miércoles, 3 de diciembre de 2014

Tella.

Antes de llegar al pueblo paramos en el dolmen (en bretón, “mesa de piedra”) conocido como Piedra del Vasar o Losa Campa por su ubicación, donde la prehistoria se mira en el paisaje. Se le calcula una
Conchita y José Luis, el de Huesca
antigüedad de 4000 años y en su enterramiento se encontraron restos óseos y un punzón de hueso. Está en una situación privilegiada, a la vista de las cumbres de Pico Añisclo y Las Tres Marías.

Continuamos hasta el pueblo, de alta montaña, esculpido en piedra y losas por sus voluntariosas gentes a 1384 m de altitud. Su trama urbana se alarga con las casas buscando el sol del Sur en este duro clima mientras un murallón calizo la protege de los fríos vientos del Norte. Las casas son sobrias, de mampostería vista y cubierta de losetas de arenisca. Está situado en una arista que divide el fluir de las aguas entre el Yaga y el Cinca. Su primera mención aparece en 1210, en la colección diplomática del Monasterio de San Victorián.

A la entrada está la iglesia parroquial de San Martín, de los siglos XVI y XVII, modificada, de una
nave, con cabecera plana, cubierta con bóveda de medio cañón, torre junto al pórtico de entrada con campanario en lo alto, acceso por el lado Sur, y que contiene unas tallas procedentes de la ermita de San Sebastián, en el estrecho paso de Las Devotas, cerca de Lafortunada.

La geografía de este tipo de aldeas propició su aislamiento secular fruto del cual poseían unas tradiciones y cultos mezcla de lo religioso y lo esotérico. Se achacaba a estos montañeses ciertos dones oscuros y el uso de hierbas y plantas medicinales para fines diabólicos, por lo que, para contrarrestarlos se fundaron varias ermitas que, situadas estratégicamente formando un anillo de fuerzas telúricas, servían para proteger de la magia.

Esto es lo que hemos venido a ver, la Ruta de las Ermitas, un paseo circular señalizado de dos kilómetros y una hora escasa de duración, sin dificultad, con un desnivel de 50 m, donde el hombre y la naturaleza se dan la mano.

Es un día de verano, pero el cielo está gris y amenaza lluvia. Dejamos atrás la población y seguimos
un camino flanqueado por prados abancalados y construcciones de piedra y losa, hasta el bosque, en cuyo interior las cortezas anaranjadas del pino “royo” se levantan sobre nosotros y sobre el sotobosque de enebro común y boj. A la salida del bosque nos tenemos que poner el chubasquero antes de llegar a la ermita de los Santos Juan y Pablo, mimetizada en el paisaje, del siglo XI, con ábside en herradura, joya de la tradición arquitectónica autóctona de los valles pirenaicos, anclada bajo el saliente rocoso de la Peña de San Juan o Puntón de las Brujas, lugar sobresaliente por las vistas sobre las Gargantas de Escuaín, surcadas por el río Yaga, sobre el valle del Cinca y sobre la mole rocosa del Castillo Mayor. Merece la pena detenerse sin prisa aunque el paisaje casi no se ve. Los jirones de nubes cruzan por el Puntón arrastrados por el viento y dando una sensación de irrealidad a la zona.

Tras retomar el camino la vegetación se aclara. Aparecen fajas estrechas de prados acompañadas por robles y enebros. También hay zonas llenas de las masas redondeadas y pinchudas del erizón. Así se
llega a la ermita de la Virgen de las Fajanillas de origen románico aunque con reformas en el siglo XVI, que pudo ser la parroquial antes de que se edificara la actual.  Recorriendo los repechos que llevan hasta la más joven de las ermitas, la de la Virgen de la Peña, del siglo XVI, vemos cómo el Cinca se pierde hacia el Sur. Por un tramo protegido por muretes de piedra volvemos al pueblo donde visitamos el Centro de Interpretación.

Para otra ocasión nos queda el Museo de Creencias y Tradiciones, la Cueva del Oso y el senderista Camino del Canal del Cinca.

Nos vamos dedicando un cariñoso recuerdo a nuestra prima Marinieves que entregó generosamente unos años de su vida, en sacrificio personal necesario pero impagable, para mejorar las condiciones existenciales de las gentes de este pueblo.

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