lunes, 24 de noviembre de 2014

Molino de Lecina.

Habíamos estado ya en Lecina, pero sólo vimos el pueblo y la famosa encina . Ahora queremos bajar al cauce del río Vero para ver el viejo molino, aunque no es la época más recomendable. Es un día de enero, frío pero soleado, muy sereno. Aparcamos a la entrada del pueblo, lo cruzamos y salimos por la fuente. El paisaje está adormecido en estas horas tempranas de la mañana. En las umbrías se ve el blanco del rocío nocturno y algunos árboles y arbustos tienen un color otoñal, quemados por el frío.
Vemos el pueblo desde lejos, también como dormido al sol. El terreno es ondulado y se ven, entre el arbolado, pequeños campos de labor. Unas hileras de chopos señalan en la lejanía el cauce del Vero en contraste con las carrascas (ver el artículo de Lecina) y robles de la altura.

La senda va bajando progresivamente, pero pronto vamos a entrar en la hoz, casi de golpe. El suelo desaparece de nuestros pies y nos adentramos entre unos cortes espectaculares, verticales, de la caliza. Vamos por la margen derecha del Vero, soleada, mientras el lado contrario permanece en una espesa sombra. El proceso de disolución de la caliza ha formado una hoz impresionante. El río se ha ido encajando profundamente, curveando, haciéndose sitio, disolviendo y horadando la dura piedra calcárea. La línea recta es la vertical, la curva la longitudinal. En algunos puntos hay una pared vertical; en otros, hay un aterrazamiento que permite la existencia de la vegetación, de un verde muy oscuro a esta hora. La paleta de colores la completa el gris blanquecino
de la caliza y el verde más claro e incluso amarillento de los arbustos como el boj.

La senda baja en tramos sucesivos a uno y otro lado, zigzagueando. En un punto estamos a la vista del molino, pero a mucha altura todavía y la senda, pedregosa, gira a la izquierda para ir descendiendo. Cada vez estamos más dentro de la hoz, las paredes nos van encerrando. El cielo que vemos es el que aparece entre los dos paredones, que causan una sensación claustrofóbica. De vez en cuando, algún pequeño barranco llega a desaguar al río.

Tras llegar abajo, cerca del cauce, un pequeño tramo llano de senda, ahora más terrosa, nos lleva hasta el molino, derruido como ya se ha visto desde más arriba. Resisten los fuertes muros, pero los
José Luis, el de Huesca, en el cauce del Vero
techos están caídos y las ventanas están abiertas a todos los vientos. La estructura parece intacta, pero las canalizaciones están obstruidas y oxidados los metales; incluso hay piedras de molino a la vista. Aunque hace tiempo que dejó de cumplir con su función, da gusto ver estos aprovechamientos tan “naturales” de las fuerzas de la naturaleza.

Seguimos hoz adelante para ver si podemos llegar hasta la ermita de San Martín. La estrecha senda sube de nuevo, abandona momentáneamente el cauce entre rocas y arbustos. Pasamos por una pequeña construcción de dos pisos, toda en piedra, que aprovecha la pared vertical de la roca para apoyarse en ella. Tiene una puerta y una venta pequeñas, con dinteles de madera, y tejado a un agua. Seguimos subiendo lentamente y desde la parte
superior se tiene otra visión diferente, pero igual de bonita, del cañón: más angulosa, menos redondeada. De nuevo bajamos hasta el cauce, viendo unas grandes cavidades que el agua ha hecho en la base de la roca, aunque también hay agujeros, cuevas, etc., en las paredes, a distintas alturas. En un momento dado hay que cruzar el río y habrá que hacerlo más veces, y como en todos los cruces no hay piedras suficientes, el agua está helada y no vamos preparados, decidimos dar la vuelta. Es una pena porque poco después llega por la derecha el Barranco Basender.

Volvemos disfrutando con el espectacular enclave. Las cercanas paredes, tan altas, con huellas de los regueros de agua, dan una sensación intimidante de fuerza. Ascendemos saboreando el trayecto, viendo los distintos colores tanto de las rocas como de la vegetación, según los lugares y según la luminosidad. Un deleite. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario