sábado, 1 de noviembre de 2014

6.- León-Ponferrada.

En el cielo se divisa el débil resplandor del cercano día. Así es como amanecemos a la primera etapa de alta montaña. Vemos San Isidoro y San Marcos. Abandonamos León por el Santuario de la Virgen del Camino y seguimos las flechas amarillas. Muchos campos han sido ya desnudados de su cosecha. Llegamos a Puente de Órbigo y su puente de origen romano que actualmente tiene diecinueve ojos. Su fama procede de los tiempos en que irrumpen en el Camino las costumbres cortesanas del Renacimiento. En 1434, don Suero de Quiñones inició las justas. Leonor de Tovar rechazó sus amores, él juró no moverse del puente hasta romper trescientas lanzas. Desafió a cuantos caballeros quieran cruzar, que debían aceptar para tener un “paso honroso”. Al cabo de un mes puso fin a los torneos y peregrinó a Compostela. Esta idea animaba a Don Quijote cuando se enfrentó a los mercaderes toledanos.

Seguimos por Hospital de Órbigo, al otro lado del río. Más adelante, el crucero de S. Toribio –gran cruz excesiva que monumentaliza el paisaje- nos pone a la vista de Astorga, capital de la Maragatería. Las montañas del fondo ponen un límite a la vista. De nuevo tenemos recuerdos de otro viaje, el de la Vía de la Plata. Entramos en el Palacio Epìscopal, Museo de los Caminos, y pasamos por la muralla y la catedral.
Órbigo
Seguimos por Castrillo de los Polvazares y en continuo ascenso llegamos a Rabanal del Camino, ambos centros templarios. Comemos junto con otros ciclistas que ya hemos visto antes. Reposamos en un prado y afrontamos las duras cuestas hasta Foncebadón con suave firmeza, con dureza robleña, con latente energía, con calma de glaciar. La soledad pedalea a nuestro lado. La monotonía del pedaleo favorece la introspección. En algún momento la desesperación nos sale a la cara ante tamaña cuesta que nos obliga a dar tan desaforadas y descomunales pedaladas. Parece que la tumba pide nuestros cuerpos y que esta cuesta es el último clavo del ataúd, pero rápidamente taponamos ese pesimista desvío del pensamiento impidiéndole que siga escurriéndose por el cerebro y seguimos. Es el dominio de la mente sobre la materia.

Los últimos repechos y llegamos a la mítica Cruz de Hierro. En la cima, un tronco de roble rematado por sencilla cruz de hierro con un montón de piedras debajo formando una colina oreada por el viento; es costumbre que el peregrino aporte su piedra. El origen se encuentra en la ocupación romana, mojones separadores de dos territorios y altar romano dedicado a Mercurio, protector de los caminantes; para otros es un milladoiro que formaban los caminantes desde época ancestral para invocar a las divinidades protectoras de los caminos. Cristianizada esta tradición, los peregrinos creían que el día del Juicio Final, “cuando las piedras hablen”, éstas testificarán que el peregrino ha cumplido. Es un espacio de belleza calma, limpio, sobado de tiempo. Son montañas del tiempo detenido.

Estamos en el techo del Camino, a 1504 m de altitud. Desde aquí un descenso vertiginoso, una orgía de velocidad hasta El Acebo, cuyo nombre evoca uno de los árboles mágicos de la mitología céltica. Muchas puertas y ventanas están cerradas, inexpresivas. Entramos a refrescarnos al albergue antes de continuar la fuerte bajada hasta Molinaseca, precioso pueblo con una gran piscina en el río, muy concurrida. El paisaje recobra de nuevo la estabilidad tras el trepidante descenso.

Visitamos la ciudad, sus plazas, la torre del Reloj y el castillo, cuyos oscuros muros lame el Sil, con pacífico apocamiento, con mirada perezosa, con voz átona, a la luz decadente del día. El cansancio resulta vago y distante pero nos invade una penosa sensación de flojedad. El crepúsculo del día coincide con el de nuestros sentidos, con el oscurecimiento de las facultades. Por las ventanas de los ojos aparece el sueño.

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