domingo, 2 de noviembre de 2014

7.- Sangüesa-Monreal.

 Hoy es día de despedidas: algunos acaban su camino. Salimos por la calle Mayor y cruzamos el
puente sobre el Aragón, que nos abandona después de tanto tiempo. El río aquí ya es grande, majestuoso. Pasamos el desvío a Rocaforte, que es el Camino, y seguimos hasta Liébana, desde donde continuamos por el cauce del Irati. Vienen Vicent, Olga, a la que hemos conocido en Sangüesa, y Armando. Se nos une el de Zaragoza. Cruzamos la hoz por el trazado del antiguo ferrocarril de vía estrecha “El Irati”. La vista es espectacular. Avanzamos vigilados de cerca por multitud de buitres encaramados en las altas rocas. Pasamos dos túneles, ciego el primero, teniendo que usar las linternas. Este trazado es un poco más largo que el original, pero merece la pena. A la salida de la hoz el valle se abre en el llano. Así llegamos a Lumbier, donde almorzamos.

Las obras de la autovía no han afectado al Camino, éste sigue bien indicado y
sortea la obra pasando por debajo. No hay sombras. En Nardués, un abuelo nos indica una senda para ascender hasta la pista que viene del Alto de Aibar. Hace calor. Toda la zona está hostigada por el verano. El sol de mediodía es cegador, deslumbrante. Los campos, calentados por el sol, hacen vibrar el aire. Nuestras sombras se meten bajo las botas. Armando nos explica su filosofía sobre estas etapas resumida en la teoría de las tres fases: la primera es de optimismo, la segunda de aceptación y de sufrimiento la tercera. Cuando estamos en estas duras circunstancias Armando dice que ya estamos en la tercera fase y que hay que acabar.

Aquí aparece el arbolado. Un tramo llano nos lleva hasta el descenso a Izco, 710 m, entre campos de labor y bosque. Vamos al albergue por Armando y Olga se quedan. Vicent, que acaba su camino, se ducha y llama por teléfono para que el autobús a Pamplona entre al pueblo a recogerle. Comemos lo que llevamos: nos dejan utilizar la cocina pero la comida es sólo para los que se quedan, a pesar de que está vacío.

Nos despedimos de Olga y a Armando le dejamos unas piedras para que las lleve hasta Logroño. Seguimos aplanados por el extenuante calor. El verano elige a sus víctimas, los que se aventuran al aire libre. El calor a estas horas de la tarde es asfixiante. El sol arde sobre los peregrinos. El sol de agosto nos taladra, enturbia la mirada y
las ideas. Atravesando el mismo paisaje pasamos por Abinzano y seguimos el curso del río Elorz que forma el valle de Ibargoiti. Lo cruzamos por el magnífico puente de Salinas y paramos en una fuente. Tenemos ganas de avanzar pero estamos cansados y queremos seguir aquí. Hacer síntesis de las contradicciones es difícil. Con una mezcla de impulso arrebatado y de aplastante racionalidad nos disponemos a continuar.

La montaña, la Higa, que se divisaba desde mucho antes, se aproxima. Pasamos junto a la piscina y vemos el pueblo, 555 m, al que se accede por un bonito puente medieval. Los puentes guardan memoria en sus piedras del paso
feroz del tiempo por el paisaje. Un pequeño senado de ancianos, sentados a la sombra ante la puerta de una casa, como si formaran parte también de la fachada, está viendo pasar la vida y el tiempo. No parece que la tensión de la vida se les eche encima. Son como el paleolítico de nuestra generación, los hombres-memoria, los archivos del pueblo, los peatones de la historia, los que guardan el fuego sagrado de las esencias de una época pasada. Sólo ellos acompañan los ecos de la Historia.

Las calles trepan hacia la iglesia en lo alto y al lado está el albergue, casi lleno, aunque a última hora se llena más todavía con unos ciclistas. Estamos con los alemanes y los de Albacete. Nos queda poco tiempo libre. En estos viajes, la vida doméstica es un ejercicio de puro minimalismo. Cena. Charla, recordando que hemos dejado un mensaje a Armando en medio del bosque para que recoja un calcetín que hemos perdido. La noble abraza al pueblo. Nos sumergimos en los profundos corredores del sueño.

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