9.-Melide-Santiago.
Apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones de
Oriente conseguimos arrancarnos de la cama y meternos en el maillot. La salida
es por un camino muy bonito, muy arbolado, con riachuelos que cruzan la
corredoira, muy duro, con fortísimas subidas. Pasamos por Castañeda, donde
estaban los hornos de cal para fundir las piedras que los peregrinos traían
desde Triacastela. El sol, a través de los árboles, produce trozos pecosos en
el suelo. Llegamos a Arzúa y salimos a la carretera.
Volvemos pronto al camino antes de rodear el aeropuerto y
pasar por Lavacolla. Los peregrinos tenían la costumbre de asearse aquí antes
de ir a Santiago. Entre subidas y bajadas llegamos a las instalaciones de la
Televisión Gallega y, entre un gran grupo de jóvenes peregrinos que nos abren
paso y nos animan con un discorde concierto de mil voces, con una escandalosa
algazara, al Monte do Gozo. Los peregrinos se postraban en señal de
agradecimiento por haber llegado hasta aquí. Los que habían viajado a caballo
proseguían a pie. Otros recorrían descalzos este último trayecto. Aquí paramos
un poco en medio de un gran gentío y subimos al monumento que marca el punto
más alto.
Sólo nos queda llegar a Santiago. Vamos en primer lugar a la
estación de FFCC donde tenemos reservada una furgoneta. Nos cambiamos de ropa y
comemos antes de ir al centro. Conseguimos arrastrarnos hasta la plaza del
Obradoiro elevando los ojos en un éxtasis anticipado, exteriorizando todos los
síntomas de una intensa emoción interior y exhalando un largo suspiro de
satisfacción.
Contemplamos la majestuosa fachada barroca de la catedral,
que lanza sus torres al cielo que cubre la plaza, el palacio de Rajoy, el
hostal de los Reyes Católicos, el palacio de Gelmírez, el monasterio San Martín
Pinario, y nos quedamos extasiados ante esta admirable decantación del paso de
los siglos, ante esta sinfonía en piedra, el asombro de los siglos, que habrá
visto más gente a su alrededor en otras ocasiones. El espacio como
materialización del tiempo.
Los edificios modernos son el grado cero de la expresividad.
Cuan poderosos deben ser los sentimientos que necesitan tanta piedra para
manifestarse. Entramos en la catedral para admirar el Pórtico de la Gloria,
románico, pétreo idioma que hablaba toda Europa y cuyos esplendores hemos ido
contemplando en el viaje, y el botafumeiro, símbolo de renovación espiritual.
El interior es como la noche del pasado, donde se espesa el velo entre lo
pasado y lo presente. A la salida paseamos por las principales plazas y calles
haciendo las últimas compras.
Con vigorosa firmeza terminamos este impulso errante, la
errática existencia de estos días vividos desde el primer arrebol del alba
hasta que cerraba el crepúsculo vespertino. Nos gustaría ir a ver cómo se hunde
el sol en el último horizonte de la Tierra, el poniente definitivo, pero no
puede ser. Hemos ido a saltos por el tiempo, sacados de nuestro bucle temporal,
con la historia persiguiendo nuestro presente, midiendo la vida por kilómetros
y no considerando que llegaríamos al final. Hemos atravesado el Camino a través
de los siglos. Aquí se enlaza pasado y presente y se siente el pálpito de la
eternidad. El Camino es una agregaduría de tiempos y espacios que acaban
dibujando el perfil de un mito, que están en un tiempo en que ya han dejado de
existir para convertirse en leyenda. Mientras los planetas sigan girando en sus
órbitas el Camino no desaparecerá de la memoria de las gentes. Sólo nos queda
volver a casa.
El ancho cielo se va incendiando. El paisaje se destaca
envuelto en los últimos resplandores que despide el sol al morir. Las sombras
del crepúsculo se van deslizando lentamente. Llegamos tarde. Y así hemos
contado esta “sabrosa historia para que no quede entregada a las leyes del
olvido del tiempo devorador y consumidor de todas cosas”. Otros viajes nos
contemplan desde el año que viene.
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