6.- León-Ponferrada.
En el cielo se divisa el débil resplandor del cercano día.
Así es como amanecemos a la primera etapa de alta montaña. Vemos San Isidoro y
San Marcos. Abandonamos León por el Santuario de la Virgen del Camino y
seguimos las flechas amarillas. Muchos campos han sido ya desnudados de su
cosecha. Llegamos a Puente de Órbigo y su puente de origen romano que
actualmente tiene diecinueve ojos. Su fama procede de los tiempos en que
irrumpen en el Camino las costumbres cortesanas del Renacimiento. En 1434, don
Suero de Quiñones inició las justas. Leonor de Tovar rechazó sus amores, él juró
no moverse del puente hasta romper trescientas lanzas. Desafió a cuantos
caballeros quieran cruzar, que debían aceptar para tener un “paso honroso”. Al
cabo de un mes puso fin a los torneos y peregrinó a Compostela. Esta idea
animaba a Don Quijote cuando se enfrentó a los mercaderes toledanos.
Seguimos por Hospital de Órbigo, al otro lado del río. Más
adelante, el crucero de S. Toribio –gran cruz excesiva que monumentaliza el
paisaje- nos pone a la vista de Astorga, capital de la Maragatería. Las
montañas del fondo ponen un límite a la vista. De nuevo tenemos recuerdos de
otro viaje, el de la Vía de la Plata. Entramos en el Palacio Epìscopal, Museo
de los Caminos, y pasamos por la muralla y la catedral.
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Órbigo |
Los últimos repechos y llegamos a la mítica Cruz de Hierro.
En la cima, un tronco de roble rematado por sencilla cruz de hierro con un
montón de piedras debajo formando una colina oreada por el viento; es costumbre
que el peregrino aporte su piedra. El origen se encuentra en la ocupación
romana, mojones separadores de dos territorios y altar romano dedicado a
Mercurio, protector de los caminantes; para otros es un milladoiro que formaban
los caminantes desde época ancestral para invocar a las divinidades protectoras
de los caminos. Cristianizada esta tradición, los peregrinos creían que el día
del Juicio Final, “cuando las piedras hablen”, éstas testificarán que el
peregrino ha cumplido. Es un espacio de belleza calma, limpio, sobado de
tiempo. Son montañas del tiempo detenido.
Estamos en el techo del Camino, a 1504 m de altitud. Desde
aquí un descenso vertiginoso, una orgía de velocidad hasta El Acebo, cuyo
nombre evoca uno de los árboles mágicos de la mitología céltica. Muchas puertas
y ventanas están cerradas, inexpresivas. Entramos a refrescarnos al albergue
antes de continuar la fuerte bajada hasta Molinaseca, precioso pueblo con una
gran piscina en el río, muy concurrida. El paisaje recobra de nuevo la
estabilidad tras el trepidante descenso.
Visitamos la ciudad, sus plazas, la torre del Reloj y el
castillo, cuyos oscuros muros lame el Sil, con pacífico apocamiento, con mirada
perezosa, con voz átona, a la luz decadente del día. El cansancio resulta vago
y distante pero nos invade una penosa sensación de flojedad. El crepúsculo del
día coincide con el de nuestros sentidos, con el oscurecimiento de las
facultades. Por las ventanas de los ojos aparece el sueño.
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