7.- Ponferrada-Sarria.
Aún está el cielo salpicado de estrellas cuando despertamos.
Poco después el alba apenas consigue filtrarse entre las persianas y las
cortinas. Empieza a alborear, la sonrosada luz del alba sale a nuestro
encuentro. Vamos a cruzar el Bierzo, cuyo nombre romano es Bergidum, vergel, a
pesar de lo cual los peregrinos le temían, quizá por las montañas que lo rodean
que ahondan sus raíces mitológicas en la civilización céltica. Pasamos por
Cacabelos y entre un bello paisaje, muy verde y arbolado, llegamos a
Villafranca del Bierzo y a su castillo. En su iglesia de Santiago los peregrinos
que se postraban bajo las arcadas de su puerta norte podían recibir aquí las
indulgencias compostelanas si alguna enfermedad les impedía llegar hasta
Santiago. Nosotros estamos algo cansados pero todavía aguantamos.
Seguimos por la antigua N-VI, llevando al lado el camino,
remontando el curso del río Valcárce, entre las Sierras de Ancares y la del
Caurel. Todas las montañas están cubiertas con un manto de verdor y el camino
está limitado por los arborescentes helechos. A la derecha un macizo rocoso espolvoreado
de coníferas. El paisaje habla. Esta visión alivia algo la subida, larga aunque
no dura. Parece que estamos recorriendo con eterna bicicleta una ruta sin fin.
El eco de la montaña devuelve el sonido de nuestro paso. Cada uno sondea la
profundidad de su naturaleza, se domina el flujo poderoso de la vida.
Vacilaremos pero no caeremos nunca. Seguimos, practicando la soledad. Por fin
se divisa el alto. Un suspiro de alivio abre el pecho de los ciclistas. Con el
rostro iluminado por una sonrisa la carretera nos deja en el puerto de
Piedrafita y nos damos cuenta de que todavía tenemos que salvar un desnivel de
doscientos metros. Se nos cae la sonrisa de la cara.
En tiempos de los bárbaros romanos el calvario terminaba en
la cruz, aquí no termina nunca. Nos miramos como preguntándonos si es verdad y
una expresión desencanto se dibuja en los rostros. “Estas no son aventuras de
ínsulas sino de encrucijadas”. Estamos cansados, pero seguimos. Es la épica del
ciclismo. Así llegamos hasta O Cebreiro, enclave mágico.
Mientras descansamos y nos refrescamos vemos las pallozas
–viviendas prehistóricas con paredes de piedra y techo de paja-, y la iglesia.
Aquí se cuenta un milagro: vivía en un pueblo cercano un campesino llamado Juan
Santín o Santiso, muy devoto, que nunca faltaba a la misa de la iglesia del
hospital. Una noche de gran tempestad llegó en el momento en que un monje
consagraba el pan y el vino pensando que nadie vendría. Al verle entrar
fatigado le preguntó que cómo iba para un poco de pan y vino. Ocurrió el
milagro: se convirtieron en carne y sangre de Cristo.
Parece que bajamos pero de nuevo tenemos que ascender el
alto del Poio a 1337 m de altitud, más que O Cebreiro. Después la bajada es más
cómoda hasta Triacastela, lugar donde pernoctaron los Reyes Católicos, Carlos I
y Felipe II. La Guía de Peregrinos relata que “los peregrinos cogen una piedra
y la llevan hasta Castañeda, para obtener cal destinada a las obras de la
basílica del Apóstol”. En el Libro I del Codex se advierte que aquí y en
Barbadelo actuaban emisarios de hospederos de Santiago que engañaban a los
peregrinos incautos aconsejándoles alojamientos donde luego les timaban en la
compra de recuerdos, en el cambio de moneda, etc. Mientras avanzamos por el
Camino parece que retrocedemos en el tiempo.
Después de comer y reposar un poco seguimos el curso del río
Sarria que avanza junto a nosotros y nos lleva hasta Samos, cuyo monasterio
benedictino visitamos detenidamente. Para terminar la jornada seguimos hasta
Sarria, de origen romano. Para la cena ya incorporamos los ingredientes
gallegos como empanada, pulpo y ribeiro. La mirada amortiguada indica la
necesidad del descanso.
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