Románico en Segovia.
Ya habíamos estado muchas veces en Segovia, pero esta vez, a
instancias de nuestro amigo Marciano, economista reconvertido en amante del
arte y la historia, venimos a empaparnos de románico, como peregrinos del arte
en esta ciudad cuyo aire está cargado de aromas de la historia, belleza y
cultura de los tiempos idos.
El primer destino es la iglesia de la Vera Cruz, armoniosa y
sabia en sus proporciones, con un interior constituido por un edículo central de
dos pisos, con funciones penitenciales el bajo y con un altar -quizá para velar
las armas- en el superior, cubierto por una cúpula califal similar a la iglesia
de San Millán. En torno al edículo gira la nave circular, de planta dodecagonal
que tiene precedentes en la Basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén y recuerda
a las iglesias de Torres del Río (Navarra) y a la templaria de Tomar
(Portugal). Completan la planta los tres ábsides y la capilla del Lignum
Crucis. Posteriormente se adosaron un ábside-sacristía y una torre de planta
cuadrada. El espíritu que duerme aletargado en el interior de la piedra, vuelve
a la vida en armonía con el infinito. Arte, historia y espiritualidad inundan
estos espacios monumentales, estos esplendores medievales.
Al otro lado del Eresma nos observa la imponente mole del
Alcázar. Entramos en la ciudad y aparcamos en la Plaza de San Esteban. En la
iglesia de San Esteban destacan la magnífica torre-campanario que apunta al
cielo y la galería porticada en la parte S y O. Enfrente está el Palacio
Episcopal, que tiene unos aseos en el patio. Ya que estamos, aprovechamos para
descansar un poco del románico. El edificio es del siglo XVIII, aunque conserva
la fachada original de granito. Es un museo diocesano de arte sacro, de
cerámica de los Zuloaga y de cristal de La Granja.
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Edículo de la iglesia de la Vera Cruz |
Un paseo corto nos lleva a la Plaza Mayor y la calle Juan Bravo para ver la iglesia de San
Martín, del siglo XII, cerrada. Vemos, la portada y el pórtico a modo de
nártex, la torre mudéjar, la galería
porticada, los ábsides –en un punto de auge urbanístico desde la Baja Edad
Media, con varios palacios y la Torre de Lozoya-. En la Plaza Mayor, al sol, seguimos
conversando tras el cristal de una jarra de cerveza. Después comemos un asado
de cochinillo –alguien dice que era el verdadero objetivo de la excursión-. Por
la tarde, la iglesia de la Santísima Trinidad, en obras, enfrente del convento
de Santo Domingo de Guzmán, que contiene la Torre de Hércules.
Hacemos otro paréntesis y visitamos el Museo Rodera Robles.
El edificio fue residencia de la nobleza urbana del Renacimiento y en él puede
verse los sistemas tradicionales de grabado artístico, unas fotografías
militares y una colección de cuadros. En el barrio de los Caballeros vemos la
iglesia de San Juan de los Caballeros, Museo Daniel Zuloaga, con buena vista
del monasterio de El Parral, en cuyos alrededores el otoño comienza a asomar en
los árboles. Por la casa de los Marqueses de Lozoya y la Casa de las Cadenas,
cuyos portones antiguos rememoran grandezas pasadas, llegamos a la vista del
acueducto mientras Benjamín analiza los esgrafiados tratando de descubrir las
simetrías ocultas que encierran.
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José Luis, Marciano, Mª Ángeles y Benjamín |
Todavía vemos la iglesia de San Millán. Su cabecera, de
cuatro ábsides, está rodeada de andamios, pero los atrios de las fachadas N y S
están libres. En el interior, con cubierta de madera excepto en los ábsides,
todo destila recogimiento. Con la mirada colmada de silencio nos detenemos en
el cimborrio con cúpula califal, y en la interesante iconografía en los historiados
capiteles donde la labor del cantero ha logrado arrancarle el alma a la piedra. La fría piedra, que carece de la fugaz
precariedad de la condición humana, deja de ser un material para convertirse en
algo inmortal. Bajo la luz debilitada del crepúsculo el cielo se diluye con una
luz dorada, el sol se esconde tiñendo de escarlata el final de la jornada con
los últimos rayos alumbrando el silencio de la tarde.
Con los sentidos saturados por una embriaguez, por un
tumulto de imágenes, volvemos de nuevo por la calle Juan Bravo viendo la Casa
de los Picos y la Cárcel Real. Antes de coger el coche visitamos otra vez el
patio del Palacio Episcopal. Abandonamos la ciudad, donde el tiempo se ha
dilatado. El pasado está escrito en estos monumentos, para gozar con los
sentidos, que quedan guardados al margen del paso del tiempo; un tiempo que a
nosotros nos destruye y a las obras de arte las vuelve más hermosas.
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