martes, 9 de diciembre de 2014

El Serrablo: Etnografía.

 Cela decía que los caminos del río son los que unen, puesto que las montañas separan. Desde el mirador antes de Lárrede los Pirineos parecen una muralla infranqueable, y sin embargo fueron nexo
de unión. Las relaciones –comercio, contrabando- de los altos valles españoles eran más fluidas con sus correspondientes franceses que con su entorno nacional, más verticales que horizontales.

El río como unión. Un río de vida en medio de una naturaleza salvaje, petrificada e inmóvil en el moroso transcurrir de los siglos. Sin embargo, el río también era un importante obstáculo. Su paso era muy problemático, por lo que la existencia de puentes era vital para los pueblos de la zona. Entre Lárrede y Senegüé se conserva, aunque en deficiente estado, uno de los pocos puentes colgantes, el puente de las Pilas, que permitía el paso de viajeros, peregrinos y ganados. Anualmente su explotación salía a subasta. El pontonero debía encargarse de su mantenimiento y de cobrar a las personas que lo usasen  (5 céntimos por persona o caballería y 40 céntimos por cada 100 cabezas de ovino, en 1911).

En estos pueblos pequeños, los aldeanos eran la gran mayoría de la población, pero también había personas de otros estratos. Por ejemplo, los infanzones constituían la escala social menor dentro de la
nobleza pero contaban con numerosos privilegios con respecto a los aldeanos, entre otros, la exención de determinados tributos o la posibilidad de acceder a cargos municipales.

Una de las casas infanzonas  más representativas de la comarca es casa Isábal, situada enfrente de la iglesia, en Lárrede. Probablemente su construcción date del siglo XVII, conservando todavía la típica chimenea troncocónica, tres ventanas de arco conopial, una solanera, dos escudos de armas  y una bonita puerta adovelada con arco de medio punto.  En el interior cuenta con preciosos suelos  de canto rodado con filigranas, uno de ellos fechado en 1659, hogar tradicional y salas con alcobas. En esta población, en las casas cercanas a la iglesia también pueden verse casas en piedra, con dinteles y chimeneas pirenaicas con espantabrujas.

Otro pueblo que hemos visitado y descrito su iglesia es Oliván, otro que pugna por evitar la despoblación. En este esfuerzo está incluido el cuidado y el recuerdo de sus antiguas casonas, como las casas Colorao, Chuan, Azón y el Herrero con portadas del siglo XVII y escudo de los Aínsa en la
última de ellas, y casa Marina del siglo XIX que saluda permanentemente a su constructor con la inscripción “Viva mi dueño A 1856”.

Los parajes de alrededor, hoy invadidos por el silencio y el olvido, antaño fueron testigos de una continua actividad y trasiego tanto de personas como de animales. Aquí se asientan numerosas fincas en las que los vecinos de Oliván se surtían de leña para uso doméstico, pastoreaban pequeños rebaños, obtenían carbón vegetal tras la combustión de artesanales carboneras y, en algunos casos, también se obtenía cal procedente de hornos construidos en pleno monte. La caza es la única actividad que ha conseguido mantenerse. Tanto en Oliván, como en Berbusa o Ainielle, a pesar del estado de despoblación de estos dos últimos, podemos observar entre sus casas elementos constructivos tradicionales del Serrablo como los tejados de losa, chimeneas troncocónicas con espantabrujas, puertas adinteladas y campos abancalados.

Ainielle, que queda a la latitud aproximada de Oliván, aunque más al Este, en el Sobrepuerto, totalmente despoblado desde hace ya muchos años, saltó a la fama con la impresionante novela de Julio Llamazares “La lluvia amarilla”, de lectura imprescindible, que relata la triste existencia del último morador.

El terreno es solitario. Desolada impresión de vacío. La vida parece haberse retirado del paisaje, un mundo baldío y hueco. Sus moradores, aislados por la geografía en estos parajes remotos, viendo como el progreso avanzaba con la lentitud de un glaciar, se marcharon. La condición humana cambia, el paisaje perdura. 

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