jueves, 6 de noviembre de 2014

Viana-Ventosa.

Con Pepe hemos hecho las etapas Puente la Reina-Estella-Los Arcos-Viana. Hemos visto el letrero ultreia, del latín ultra –más allá- y eia –interjección para mover, saludo entre peregrinos tomado del Codex Calixtinus, que viene a significar “Vamos más allá” y que, actualmente, ha sido sustituido por “¡Buen Camino!” Hemos ido coincidiendo con Ramón –que fue hospitalero en Grañón-, Ángel y su hijo Adrián, unos catalanes, etc.

Hemos pasado por lugares concretos como la ermita de Nuestra Señora del Poyo, dejando a la derecha de la marcha la población de Bargota, de la que hemos visto unos carteles anunciando unas jornadas de magia. Johanes de Bargota, cura de la población, desarrolló sus oficios como hechicero. También perdura la leyenda de Endregoto, la cieguecita de Viana, que murió en la hoguera en Logroño, acusada por la Inquisición del homicidio del Conde de Aguilar, que buscaba la eterna juventud y se puso en sus manos: “En menos de una hora le descuartizaron, machacaron sus huesos, hiciéronle tajadillas y echaron el picadillo en la redoma grande”. También hemos pasado, después del barranco Mataburros, por el asentamiento de Cornava, una de las ocho aldeas reunidas en 1219 para poblar una plaza fuerte de nueva creación: Viana. Aquí paramos pero vemos que nos hemos quedado cortos.


Al día siguiente nos levantamos a las 5:45, los primeros. El camino es llano. No nos desviamos al embalse de las Cañas, a la izquierda. Vamos por el pinar y después hay una pista ciclable hasta Logroño. A la izquierda dejamos el Cerro Cantabria, con olivos y vides, en el que se asentó la ciudad celto-romana. Pasamos por el puesto de Felisa que nos había comentado Ramón. Tras cruzar el puente de piedra sobre el Ebro, construido por Alfonso VI a finales del siglo XI y reparado por Santo Domingo y San Juan, entramos en Logroño, citado en el Liber Peregrinationis como estación y “de aguas sanas y rico en pescado”, importante porque desde Estella los ríos han sido venenosos. Es ciudad hija del Camino, nació para protección de los peregrinos y creció hacia el Oeste con estructura caminera, rectangular, cerrada por murallas de las que sólo se conserva la torre de Revellín. La Rúa Vieja está vacía y el albergue cerrado. En el único bar abierto, frente al Parlamento, nos reunimos con los polacos y otros. Pincho.

Salida por el parque de San Miguel. En el Pantano de la Grajera, rodeado de pinar, hay mucha gente y animación, mucho sol. Ascendemos el Alto de la Grajera y bajamos, con suave brisa, hasta las ruinas del hospital de San Juan de Acre, siglo XII. Ya se ve Navarrete, en alto. Debió ser en el último tercio del siglo XII cuando la ruta pasó por aquí; antes iba un poco al Norte. No conserva ni castillo ni murallas, pero, en su parte alta, se mantiene la estructura medieval y una puerta dedicada a Santiago. Aquí terminaba nuestra prevista etapa. Aunque caminando se ensanchan las distancias y el camino se despliega ante las botas, nuestros cuerpos elásticos y nuestras caras de salud, con algo de cansancio adherido a la ropa polvorienta, nos animan. El albergue está cerrado todavía. Decidimos seguir a Ventosa porque es pronto, pero ya no veremos a Ramón con el que hemos quedado aquí. A la salida, en el cementerio, vemos el pórtico del hospital de San Juan de Acre, uno de cuyos capiteles cuenta el combate ecuestre entre Roldán y Ferragut, copia, como todas, del que esculpió Martín en Estella. El sol es más fuerte al pasar por la Cooperativa vitivinícola de Sotés, a la izquierda. Paramos un momento en una sombra escasa, rodeados de vides. Hay poco cereal.

Pórtico del hospital de San Juan de Acre en el cementerio de Navarrete

Reemprendemos el camino bajo el sol ardiente de la mañana, con el paisaje inmovilizado bajo los rayos ardientes. El camino va al lado de la carretera, pero nos desviamos a la izquierda, en subida, hasta el pueblo. Ha sido etapa más larga. El albergue está muy bien, con buenas instalaciones, suficientes, e incluso jardín. Llegan los polacos y otros y se llena. Los peregrinos nos alistamos en la cola de las duchas, nos encadenamos en reatas sudorosas. Ajetreo en la cocina, jardín ocupado, tendedero lleno. La mayoría son extranjeros, incluso la hospitalera. Animación. No hay gente lacónica y dada a la melancolía.

Comida en restaurante-mesón, casi solos. La dueña, muy atenta, nos cuenta que cierra en octubre, da cursos de cata de vinos, va a Sudamérica a abrir comedores, etc. Quedamos que volveremos a cenar. Siesta. Paseo por la tarde: recorremos las calles, vemos al antiguo hospital de peregrinos y subimos a la iglesia, hito visual importante. Compramos fruta y unos yogures voladores que se comerán otros. Unos alemanes y unas brasileñas han hecho cena y les sobra, así que van reclutando gente que se la coma. Ya no volvemos al mesón. Nos invitan a pasta, tomate, queso, ensalada, que pagamos fregando la vajilla.


Pepe va durmiendo algo mejor, pero aún escucha la radio con avidez hasta las tantas, buscando un alivio a las fatigosas meditaciones del insomnio. Mañana, ¿hasta Santo Domingo? La luna, oculta entre las nubes, nos niega su hermoso resplandor cuando nos sumergimos en la quietud silenciosa del dormitorio.

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