miércoles, 19 de julio de 2017

Yo también hago camino.



Madrugón. Nos levantamos a las 4:30, con el rostro contaminado de sueño. El espejo devuelve una imagen lamentable. El motivo de la locura es acudir a la llamada de nuestro amigo Julián Pascual-Herranz que, junto con su familia, da vida a la Residencia de Mayores “Campiña de Viñuelas”. La causa no puede ser más noble: es una jornada de reflexión sobre el Alzheimer caminando a través del Camino Occidental a Santiago -que une Guadalajara con Manzanares el Real-, en una etapa de 23,3 km totalmente balizada y con las consabidas flechas amarillas, desde Viñuelas a Torrelaguna, pasando por las poblaciones de El Cubillo de Uceda, Uceda y Torremocha de Jarama.

El primer premio del madrugón es la fresca temperatura. Poco antes de las 6:00 h estamos en Viñuelas, a 902 m de altitud. Recepción: entrega de credencial, flecha y bolígrafo. Muchos caminantes, éxito de convocatoria. En una época en que demasiados caminos no llevan a ninguna parte y demasiadas sumas no adicionan, las cronologías propias de cada uno se han concertado en una misma idea. Los planos personales y espaciales se superponen. El paisaje de los días parece estar compuesto de un amontonamiento de materiales diversos, pero, en esta voluntaria forma de desposeimiento y austeridad, no hay jóvenes demasiado teñidos de literatura.

Saludos, fotos y salida puntual, con una temperatura ideal para andar, por un camino ancho y bueno, llano, rodeado de noche. El grupo sigue compacto y a buena marcha quebrando el silencio y la oscuridad en dos. Un tiempo después el cielo se torna rojizo. Es el amanecer que viene, lentamente, hasta que el sol asoma por encima del horizonte y comunica su color amarillo rojizo al mundo.


Ahora, recorriendo la mañana reciente que nace azul, se distinguen bien los campos de cereal cosechado, de rastrojo amarillento, los campos arados de color marrón oscuro, las zonas de monte donde reinan las encinas, etc. Se empiezan a avivar los colores y, al fondo, ya vemos el primer pueblo. Antes pasamos por la ermita de la Soledad, del s. XVI.


Tras 9,5 km hemos llegado a El Cubillo de Uceda, a 885 m de altitud, que no se ha recuperado de la pérdida de población a lo largo del s. XX. Al girar una esquina aparece de pronto el magnífico ábside mudéjar, de ladrillo, cortado abrupta y heterodoxamente por la piedra que envuelve la sacristía, atropello completado por un gran cable eléctrico que pasa por delante. Sellamos la credencial en el interior de la iglesia y salimos a admirarla y a comer algo.

Es la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, ss. XII-XIII, reformada en el s. XVI, por lo que se ven muy bien las dos partes. El ábside, la torre y el artesonado son mudéjares; el gran atrio y la fachada son renacentistas, ésta última plateresca. En el interior se distinguen también las dos partes y destaca el magnífico artesonado y varias lápidas de tumbas, dos de las cuales tienen grabada una concha.



Salimos cumpliendo el horario previsto, bajamos hasta un entrañable conjunto de fuente-abrevadero y lavadero en caliza, y ascendemos hasta el nivel de la llanura, amplia, despejada de vegetación, con los campos cosechados y unas cigüeñas en los rastrojos. A la derecha, un declive enseña ya el río Jarama y, al fondo, en unas lomas de un verde opaco, se ven las líneas rectas de la traída de aguas del Canal de Isabel II.

Desde El Cubillo, a lo largo de la carretera, venimos transitando por la Ruta de la Raña, que comienza en Uceda y llega hasta Puebla de Beleña. Se trata de unos relieves amesetados que ocupan los piedemontes de las sierras paleozoicas, una formación sedimentaria que se compone de un aglutinante arcilloso que contiene cantos de cuarcita, arrastrados por las lluvias torrenciales del periodo neógeno, hace 2-2,5 millones de años.

Después de otros 6,3 km llegamos a Uceda, a 778 m de altitud, que ha tenido un gran incremento de población desde el año 2000. Fue un lugar importante en la Edad Media, conquistado definitivamente por Alfonso VI, que pasó después a ser posesión del arzobispado de Toledo. No entramos al pueblo y vamos directamente a la Iglesia de Santa María de la Varga, s. XIII, románica cisterciense, ordenada construir por el arzobispo D. Rodrigo Jiménez de Rada, situada en el borde de la meseta, junto a los restos del castillo y con otra gran línea eléctrica justo por delante. Tiene planta cuadrada, con tres ábsides semicirculares, y dos portadas, la meridional formada por siete arquivoltas. Destaca el color claro de la caliza, de una cantera próxima al monasterio de Bonaval (Retiendas). Su uso actual es como cementerio.

La imagen de esta Virgen de la Varga adquirió gran fama después de que un noble de Alcalá de Henares, Francisco Villarroel, volviera sanado del santuario, por lo que el arzobispo, cardenal D. Juan Martínez Silíceo, ordenó detallar sus milagros, entre los que se cuentan la liberación de Diego de Illescas de su cautiverio en Orán en el s. XVI, la muerte de la Sierpe alada por el Capitán Bolea, de esta Villa, también en el s. XVI, etc.

La iglesia está cercana al antiguo castillo emplazado en un farallón que domina, en una gran vista paisajística, el valle del río Jarama. Descendemos por la empedrada calzada medieval, el Camino de la Varga, que une la iglesia con una fuente bajo la advocación de la misma virgen. Ya abajo, cruzamos el río Jarama y el caz de un antiguo molino reconvertido en hotel y continuamos por la carretera bajo un cielo sin nubes y con la temperatura en aumento.

Un puente de altos pretiles, a nuestra derecha, nos pone, tras escasos 3 km, en Torremocha de Jarama, a 707 m de altitud, cuya población ha aumentado mucho desde los años 90 del s. XX. A la entrada hay una curiosa fuente cuyos chorros manan de grandes tinajas bajo pórtico. Al lado está la iglesia parroquial de San Pedro Apóstol, que conserva perfectamente la estructura románica en el ábside a pesar de la desafortunada restauración.

Sus orígenes son del s. XIII, ampliada en el s. XVI y, como en la iglesia de El Cubillo, se distinguen bien las dos partes. El elemento más antiguo, el ábside, contiene restos de un conjunto de pintura mural en el que se aprecian motivos geométricos, un gran pantocrátor,  etc. Las naves están cubiertas por armadura de madera. Al exterior, una galería en ángulo, renacentista, contiene la portada y, en las enjutas, el escudo del cardenal Cisneros.

Estamos a menor altitud y hace más calor. Hace tiempo que se ve Torrelaguna, con la torre de la iglesia apuntando al cielo y destacando desde lejos. Parada, sellado y avituallamiento –sandía y agua frescas- en la ermita de la Soledad o de la Vera Cruz. Desde Torremocha han sido 4,5 km, pero el calor ya se deja notar.


Torrelaguna, a 740 m de altitud, ha tenido un gran aumento de población en este siglo. En el s. XIV se convirtió en villa libre separándose de Uceda, se asentaron importantes familias y se construyó la iglesia parroquial. Fue favorecida por Carlos I, Felipe II y Carlos III. Personajes ilustres relacionados con esta población, además del cardenal Cisneros, son María de la Cabeza (ss. XI-XII, mujer de san Isidro Labrador) o el poeta Juan de Mena, aquí enterrado.

Entramos por la carretera M-102, y en la esquina con la calle Cardenal Cisneros nos están esperando las personas que viven en la Residencia. Por esa calle llegamos a la Plaza Mayor con la Iglesia de Santa María Magdalena, s. XIV, uno de los mejores góticos de Madrid, rematada en el s. XV por el cardenal Cisneros. Tiene tres naves y bóvedas de crucería gótica. La torre campanil es del s. XV y la portada de la Resurrección, s. XVI. El retablo mayor es plateresco (Narciso Tomé) y hay otros barrocos.

En la iglesia asistimos a una ceremonia de bienvenida a cargo del sacerdote Iván Bermejo y de mi amigo Julián, breve pero emotiva, en la que se citan a todos los pueblos desde los que hemos venido. Los saludos de ambos dan sentido a la caminata, señalan el objetivo. Mientras la gente se va despidiendo tenemos algo de tiempo para ver rápidamente la exposición sobre Cisneros, pero esa es otra historia y debe ser contada en otro artículo. Termina el acto y el autobús lleva a los residentes a Viñuelas y tardará en volver una hora, así que nos quedamos en un bar a la sombra, en la plaza tomada por el generoso sol de julio.

Olvidándonos de la insipidez del agua vemos a María y Saúl, junto a los que hemos caminado un trecho, y a una simpática señora, Isabel, que resulta ser la madre de Eduardo, que me ha sido presentado por Julián durante el camino y que es concejal de esta población. También está su polifacético hermano, Juan, que nos cuenta sus numerosas actividades. Los dos nos invitan a que vayamos, en la última semana de agosto, a ver su representación teatral.


Con toda esta conversación se pasa rápidamente el tiempo y volvemos a la carretera para coger el autobús que nos devuelve a Viñuelas, donde Julián y su familia nos han preparado un gran aperitivo que sirve de comida. Es la última, por hoy, de sus infinitas atenciones. La perfecta organización, el trabajo bien hecho, la simpatía y la amabilidad, son sus señas de identidad. 


En la hora de esta meditación escrita que da audiencia a los recuerdos, uno se da cuenta de que se carece de palabras capaces de encerrar la vida, de comentar el entusiasmo de esta familia que, lejos de una actitud de fría superioridad o de arrogancia, con su dura voluntad de ejemplar estoicismo, vence las dificultades, no se duerme en ideas ya respiradas y empieza a tener su leyenda. “No quiero desprenderme de los recuerdos que me ha dejado el día de hoy “(Julián), pero además, naturalmente, volveremos.

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