esta Virgen de la Varga adquirió gran fama
después de que un noble de Alcalá de Henares, Francisco Villarroel, volviera
sanado del santuario, por lo que el arzobispo, cardenal D. Juan Martínez
Silíceo, ordenó detallar sus milagros, entre los que se cuentan la liberación
de Diego de Illescas de su cautiverio en Orán en el s. XVI, la muerte de la
Sierpe alada por el Capitán Bolea, de esta Villa, también en el s. XVI, etc.
La iglesia está cercana al antiguo castillo emplazado en
un farallón que domina, en una gran vista paisajística, el valle del río
Jarama. Descendemos por la empedrada calzada medieval, el Camino de la Varga,
que une la iglesia con una fuente bajo la advocación de la misma virgen. Ya
abajo, cruzamos el río Jarama y el caz de un antiguo molino reconvertido en
hotel y continuamos por la carretera bajo un cielo sin nubes y con la
temperatura en aumento.
Un puente de altos pretiles, a nuestra derecha, nos pone,
tras escasos 3 km, en Torremocha de Jarama, a 707 m de altitud, cuya población
ha aumentado mucho desde los años 90 del s. XX. A la entrada hay una curiosa
fuente cuyos chorros manan de grandes tinajas bajo pórtico. Al lado está la
iglesia parroquial de San Pedro Apóstol, que conserva perfectamente la
estructura románica en el ábside a pesar de la desafortunada restauración.
Sus orígenes son del s. XIII, ampliada en el s. XVI y,
como en la iglesia de El Cubillo, se distinguen bien las dos partes. El
elemento más antiguo, el ábside, contiene restos de un conjunto de pintura
mural en el que se aprecian motivos geométricos, un gran pantocrátor, etc. Las naves están cubiertas por armadura de
madera. Al exterior, una galería en ángulo, renacentista, contiene la portada
y, en las enjutas, el escudo del cardenal Cisneros.
Estamos a menor altitud y hace más calor. Hace tiempo que
se ve Torrelaguna, con la torre de la iglesia apuntando al cielo y destacando
desde lejos. Parada, sellado y avituallamiento –sandía y agua frescas- en la
ermita de la Soledad o de la Vera Cruz. Desde Torremocha han sido 4,5 km, pero
el calor ya se deja notar.
Torrelaguna, a 740 m de altitud, ha tenido un gran
aumento de población en este siglo. En el s. XIV se convirtió en villa libre
separándose de Uceda, se asentaron importantes familias y se construyó la
iglesia parroquial. Fue favorecida por Carlos I, Felipe II y Carlos III.
Personajes ilustres relacionados con esta población, además del cardenal
Cisneros, son María de la Cabeza (ss. XI-XII, mujer de san Isidro Labrador) o
el poeta Juan de Mena, aquí enterrado.
Entramos por la carretera M-102, y en la esquina con la
calle Cardenal Cisneros nos están esperando las personas que viven en la
Residencia. Por esa calle llegamos a la Plaza Mayor con la Iglesia de Santa
María Magdalena, s. XIV, uno de los mejores góticos de Madrid, rematada en el s.
XV por el cardenal Cisneros. Tiene tres naves y bóvedas de crucería gótica. La
torre campanil es del s. XV y la portada de la Resurrección, s. XVI. El retablo
mayor es plateresco (Narciso Tomé) y hay otros barrocos.
En la iglesia asistimos a una ceremonia de bienvenida a
cargo del sacerdote Iván Bermejo y de mi amigo Julián, breve pero emotiva, en
la que se citan a todos los pueblos desde los que hemos venido. Los saludos de
ambos dan sentido a la caminata, señalan el objetivo. Mientras la gente se va
despidiendo tenemos algo de tiempo para ver rápidamente la exposición sobre
Cisneros, pero esa es otra historia y debe ser contada en otro artículo.
Termina el acto y el autobús lleva a los residentes a Viñuelas y tardará en
volver una hora, así que nos quedamos en un bar a la sombra, en la plaza tomada
por el generoso sol de julio.
Olvidándonos de la insipidez del agua vemos a María y
Saúl, junto a los que hemos caminado un trecho, y a una simpática señora,
Isabel, que resulta ser la madre de Eduardo, que me ha sido presentado por
Julián durante el camino y que es concejal de esta población. También está su
polifacético hermano, Juan, que nos cuenta sus numerosas actividades. Los dos
nos invitan a que vayamos, en la última semana de agosto, a ver su
representación teatral.
Con toda esta conversación se pasa rápidamente el tiempo
y volvemos a la carretera para coger el autobús que nos devuelve a Viñuelas,
donde Julián y su familia nos han preparado un gran aperitivo que sirve de
comida. Es la última, por hoy, de sus infinitas atenciones. La perfecta
organización, el trabajo bien hecho, la simpatía y la amabilidad, son sus señas
de identidad.
En la hora de esta meditación escrita que da audiencia a los
recuerdos, uno se da cuenta de que se carece de palabras capaces de encerrar la
vida, de comentar el entusiasmo de esta familia que, lejos de una actitud de
fría superioridad o de arrogancia, con su dura voluntad de ejemplar estoicismo,
vence las dificultades, no se duerme en ideas ya respiradas y empieza a tener
su leyenda. “No quiero desprenderme de
los recuerdos que me ha dejado el día de hoy “(Julián), pero además, naturalmente,
volveremos.
Todos hacemos camino.
ResponderEliminarBendigo a Dios por estar alli ese día.
Un artículo bellísimo. Felicitaciones al autor
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