Hayedo de la Tejera Negra.
En el aparcamiento estamos a 1400 m de
altitud. Queremos adquirir caminando el sentido del espacio. Vista larga y paso
corto. Salimos rodeados de pino silvestre cuyo verde ascético se destaca de los
amarillos y ocres de los robles. El río Lillas, en eterno murmullo, rumorea
escaso en el fondo, ribeteado de robles, dando cobijo a trucha, nutria, desmán
de los Pirineos, etc. En los canchales aparece el mostajo, un árbol que sujeta
el terreno en las laderas hendidas por la erosión, con cicatrices de torrentes
secos.
Seguimos hasta la confluencia del arroyo
de las Carretas, al que seguimos en ascenso. La Senda de Carretas se llama así
porque por ella descendían las carretas que sacaban el carbón y discurre
paralela. Conforme subimos, en el rumor continuo del bosque, disminuye la luz
al formar los árboles entre sus copas la cúpula de una catedral de color. Los
contraluces son espectaculares. Es la zona de rapaces nocturnas como el búho
chico y el cárabo, que se alimentan de ratones, topillos, etc. Las hojas de los
árboles cubriendo el suelo como una gran nevada de amarillos y ocres.
La senda, entre robles melojos, nos lleva
a la carbonera, actividad económica muy importante en otras épocas; se hace más
estrecha y aparecen los pinos silvestres acompañando a las hayas; se empina
entre saúcos, con matorral de retama. La mirada se pierde en la hondura del
bosque mientras vamos en silencio, escuchando el crujido de las hojas secas
pajo las pisadas. En lo alto, la pradera de Matarredonda, a 1617 m de altitud, con
amplia panorámica. Aquí aparecen los rojos, vivos como gritos, mezclados con
los demás colores. Es el momento culminante. Exhibicionismo del paisaje.
Sinfonía de colores en forma de armónica explosión que mezcla amarillos, ocres,
rojos ardientes.
Desde este mirador, que da una percepción
sintética, se ve un paisaje de tierra áspera y piedra dura, oloroso a polvo,
pintado de colores encendidos; una geografía disparatada de montañas abruptas y
barrancos profundos con el telón azulado y lejano de la sierra al fondo. El
bosque se extiende hacia el horizonte en oleadas de colinas. La mirada se
perfila sobre el infinito, se pierde en la lontananza cercada por los anchos
espacios. Sopla bastante viento, así que tenemos que refugiarnos detrás de unas
rocas de aristas vivas y alma muerta para comer. Cuando estamos terminando
aparece un zorro que pasa a nuestro lado y se acerca a una pareja que le echa
pan. Se aleja muy poco para comerlo y vuelve a continuación. Así varias veces.
Nosotros le echamos las pieles de unas nectarinas y también las come haciendo
gala de su omnivorismo. Podríamos haberle dado la comida en la boca si nos
hubiéramos atrevido. Finalmente desaparece.
Pasamos la bifurcación que desvía hacia el
aparcamiento, para abajo, o hacia otro mirador, hacia arriba, en un manto de
silencio superior a cualquier palabra. Hay una zona más abierta, colonizada por
la gayuba. Vemos unas colmenas -miel de brezo- en el mirador del Ortigal. Desde
aquí descendemos hasta el aparcamiento donde acaba esta ruta circular.
Nos despedimos de la zona, viendo la
silueta del viejo castillo de Galve de Sorbe que se recorta melancólicamente
sobre el color del cielo.
Datos técnicos:
Reserva: por Internet.
Punto de control: cerca de
Cantalojas, a unos 8 km del aparcamiento.
Senda de Carretas: 2,5 h.
Paneles explicativos
sobre la flora y la fauna.
Hayedo: es importante
por su carácter relíctico, testimonio de la vegetación de otras épocas más húmedas.
Debió ser más grande, pero ahora se refugia en determinados puntos. Son muy
umbrosos, lo que impide que debajo crezcan otras especies. Se acompañan de
rebollo, serbal y tejo. Expulsa cada árbol unos 50-60 litros de agua al día a
la atmósfera, lo que origina un microclima forestal.
Carbonera: Podía hacerse en
cualquier lugar, sin necesidad de maquinaria. Forma tronco-cónica o montículo
ovalado. Se colocaban distintas trozas y una central, que al ser retirada al
final, haría de tiro o chimenea. Se dejaba secar y se tapaba con hojas y
tierra.
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